Avaritia. José Manuel Aspas

Avaritia - José Manuel Aspas


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el ingreso. Todo de forma legal —ratificó Yuri lo establecido anteriormente.

      —Me parece bien. —Antes de un mes sería un hombre rico, pensó, sin comprender que la codicia es lo primero que se refleja en el rostro y muestra nuestra mirada.

      En ese preciso momento, aún mantenía la mano de Dmitry estrechada y este era un buen lector.

      * * *

      Los dos hombres se golpeaban con prudencia y tacto, sin ninguna intención de hacerse daño aunque, muy probablemente, un aficionado haría rato que hubiese bajado del cuadrilátero. Con guantes y protegidos con casco, ambos sudaban copiosamente. Dieron por finalizada la sesión de boxeo a los treinta minutos exactos; antes, veinte minutos corriendo en cinta y diez saltando con cuerda. Indudablemente, todo ello requería de una excelente forma física; considerando que ambos rondaban los cuarenta, no estaba mal.

      Se dirigieron a las duchas resoplando, sabían que, al salir, la sensación de euforia compensaría todos los golpes. Aparentaban ser algo más de lo que realmente eran. Con una estatura similar, sobre un metro ochenta, en los dos se apreciaba que eran deportistas. Vestían de forma similar, pantalones vaqueros y camisas oscuras; la diferencia era que uno de ellos llevaba alzacuello.

      —Hoy pago yo —dijo el del alzacuello, párroco de una iglesia cercana.

      La costumbre se había convertido en ritual: al término de la sesión, almorzaban en el bar de enfrente. Quien pagaba, elegía bocadillo, y se lo repartían junto con una cerveza cada uno.

      —¿Qué les pongo hoy?

      —Lomo con habas.

      Se sentaron en una mesa y, al momento, les sirvió medio a cada uno y las cervezas.

      —¿Continúas saliendo por las mañanas a correr? —preguntó Andrés Martínez, el párroco.

      —A excepción de la mañana que quedamos, siempre que me es posible.

      —Se nota. Hoy casi me desfondas, no podía aguantar más.

      —Te estás haciendo mayor. —Y rieron.

      —Esta semana, el menú será macarrones con atún y queso y, de segundo, pechugas empanadas.

      —Maravilloso.

      Andrés había montado, en una sala de la iglesia, un comedor social en el que todos los días, incluidos los fines de semana, servía comida a gente necesitada. Los miércoles, su amigo David Rubio, propietario de un pequeño pero selecto restaurante, se hacía cargo de suministrarle el menú de ese día.

      —Mañana por la tarde, a última hora, tengo una reunión con responsables de una importante cadena de supermercados. Dios ha escuchado mis plegarias. Van a suministrarme lotes de productos de primera necesidad a muy buen precio.

      —Me alegro.

      —Los invitaré a cenar. Si aceptan, iremos a tu restaurante. A ver si de forma algo mas distendida les puedo sacar alguna otra cosa.

      —Eres auténtico.

      No estaban muy lejos de la parroquia, pero David insistió en acercarlo en su coche. Después, condujo hacia Blasco Ibáñez y aparcó en una calle paralela. Caminando, accedió a un parking privado, a unos doscientos metros de donde estacionó. Contaban con plazas públicas y otras privadas en régimen de alquiler permanente. Bajó a la segunda planta, donde tenía una reservada; en ella, un vehículo seminuevo de color oscuro. Con él condujo en dirección al Saler. El día había amanecido gris, algo frío, pero ahora el sol lo había transformado en un día radiante. Aparcó en un área destinada a ese fin, frente a la playa. Solo otro coche estaba aparcado a unos veinte metros. Caminó en dirección a un montículo a unos cien metros, protegiéndose del sol con una gorra y gafas oscuras. Provisto de una cámara de fotos con un teleobjetivo, aparentaba escoger vistas. El lugar era apropiado: por un lado, el mar y dunas de arena; por el otro, el conjunto arbóreo del Saler.

