Avaritia. José Manuel Aspas
por poseerlas, aunque fuera en secreto, si no las adoraría. O, por lo menos, eso quería creer el ladrón.
En el despacho encontró el resto, dos dibujos firmados por Picasso y al fondo, tras su mesa, un espectacular lienzo de Rembrandt. Se acercó a él y lo contempló: iluminado desde la oscuridad, el rostro de un hombre lo observaba con mirada inteligente y serena. Se tuvo que decir a sí mismo «a trabajar» para escapar del hipnotismo de la mirada del retratado.
Sabía que ningún cuadro disponía de medidas de seguridad. Su dueño confiaba plenamente en la alarma, en los que la vigilaban y en que los ladrones, en su huida, tendrían que volver a pasar por el pueblo y serían fácilmente detenidos. En un lugar como este era difícil que un coche pasara desapercibido. Descolgó uno de los cuadros y lo colocó sobre una mesa, abrió su mochila y sacó herramientas y varios tubos. En un momento separó el lienzo del marco exterior; después, con extrema delicadeza, separó la tela, puso sobre ella un papel, la enrolló y la guardó en uno de los tubos. Luego, de otro sacó láminas, buscó la que imitaba a la extraída y simplemente la grapó a la madera; por último, puso el marco y la volvió a colocar en su lugar. No pasaría ni la más simple de las miradas, pero confiaba en que ninguna de las cuatro personas que cuidaban de la casa, sobre todo las mujeres, que serían las encargadas de la limpieza interior, fuesen aficionadas a observar su belleza. Entrarían a realizar sus tareas de forma rutinaria y, probablemente, no se percatarían del cambio. Un marco vacío resaltaría como un muerto en la cocina, pero este simple truco evitaría la voz de alarma hasta la llegada de sus propietarios o, al menos, durante unos días.
Realizó la misma tarea con todos ellos, colocando en algunos tubos dos lienzos. Se aseguró de que todos estuviesen cerrados herméticamente y a continuación, limpió el lugar pulcramente. Una vez terminado el trabajo, repasó visualmente que no se notase su visita. Cuando estuvo satisfecho, con todos los tubos bien guardados en su mochila, se dirigió a la puerta. Fuera todo permanecía en calma. Se acercó a la alarma y volvió a manipularla para que mantuviera el mismo tiempo de retardo para su conexión que cuando entró; luego montó la caja, pulsó los seis dígitos y el pitido le indicó que disponía de quince segundos para salir. Esperó tras la puerta a escuchar la conexión final y la alarma quedó plenamente operativa. Se volvió a colocar el chubasquero y las botas, las huellas dejadas en el porche se secarían antes de la mañana, no eran de barro, pues las botas fue lo primero en quitarse al resguardarse bajo la cornisa.
Con la visión nocturna, regresó a la valla; después, con mucho cuidado, llegó al lugar donde había pasado varios días. Tenía práctica y no le supuso ningún inconveniente el desmontaje de su pequeña tienda en la oscuridad. Metió todo en su mochila y los tubos en un lateral del saco. Cuando llegó a las afueras del pueblo, faltaba muy poco para que amaneciera; no obstante, la quietud aún reinaba en las calles. Caminó con sigilo la distancia hasta su coche sin ver un alma, alguien había depositado en el parabrisas publicidad de algún restaurante. Al salir del pueblo se cruzó con dos hombres, les saludó alzando la mano y estos le respondieron con idéntico gesto.
* * *
Laura Ursola aparcó frente a la vivienda principal. Su primera intención fue entrar, muy probablemente su hermano estaría desayunando, eran las ocho y él nunca salía antes de las nueve sin un motivo importante. Lo pensó mejor y decidió ir directamente a las cuadras; no obstante, permanecía abstraída contemplando la casa de su tío, antiguo propietario. Tuvo muy buen gusto en su restauración. Del antiguo caserón únicamente se conservó parte de la imponente fachada de piedra. Ahora, su estructura de dos alturas, combinando piedra y madera, le proporcionaba una visión moderna y sólida, con un porche en su parte delantera que desprendía la calidez y sencillez de una casa rural. Caminó los doscientos metros que separaban la casa de las caballerizas. Llevaba unos días con mucho trabajo, algo estresada, y decidió tomarse la mañana libre. No había mejor manera para relajarse que pasar unas horas cabalgando; de hecho, los caballos le transmitían serenidad.
