Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
de sí mismo, murmuraba tristemente al oído de mister Baker: «No está mal, no está mal», cada vez que lograba, a fuerza de astucias y maniobras, hacer con su excelente barco sesenta millas en veinticuatro horas. Desde el umbral de su pequeño camarote, Jimmy, con la barbilla en la mano, seguía nuestra labor con ojo insolente y melancólico. Le hablábamos con dulzura, a riesgo de cambiar después agrias sonrisas.
Luego, con viento propicio y bajo un cielo claro, el barco comenzó a salvar las latitudes australes. Pasó a la altura de Madagascar y Mauricio sin vislumbrar tierra. Se doblaron las amarras de las berlingas de recambio; se inspeccionaron las barras de escotilla. En sus momentos libres, el camarero, con aire preocupado, trataba de adaptar los paveses a las puertas de los camarotes. Se tendieron cuidadosamente telas sólidas. Ojos ansiosos buscaban ya hacia el Oeste el cabo de las Tempestades. El barco comenzó a cabecear con un fuerte oleaje del Sudoeste, y el cielo suavemente luminoso de las latitudes bajas adquirió de día en día sobre nuestras cabezas una pátina más dura: alta bóveda arqueada sobre el barco como un domo de acero en el que resonaba la voz profunda de los vientos frescos. Un sol frío sobre las crines blancas de los negros rompientes. Bajo el hálito fuerte de las rachas del Oeste, el barco, reducido su velamen, se inclinaba lentamente, obstinado, pero dócil. Coma de aquí allá, en el esfuerzo incesante por abrirse paso a través de la invisible violencia de los vientos; hundía la proa en la sombra de lisas cavidades; luchaba, remontando, contra las crestas nevadas de las grandes olas en fuga; se bamboleaba sin reposo de un lado a otro, como un ser que sufre. Sólido y valiente, respondía al querer del hombre, y sus mástiles sutiles, gesticulando sin cesar en abruptos semicírculos, parecían implorar en vano la clemencia del cielo borrascoso.
El invierno era malo aquel año en El Cabo. A la hora de relevo, los timoneles llegaban al castillo de proa pisando fuerte y soplando en sus dedos rojos, hinchados por el frío. Los que hacían la guardia sobre cubierta capeaban mejor o peor el aguijón helado del rocío, o, amontonados en los rincones abrigados, seguían con ojo opaco las altas olas implacables cuya furia inagotable envolvía el barco en un asalto sin cesar renovado. El agua chorreaba en cataratas ante las puertas del castillo de proa. Para alcanzar el lecho húmedo, era preciso saltar por encima de sábanas de agua. Los marineros entraban calados y volvían a salir envarados en sus vestidos a medio secar para hacer frente a las implacables y redentoras exigencias de su oscuro y glorioso destino. A popa, escrutando atentamente las nubes y el viento, aparecían los oficiales a través de la bruma del chubasco. De pie, agarrados a la barandilla, erguidos y lucientes bajo sus largos impermeables, se mostraban a intervalos, a merced de los cabeceos locos del barco duramente zarandeado, muy altos, atentos, violentamente sacudidos por encima de la línea gris del horizonte, pero siempre en una actitud quieta.
Observaban el tiempo y el barco con el ojo con que el hombre de tierra sigue las temibles fluctuaciones de la fortuna. El capitán Allistoun no abandonaba ya el puente, como si formase parte de los avíos del barco. De cuando en cuando, el camarero, tiritando, pero siempre en mangas de camisa, trepaba, vacilante y aferrándose a todo, hasta él con una taza de café caliente en la mano. La tempestad le arrebataba la mitad antes de que los labios del patrón se posasen en ella. Bebía el resto gravemente, de un solo trago lento, en tanto que la pesada espuma azotaba ruidosamente la tela encerada de su abrigo y la resaca de las olas se hinchaba alrededor de sus botas altas; y jamás sus ojos se separaban de su barco. Espiaba todos sus movimientos, clavaba en él su mirada como un amante que observa el trabajo asiduo y desinteresado de una mujer delicada en cuya frágil vida se encierra para él todo el sentido y la alegría del mundo. También nosotros vigilábamos nuestro barco. Su belleza no carecía de cierta debilidad. Pero no por esto le queríamos menos. Admirábamos sus cualidades en voz alta, nos jactábamos de ellas como si hubiesen sido nuestras, y el secreto de su única debilidad lo sepultábamos en el silencio de nuestra afección profunda. Había nacido entre el estruendo de los martillos trituradores de hierro, entre negros remolinos de humo, bajo un cielo gris, a las orillas del Clyde. Su corriente sombría y clamorosa había dado a luz seres de belleza que se alejaban flotando hacia las radiosas lejanías del mundo para ser amados por los hombres. El Narcissus era de aquella raza. Tal vez menos perfecto que otros muchos, pero era nuestro y, por consiguiente, incomparable. Estábamos orgullosos de él. En Bombay, ignaros marinos de agua dulce aludían a él diciendo «ese bonito barco gris». ¡Bonito! ¡Despreciable alabanza! Nosotros sabíamos que era el más magnífico buque marinero que se había botado al mar. Procurábamos olvidar que, semejante en eso a muchos buenos barcos marineros, quizá estaba mal lastrado. Era exigente. Demandaba mucho cuidado en la carga y manejo y nadie sabía exactamente cuánto cuidado necesitaría. ¡Tales son las imperfecciones del hombre! El barco conocía y corregía a veces la presuntuosa ignorancia humana con la sana disciplina del miedo. Se oían inquietantes historias sobre los viajes anteriores. El cocinero —marinero técnicamente, aunque no lo fuese en realidad—, desmoralizado por alguna desgracia, tal como la caída repentina de una marmita, rezongaba sombrío mientras enjugaba el suelo: «¡Ya está haciendo de las suyas! En uno de estos viajes nos arrastrará a todos al fondo. ¡Ya lo verá quienquiera!». A lo que el steward que había llegado en busca de un instante de reposo para su vida abrumada de fatiga, respondió con filosofía:
—Los que lo vean no lo charlarán luego. Y en cuanto a mí, prefiero no verlo.
