Avaritia. José Manuel Aspas
Murió en el parto, por la carta no se deducía quién era el padre. Ella viajaba a Valencia un día a la semana a ver a su madre, que vivía en El Cabañal, y según la carta, fue en esas visitas cuando le conoció y trató íntimamente. Su madre murió un mes antes del parto, prácticamente se fueron juntas. No tenía más familia, nada se pudo descubrir de la identidad del padre de los niños y, al final, el señor Ursola los reunió a todos y les dijo que si querían hacerse cargo de los niños, él se ocuparía de solucionarlo. Y así de sencillo, dos pequeñajos entraron en la vida de unas personas que, por un motivo u otro, no tenían hijos. Fue el día más feliz para todos, a pesar de la desgracia de la madre. En ese momento eran ocho empleados y todos, sin excepción, los criaron.
En este momento la chica estudiaba veterinaria en Zaragoza. De sus gastos se hacía cargo don Cristóbal. Pero eso fue otra cosa que cambió con su fallecimiento: los nuevos dueños o, mejor dicho, los dos hermanos, a pesar de la negativa de la hermana, decidieron dejar de costearlos. Desde ese momento, como el hermano no podía por sí mismo hacerse cargo, Tomás, el matrimonio y Fernanda ingresaban la cantidad que ella necesitaba. Era algo que Lucía desconocía, sabían cómo era y sospechaban que si se enteraba de que todos aportaban parte de su sueldo para ella, sería capaz de dejarlo todo y regresar para ponerse a trabajar.
—Debes tener paciencia.
—No tengo otro remedio —contestó resignado el joven.
—Cuando dividan la herencia y la repartan, Laura me ha confesado que se quedará con la casa y los establos.
—Dios te oiga. No sabes lo que me alegraría porque a este paso, el cabrón este me joderá.
—No le hagas caso.
—La otra mañana estaba recogiendo lo que habíamos podado el jardinero y yo el día anterior, y me trató de perro por no recogerlo la misma noche.
—Lo sé. Me lo ha dicho Lourdes —refiriéndose a la cocinera.
—Pues no te tengo que decir más. ¿Tú crees que si Laura heredase esta propiedad, podría mantenerla? Al fin y al cabo, ella tiene un sueldo, será un buen sueldo, pero esto tiene muchos gastos.
—Hemos hablado un poco del tema, sabes que conmigo tiene mucha confianza. Insiste en que no me preocupe. Tendríamos que apretarnos un poco el cinturón, pero si gestionamos la cuadra comercialmente y no como hobby, podríamos rentabilizar los dos sementales, tienen buena fama y alguna vez le han propuesto buenas montas. También se pagarían muy bien los potrillos que criáramos aquí.
—Es verdad.
—También podríamos alquilar las cuadras para gente que no tiene sitio pero quiere tener un caballo. La cuadra y el mantenimiento del animal ayudarían. No te preocupes, de una forma u otra saldremos adelante. Lo importante es que ella se quede la propiedad.
—Y sus hermanos salen ganando. La fábrica y las funerarias son un buen negocio.
—Sobre todo las funerarias. El problema es cómo las gestionarán estos dos mendrugos —aseguró Tomás—. Llevan un ritmo de vida para el que se necesita mucho dinero. ¿Has visto el nuevo coche de Ignacio?
—Debe valer un dineral.
—Y el hermano vino el otro día también con coche nuevo. Y ese, además, es un vividor. Dicen que vive a todo tren en Valencia. Los negocios son para trabajarlos, mimarlos, y estos solo quieren chupar y gastar.
—Qué diferentes son, ¿verdad? Ellos, unas garrapatas sinvergüenzas y la hermana, siempre se ha buscado la vida. Es una emprendedora y una persona encantadora —manifestó Juan.
—Así es. Tienes que saber que quiso aportar algo de dinero para tu hermana. Le dijimos que no hacía falta, nosotros nos apañábamos de sobra.
—Un día se lo agradeceremos, como a todos vosotros. Te lo prometo.
—Qué tonto eres —contestó Tomás con una sonrisa.
* * *
—¿Qué hace un hombre como tú en un sitio como este? —preguntó, sobresaltando a David Rubio—. Espera, no me contestes. ¿Acaso es un milagro y el Señor te ha convertido de ateo redomado a piadoso creyente?