—Buenos días —saludó al entrar a Tomás, encargado del establo, y a su ayudante Juan.
—Buenos días, señorita —respondieron los dos.
—¿Cómo va el potrillo, chicos?
—Pegado todo el día a la madre —respondió el encargado.
—¿Le preparo a Hércules? —le preguntó el joven al ver que vestía ropa de montar.
—Sí, Juan. Vamos a ver a ese potrillo y ahora venimos.
Y ambos salieron. Hércules era un hermoso e imponente caballo de color negro. Le colocó el ronzal y las bridas, la montura, y cuando abrochaba las cinchas...
—¿Preparando el caballo para dar un paseo? —exclamaron por detrás.
Juan se dio la vuelta inmediatamente, más por el sobresalto que por otro motivo. Desde el marco de la entrada le miraba con sarcasmo su jefe, Ignacio Ursola. Su actitud auguraba su estado de humor. Antes de que el joven respondiese:
—¿Qué hacías montando el otro día el caballo marrón?
—Lo hemos tenido unos días en reposo debido a una pequeña lesión y salí a ver cómo se encontraba.
—¿Desde cuándo eres veterinario? ¿Me tomas por imbécil? —le espetó con desprecio.
—El veterinario se encontraba junto a Tomás en la cuadra.
—Yo solo le di una vuelta —se justificó alterado, tenso y a punto de darle una mala contestación.
—Ya —expresó desconfiadamente—. Y ahora, ¿qué? ¿Vas a probar también a este?
—Lo voy a montar yo —respondió Laura, entrando—. ¿Pasa algo porque monte Juan un caballo? —le preguntó airadamente, enfadada por el modo en que le trataba, pues no era la primera vez que le escuchaba pagando su mal humor con él.
—Pasa que estoy harto de que aquí todo el mundo se crea que es el amo y haga lo que le rota.
—¿No crees que te estás pasando? —increpó a su hermano, controlando la voz para no chillarle.
—Lo que creo es que me cuestiono si en los establos, para cuatro caballos, necesitamos dos personas.
—Sabrás tú cuántos caballos hay y la faena que dan. Anda, lárgate, y te recuerdo que los establos los gestiono yo. Ándate con ojo qué decisiones tomas sin consultarme. —No soportaba su soberbia ni su estúpida arrogancia.
Él, sin responderle, dio media vuelta y se alejó en dirección a la casa. Ella, por el contrario, se disculpó.
—Lo siento —les dijo mirando al joven—. Mi hermano es intratable, grosero y un pedante. Pero recordad que las caballerizas son cosa mía y únicamente os pido un poco de paciencia.
—Pues, para serle sincero, si no fuese porque estoy atado de pies y manos, hay días en los que cogería los trastos y me largaría.
—No me hables de usted, Juan. Lo sé, y te repito: ten un poco de paciencia, por favor.
Ambos asintieron. Después, la mujer, cogiendo por las bridas al caballo, salió de la cuadra, lo montó y partió a trote suave.
Ignacio se alejaba rojo de ira. Detestaba a su hermana por tratarle de esa manera delante de ellos, siempre lo había hecho y la odiaba por ello. No obstante, se culpó de esas situaciones. Era una mujer previsible, por lo tanto, le debería resultar fácil manipularla, conociendo sus reacciones y, sobre todo, sus motivaciones. Pero no podía evitarlo, le desquiciaba su temperamento simplón y tierno, poniéndose constantemente en el lugar de los más inútiles. Tal vez fuese porque no había tenido que tomar decisiones difíciles en esta vida, siempre fue la niña mimada de sus padres, también de su tío. La señora del servicio salía a su encuentro, sin duda a informarle de que las personas que esperaba habían llegado. En la parte delantera vio el coche aparcado y el chófer apoyado, un mastodonte con cara de boxeador. Dentro, los representantes legales del empresario ruso con los que había tratado discretamente en varias ocasiones, por ese motivo los citó en la casa y no en el despacho, le saludaron. A