Avaritia. José Manuel Aspas

Avaritia - José Manuel Aspas


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no hay problema —afirmó Adán.

      —Es algo que debemos solucionar, estoy de acuerdo contigo. —Laura no terminaba de fiarse. Había algo en la actitud de su hermano, esa falta de soberbia tan común en él, ahora inexistente, planteando el compromiso tan inocentemente—. Pero lo primero que solicitarán, además de toda la documentación pertinente, es una provisión de fondos. Y calculando los gastos que tendremos, será una provisión importante.

      —Lo sé, pero si tenemos que solucionarlo, cuanto antes mejor. Es el momento de buscar un grupo inversor extranjero que potencie y aumente la producción de la fábrica. Y no puedo iniciar contactos si no tenemos resuelto el tema de la herencia —contestó con vehemencia—. O se aumenta la producción o se tiene que empezar a despedir personal.

      —Vale —afirmó la chica. Era la primera vez que su hermano se preocupaba por alguien que no fuese él mismo y eso la desconcertó. Todo el planteamiento hasta el momento era lógico, no parecía tener un as en la manga ni querer otra cosa que lo evidente.

      Era el punto flaco de su hermana, él lo sabía. Su preocupación por el personal.

      —Pues mañana mismo me pongo a ello.

      * * *

      Nunca ningún negocio le había salido tan rentable. Tal vez por ello recelaba de la sencillez con la que se embolsaría, de momento, un millón de euros por un compromiso de venta de unos terrenos que, en estos momentos, no valían nada y por cuya venta ganaría todavía más. Le hubiese gustado tramitar las gestiones a través de la notaría de su amigo Agustín Rocafull. De esa manera, contaría con información previa si los rusos tramaban alguna jugada sucia; pero ellos insistieron en trabajar con la otra. No obstante, se reunió con Rocafull y le preguntó por la solvencia de la notaría elegida por Yuri y Dmitry. Le aseguró que no existía ningún motivo para sospechar que esa notaría pudiese ir en contra de sus intereses. Tenían excelente relación como notarios desde hacía muchos años y le certificó que era de una seriedad absoluta. A pesar de ello, estuvo tentado de hacerse acompañar por un abogado por si incluían alguna cláusula que posteriormente pudiese perjudicarle. Al final, optó por ir solo, no quería que intuyeran desconfianza por su parte.

      Llegó puntual, a las diez menos un minuto. Yuri le esperaba sentado leyendo una revista. Se disculpó por la ausencia de Dmitry, no podía estar presente por un problema de agenda y se encontraba fuera de España. Inmediatamente salió el notario y pasaron los tres a una sala privada. Les pidió la documentación, luego leyó el documento previo para que afirmasen si estaban de acuerdo y poderlo pasar a limpio. Ignacio, en representación de los propietarios de la parcela —y pasó a su descripción catastral— se comprometía a la reserva de su venta por un valor de dos millones de euros, y por un periodo de seis meses, a Vladic Bogdánov. El compromiso especificaba que los vendedores, en caso de aparecer otro comprador, debían obligatoriamente dar prioridad a la oferta del Sr. Vladic si este ofrecía, al menos, la misma cantidad que otro comprador.

      Los dos afirmaron estar de acuerdo con lo establecido y el notario salió a redactar el documento, dejándolos solos. Ignacio, como quedaron, sacó su portátil y accedió a su cuenta secreta. Hacía menos de una hora que le transfirieron un millón de euros. No pudo reprimir una amplia sonrisa mientras contaba los ceros con ojos ávidos.

      —¿Todo correcto? —preguntó Yuri como si no fuese evidente.

      —Perfecto —pudo articular, sintiéndose un hombre afortunado y, sobre todo, rico.