Nosotros nos burlábamos de esos temores. Nuestros corazones se iban hacia el viejo cuando impelía vigorosamente su barco, empeñado en hacerle rendir cuanto podía, disputando bravamente al viento cada pulgada ganada; cuando, bajo las velas rizadas, lo lanzaba oblicuamente al asalto de olas enormes. Los hombres amontonados en la popa, atento el oído desde la primera breve orden del oficial que llegaba a tomar el mando del puente, durante el mal tiempo, admiraban su valor. Sus ojos pestañeaban bajo el viento; sus mejillas curtidas se empapaban con gotas más amargas que las lágrimas humanas; barbas y bigotes caían derechos y chorreantes como algas. Fantásticamente deformados: calzando altas botas, cubiertos con sombreros semejantes a cascos, oscilaban pesadamente, rígidos y voluminosos bajo sus encauchados relucientes, semejantes a aventureros extrañamente equipados para alguna fabulosa aventura. Cada vez que el barco se levantaba fácilmente a alguna cima vertiginosa y glauca, los codos se ceñían a los flancos, los rostros se iluminaban, murmuraban los labios. «¿Qué, no lo ha hecho hábilmente?», en tanto que todas las cabezas, girando unánimemente, seguían con sonrisas burlonas la ola burlada huyendo bajo el viento, toda blanca de la espuma de un furor monstruoso. Pero cuando por falta de rapidez se dejaba sorprender y bajo el choque brutal se tendía tembloroso, empuñábamos las cuerdas y con los ojos levantados hacia las estrechas fajas de tela distendida y empapada que crujían desesperadamente sobre nosotros, pensábamos en nuestros corazones:
«No es sorprendente. ¡Pobre!».
El día que hacía los treinta y dos de nuestra salida de Bombay, comenzó bajo malos auspicios. Por la mañana, una ola destrozó una de las puertas de la cocina. Nos precipitamos a través de una nube de vapor y encontramos al cocinero completamente calado e indignadísimo contra el barco: «Todos los días empeora. Ahora trata de ahogarme delante de mi propia estufa». Estaba furioso. Lo apaciguamos, en tanto que el carpintero, no obstante haber sido barrido dos veces por las olas, lograba reparar la puerta. A consecuencia del accidente, nuestra comida no estuvo lista hasta muy tarde, cosa que, después de todo, importó poco, pues Knowles, que aquel día debía servirnos, fue derribado por una ola y la comida se escapó por la borda. El capitán Allistoun, más severo el rostro y más delgado el labio que nunca, se obstinaba en navegar con todas las gavias y el trinquete, negándose a ver que, a fuerza de exigirle demasiado, el barco parecía perder valor por primera vez desde que le conocíamos. Se negaba a elevarse y se abría de mala gana su camino a través de las olas. Dos veces seguidas, como si se hubiese quedado ciego o estuviese cansado de vivir, metió deliberadamente la proa en una enorme ola que barrió la cubierta de un extremo a otro. Como lo hizo observar el contramaestre con marcado tono de contrariedad, mientras chapoteábamos hundidos hasta la cintura tratando de salvar un mísero cubo de colada:
—Esta tarde, todas las condenadas cosas que hay en el barco habrán pasado por encima de la borda.
El venerable Singleton rompió su silencio habitual para decir, con los ojos levantados hacia el aparejo:
—El