Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
cerrado su puerta. Sabíamos que estaba seco y cómodamente en su pequeño camarote y esa seguridad, en nuestra absurda sinrazón, nos llenaba alternativamente de placer y exasperación. Donkin, esquivaba descaradamente el trabajo, inquieto y lamentable. Gruñía:
—Yo aquí fuera reventando de frío, con estos andrajos mojados, mientras ese condenado negro se está tan calentito sobre su cofre, con más ropa de la que necesita. ¡Maldita sea su estampa!
Nosotros no hacíamos caso de él; apenas si teníamos tiempo para dedicar un pensamiento a Jimmy y su íntima compañera. No podíamos perder tiempo en la ociosa tarea de sondear los corazones. El viento arrebataba las velas. La estiba cedía. Ateridos y calados, éramos arrastrados de un lado a otro de la cubierta mientras procurábamos reparar las averías. El barco, furiosamente sacudido, danzaba como un juguete en la mano de un loco. Justamente cuando el sol se ponía, tuvimos que precipitamos para reducir el velamen ante la amenaza de una nube siniestra, cargada de granizo. Brutalmente, como un puñetazo, se descargó la racha. El barco, aligerado a tiempo de trapo, la recibió valientemente, cediendo con lentitud a la violencia del asalto; luego, con un balanceo majestuoso e irresistible, se levantó de nuevo, recogiendo sus berlingas al viento entre los dientes de la ráfaga. La sombra de abismo de la nube negra vomitó entonces un torrente de granizo blanco que crepitó sobre el aparejo, rebotó a puñados desde lo alto de las vergas, acribilló la cubierta, redondo y opalino entre la tromba oscura como una lluvia de perlas. Pasó la nube. Por un momento, el lívido sol disparó horizontalmente los últimos rayos de una luz siniestra, entre las altas y móviles colmas de las olas. Luego se precipitó la noche salvaje, atropellando, borrando en un grito de furor aquel lúgubre resto de un día de tempestad.
Aquella noche no se durmió a bordo. La mayoría de los marinos recuerdan en el curso de sus vidas dos o tres noches semejantes de tormenta. El universo entero parece haber quedado reducido a tinieblas, clamor, furia y el barco. Semejante al último vestigio de una creación exterminada, el barco deriva, cargando las angustias de un puñado de humanidad culpable, a través del desastre, el tumulto y la agonía de un terror vengativo. Nadie durmió en el castillo de proa. La lámpara de hojalata, suspendida de una larga cuerda, describía amplios círculos de humo. Los vestidos mojados formaban montones oscuros sobre el piso reluciente; una delgada capa de agua se deslizaba de lado a lado. Sobre las literas, los hombres se hallaban tendidos, sin quitarse las botas, apoyados sobre el codo, con los ojos abiertos. Los impermeables colgados oscilaban, vivaces e inquietantes, como espectros temerarios de marinos decapitados danzando en la tormenta. Nadie hablaba, todos escuchaban. Fuera, la noche bramaba y sollozaba, acompañada de un redoblar continuo como de innumerables tambores lejanos. Gritos agudos desgarraban el aire. Bajo formidables choques sordos, temblaba el barco en tanto que las olas que se estrellaban sobre el puente lo abrumaban con su masa. A veces se levantaba con vivo ímpetu, como si fuese a abandonar la tierra para siempre; luego, durante instantes interminables, caía a través del vacío: todos los corazones cesaban de latir, hasta que un choque horrible, previsto y repentino, les devolvía su ritmo con un gran golpe. Después de cada dislocante sacudida del barco, Wamibo, tendido sobre el vientre, hundido el rostro en la almohada, exhalaba en una corta queja todo el tormento de este mundo. De vez en cuando, durante una fracción de intolerable segundo, el barco, en un desencadenamiento más feroz de la tormenta, permanecía sobre el flanco, vibrante e inmóvil, con una inmovilidad más temible que los más desmesurados de sus saltos. Entonces, pasaba un escalofrió, un estremecimiento de angustia, por todos aquellos cuerpos yacientes. Un hombre alargaba una cabeza ansiosa, un par de ojos brillaban en la luz móvil, vivos, resplandecientes de loco terror. Alguno avanzaba un poco las piernas, como para saltar al suelo. Pero muchos, inmóviles, tendidos de espaldas, con una mano fuertemente agarrada al borde de la litera, fumaban nerviosamente con rápidas bocanadas, puestos los ojos en el techo, inmovilizados en un inmenso deseo de paz.