—Estaba pensando —respondió con una sonrisa—. Necesitaba un lugar tranquilo, alejado del mundanal ruido, que me permitiese cerrar los ojos, respirar serenidad y poder concentrarme.
—Buen lugar has escogido, también buena hora. En unos minutos cierro y si te esperas, te pago la primera cerveza.
—Me espero.
—Vale. Te dejo, pues, con Cristo y tus pensamientos y ahora vengo.
Ciertamente no se consideraba creyente. La Iglesia, industria de fe, no le atraía en absoluto. Pero eran los primeros monumentos que visitaba al llegar a una ciudad. No dejaba de asombrarse, cómo era posible que hombres con tan escasos medios y limitados conocimientos pudiesen haber construido edificios tan extraordinarios, bellos y hermosos. Qué energía y sensibilidad para levantar este monumento en nombre de Dios y para grandeza del propio ser humano. Sentarse dentro de él, sin prisas, le serenaba, le abstraía de la realidad y escapaba de sí mismo. Las catedrales y los bosques eran lugares en los que encontraba la misma paz.
Una vez el párroco se alejó, volvió a sus reflexiones. Volvió a preguntarse por qué motivo ponía en riesgo cuanto poseía, por qué volvía a sentarse a la mesa de juego pensando que tendría siempre la misma suerte, cuando era consciente de que existían muchas probabilidades de perder. El restaurante le dejaba los beneficios suficientes para continuar con su austera vida, su cuenta corriente reflejaba el saldo de un pequeño empresario, tanto la propiedad del restaurante como la de su vivienda en el primer piso estaban libres de cargas hipotecarias. Luego estaban sus cuentas en paraísos fiscales, disponía en ellas de suficiente dinero para disfrutar de la vida desahogadamente. ¿Por qué, entonces, se arriesgaba a perderlo todo con el siguiente golpe? No tenía una respuesta coherente. No se trataba de ambición o codicia. Al menos eso creía.
Era un profesional. Adoptaba las máximas medidas de seguridad tanto para preservar el anonimato de su identidad, empezando porque las autoridades ni siquiera sospechasen de su existencia, como en la planificación y ejecución del trabajo. Conocía perfectamente el funcionamiento del engranaje policial. Sus protocolos de trabajo eran, en muchos casos, predecibles; ante delitos concretos, deducían por eliminación los delincuentes que se ajustaban a ese tipo de delito y su modus operandi. Se investigaban, se iban descartando al encontrar sus coartadas y, al final, inevitablemente, uno encajaba. En sus ficheros siempre constaba el nombre que desde el inicio buscaban; ese era el trabajo policial, por supuesto, sin menospreciarlo. Conocía investigadores concienzudos y meticulosos, profesionales como él mismo. Por ese motivo era tan importante pasar completamente desapercibido. Además, era consciente de lo pequeño que era en el campo en el que se movía, el exclusivo mundo del robo de obras de arte, donde se precisaba especialización y destreza, contactos para recibir encargos con absoluta discreción y poder introducir en el mercado la mercancía robada. Él siempre había trabajado con el primer método; trabajar por encargo siempre tenía menos riesgo.
Otra vez volvió al inicio de sus cavilaciones, a la pregunta esencial. ¿Cuál era, entonces, su motivación real para continuar sentado en la mesa de juego? Un ludópata se busca la ruina personal, es consciente de ello, pero al día siguiente entra otra vez en el salón, no puede evitarlo, es su droga. Inmediatamente le vino a la mente su excusa, su justificación. Era la dosis de adrenalina que le hacía sentirse vivo, así de sencillo.
La realidad era otra, lo sabía. Su justificación era una barrera para esconder la realidad. Una realidad que no era otra que su propia frustración, la insatisfacción de su propia vida. Tenía las mujeres que deseaba, eso probablemente despertaría la envidia de otros hombres. El problema es que las poseía una sola noche. El paso del tiempo nos marca etapas, visiones de la realidad desde otros prismas, mutaciones de nuestros deseos que no somos capaces de controlar. Deseaba sentirse amado, despertarse todas las mañanas junto a la persona que te ama por encima de todas las cosas, sin farsas, sin intereses. Compartir ese sentimiento