      Yuri no quiso concretar, pero le aseguró que en unos días el ayuntamiento al que pertenecía el terreno les daría luz verde para poder construir la residencia del jefe. Por lo tanto, en cuanto se solucionase el tema hereditario, se volverían a reunir en esta misma notaría para hacer frente a la compra de los terrenos. Ignacio no dejó de pensar si, una vez modificada la situación catastral, este no valdría mucho más de lo que ofrecían. Era un pensamiento mezquino, lo asumía. Gracias a los rusos pasaba de ser un hombre con graves problemas de solvencia a un hombre rico y sin problemas. Además, con dos empresas de las que, a no mucho tardar, también sacaría mucho dinero por su venta. Lo tenía meridianamente claro, venderlas le eximía de la obligación de trabajar todos los días, con las preocupaciones y obligaciones que eso conllevaba. En cierta forma, era como su hermano, su fin era disfrutar de la vida. La diferencia entre los dos era que su hermano era un muerto de hambre, sin clase, que no tardaría en finiquitar lo que ganase en putas y drogas, probablemente no en ese orden. Él, en cambio, invertiría parte del dinero, bien aconsejado podría vivir de rentas, sin que le faltase ningún placer, pero utilizando la cabeza. Una vez se desprendiese de ambos negocios, estudiaría la manera de darle a su hermano lo menos posible y después se desprendería también de él. Era un lastre. Tan absorto se encontraba en sus cavilaciones, en sus sueños, disfrutando de esa maravillosa visión del futuro que se le avecinaba, que Yuri tuvo que repetir por tercera vez la pregunta.

      —Perdón —se disculpó, saliendo de su ensimismamiento.

      —Le preguntaba que doy por hecho que ya se ha reunido con sus hermanos.

      —Sí. Como le dije, lo habíamos hablado con anterioridad y el otro día ratificamos el compromiso.

      En ese momento entró el notario. Volvió a leerles el documento redactado expresando que, por acuerdo mutuo, existía una cláusula de confidencialidad de dicho compromiso. Les pasó copia para que diesen su conformidad y después, los dos firmaron.

      Una vez finalizado, pasaron al segundo asunto. Yuri comentó que al tratarse de un tema privado, les esperaba en la sala de espera. Una vez solos, Ignacio le solicitó la tramitación del tema hereditario con sus hermanos. Le explicó por encima la situación, los bienes dejados en herencia y los compromisos a los que habían llegado los herederos. Con unas preguntas, el notario concretó la base de lo que requerían y estableció lo necesario para su tramitación. Volvió a salir y regresó con el secretario. Juntos establecieron la lista de todos los documentos que necesitarían cuando viniese con sus hermanos para iniciar los trámites. Concretaron, además, el día del acto. Si sus hermanos le habían pedido que él se preocupase del asunto, eran ellos los que tenían que acoplarse a las fechas.

      —Bien, pues quedamos ese día, no olviden traer toda la documentación. Les espero a las diez. En caso de duda, llamen a Miguel —era el nombre del secretario— y él les asesorará.

      Yuri, como dijo, le esperaba sentado. Cuando salieron, le invitó a un café; sentados en una cafetería cercana le preguntó una obviedad.

      —El Sr. Vladic me insistió en que le preguntase si ha quedado satisfecho con las negociaciones.

      —Por supuesto.

      —Dejaremos que trabaje la notaría y cuando todo esté resuelto, con las escrituras formalizadas, volveremos a reunirnos. ¿De acuerdo?

      Se despidieron e Ignacio se alejó. Hacía un día extraordinario y uno de los más felices de su vida, al menos así se sentía, y con la esperanza de que los mejores estaban por venir. Conocer a esta gente era lo mejor que le había sucedido. Ese Vladic era generoso, ni siquiera entró en el juego de regateos. Hubiese firmado ese acuerdo por mucho menos y vendido el terreno por la mitad. Claro que, con los bolsillos repletos de billetes, era fácil ser generoso, aunque pecaba un poco de ingenuo. Hoy lo celebraría a lo grande.

      * * *

      Se le emplazó a otro despacho de la Dirección General de la Policía Nacional. Stefano no se encontraba en España; por lo tanto, retrasaron dos días la reunión. Le llamó directamente el inspector jefe de la UDYCO, Borja Moya, una de las personas con las que se reunió en la anterior ocasión. Cuando accedió al despacho, junto a Borja se encontraba una mujer que fue presentada como Elena Dolz, inspectora del grupo de atracos. Tras los saludos y la presentación, se sentaron.

      Borja mediría un metro sesenta, sobre cuarenta años, de constitución normal, con una incipiente barriguita, de mirada agradable y una perpetua sonrisa. Uno podría jugar a conjeturar su profesión y nunca diría policía. En cambio, la inspectora era otro cantar. Únicamente se levantó para estrechar la mano de Stefano, mirándolo a los ojos, y andar los cinco metros


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