A medianoche se dio orden de recoger la gavia pequeña y la sobremesana. Con inmensos esfuerzos trepamos a la arboladura, azotados por golpes implacables, salvamos la tela y descendimos extenuados para soportar en un silencio jadeante la flagelación cruel de las olas. Por primera vez quizá en la historia de la marina mercante, el cuarto de guardia relevado no abandonó la cubierta, retenido por la fascinación de una violencia que parecía alimentar un rencor envenenado A cada fuerte racha, los hombres, apretados unos con otros, murmuraban:
—No puede ventear más fuerte.
Y, al mismo instante, el huracán les gritaba desmintiéndolos con un clamor desgarrador y les retenía el jadeo en la garganta. De repente, una ráfaga furibunda pareció hendir la espesa masa de vapores de hollín y, más allá de las desgarradas nubes en fuga, pudo verse relampaguear la luna alta, precipitada hacia atrás a través del cielo con una velocidad aterradora, recta al ojo de los vientos. Muchos hombres bajaron la cabeza murmurando que «ver aquello les revolvía las entrañas». Pronto volvieron a cerrarse las nubes y de nuevo el mundo quedó reducido a una ciega y frenética tiniebla que aullaba escupiendo sobre el barco solitario granizo y cernidillo salados.
A eso de las siete y media la sombra de pez que nos envolvía palideció pasando al gris lívido y supimos que había salido el sol. El día insólito y amenazador que nos mostraba nuestros ojos azorados y nuestros rostros alterados, no hacía sino agregar peso a nuestro sufrimiento. El horizonte parecía haberse acercado por todas partes al alcance del barco. En aquel estrecho círculo, llegaban las olas furiosas, saltaban, golpeaban, huían, desaparecían inmediatamente. Una lluvia de pesadas gotas amargas volaba oblicua como una bruma. La gran gavia nos reclamaba, y todos, con una resignación estólida nos dispusimos a escalar una vez más la arboladura, pero los oficiales gritaron, rechazaron a los hombres y por fin comprendimos que no se dejarían subir a la verga más gavieros que los estrictamente indispensables para la faena. Como a cada instante los mástiles podían ser arrancados o arrastrados por encima de la borda, sacamos en conclusión que el capitán no quería perder de golpe toda su tripulación. Eso era razonable. El cuarto de servicio conducido por mister Creighton comenzó a trepar penosamente por el aparejo. El viento los aplastaba contra las cuerdas, luego, cediendo un poco, les permitía subir dos escalones, hasta que una más fuerte racha clavaba de arriba abajo de los obenques toda la fila trepadora, en actitudes de crucifixión. El otro cuarto se precipitó hacia el puente para ronzar la vela. Las cabezas humanas emergían a merced del agua irresistible que los arrojaba aquí y allá. En medio de nosotros mister Baker repartía estimulantes gruñidos, escupiendo y jadeando entre el cable enredado como una enérgica marsopla. A favor de una tregua fatídica y sospechosa, se terminó la faena sin que se perdiese un hombre ni de la verga ni de cubierta. Por un momento, la tempestad pareció ceder y el barco, como agradecido por nuestro esfuerzo, recobró el valor y luchó contra el temporal.
A las ocho, los hombres relevados, acechando el momento propicio, se lanzaron corriendo a través de la cubierta inundada en dirección al castillo de proa para tomar algún descanso. La otra mitad de la tripulación se quedó a popa para, a su vez, «acompañar al barco en su pena», como decían. Los dos oficiales trataron de convencer al capitán de que abandonase la toldilla y fuese a descansar un poco. Mister Baker le gruñía al oído:
—¡Hum!, seguramente ahora… ¡hum!… confianza en nosotros… no hay nada más que hacer… tendrá que aguantar o salir. ¡Hum! ¡Hum!
Desde lo alto de sus seis pies, el joven Creighton le sonreía de buen humor:
—El barco es sólido. Descanse una hora, sir .
La mirada de piedra de los dos ojos enrojecidos por el insomnio, se clavaba en ellos. Los bordes de sus párpados estaban escarlata y movía incesantemente la mandíbula con un esfuerzo lento, como si masticase goma. Sacudiendo la cabeza, repitió:
—No se preocupen por mí. Debo ver el fin.
Consintió, sin embargo, en sentarse un momento, con su faz dura inflexiblemente vuelta hacia el lado del viento. El mar lo abofeteaba, y sus aguas corrían por su rostro, simulando lágrimas que él hubiese llorado.
En la popa, a barlovento, el cuarto de guardia, aferrado a los obenques de mesana y sosteniéndose unos a otros, procuraban cambiar palabras de estímulo. Singleton gritó a plena voz desde el timón:
—¡Eh,