      Para cualquiera que estuviese observándolo, era simplemente un hombre en busca de una buena instantánea. Aunque él no estaba interesado en el paisaje. Observaba con detenimiento los pocos coches que circulaban; a los veinte minutos, se aproximó un Opel de color blanco, lo enfocó e, inmediatamente, se preocupó en examinar al único que venía detrás. Descartó que lo estuviese siguiendo, una señora mayor se aferraba al volante. El coche blanco y el de la señora pasaron frente a él sin parar. A los diez minutos, volvió el Opel y en esta ocasión, David se quitó la gorra, era la señal de que todo estaba correcto. El otro entró en el aparcamiento y estacionó junto al suyo. Bajó caminando y entró dentro de su coche. El otro salió del suyo, accedió al de David y se sentó junto a él.

      —¿Qué tal, Pedro?

      —Estupendo. ¿Qué tal la excursión?

      —Mejor de lo esperado.

      Presionó el salpicadero en un punto determinado y, sin excesivo esfuerzo, quitó la tapa del airbag del copiloto. El hueco era más grande y largo de lo esperado; de él sacó los tubos que protegían las obras de arte que había robado. El otro desplegó una bolsa de plástico y los introdujo.

      —Contactaré con el cliente mañana y se los entregaré por la noche. Bueno, no propiamente con el cliente, con el intermediario. Lo conozco muchos años, no habrá problemas.

      —Te entiendo —asintió David.

      —Comprobará la mercancía, llamará a quien le hizo el encargo y este nos transferirá la cantidad acordada. Lo de siempre, en cuanto se confirme la transferencia, se terminó. Automáticamente, tu parte saldrá a tu cuenta en las Islas Caimán. ¿Te fue muy complicado?

      —No.

      —Me alegro. El sesenta por ciento de un millón por un trabajito que no ha sido complicado, no está mal.

      —No hay que confiarse. En ocasiones, lo que en apariencia es sencillo, inesperadamente se complica. Nuestra mayor baza es el anonimato, que nadie sepa que estamos sentados en la mesa de juego.

      —Lo sé. Sé que tenemos que adoptar todas las medidas de autoprotección y demás, pero tienes que reconocer que eres un maniático de la seguridad.

      David lo observó con detenimiento, con mirada inquisitiva.

      —¿Qué te sucede?

      —Nada, hombre.

      —Pedro, en este mundillo no sobrevives mucho tiempo si no funcionas así. Y siempre lo hemos tenido claro.

      —No te pongas serio, era una broma.

      Mantenían el mismo sistema desde hacía años. Pedro Pineta poseía un pequeño mesón; era, por supuesto, su tapadera. En secreto, contaba con contactos dentro de un selecto círculo de delincuentes de guante blanco. En ocasiones, a estos contactos les llegaba el encargo de un robo para el que se requería precisión, meticulosidad y estar exento de todo tipo de violencia. Gente con dinero que exigía las máximas garantías de discreción y confidencialidad, y que estaban dispuestos a pagar generosamente. Cuando a estas personas les llegaba un cliente de esas características, sabían que Pedro era la persona adecuada para resolverlo. Este les ponía una condición: ellos respondían por el cliente, únicamente accedían a él cuando estaban absolutamente seguros que el encargo no era una trampa. Si no lo cumplían, quien cargaría con la responsabilidad y padecería las consecuencias sería el contacto.

      Nadie conocía, por lo tanto, la existencia de David Rubio. Sospechaban que Pedro no era quien ejecutaba el robo, pero en ese corrillo nadie sabía nada de lo que sucedía después de ofrecerle el trabajo, solamente que, en un tiempo prudencial, este se realizaba con las garantías y en los términos establecidos. Sin violencia, se sorteaban las alarmas, se abrían cajas de seguridad y el robo se cometía con la eficacia que únicamente un altísimo profesional podía ofrecer.

      Pedro era el filtro de David Rubio. La puerta que separaba su vida paralela con el resto del mundo.

      —Por el momento, parece que el robo no ha sido descubierto.

      —Calculo


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