Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
Una enorme ola espumeante salía de la bruma; venía sobre nosotros rugiendo salvajemente, tan temible y desmoralizadora en el impulso con que se precipitaba como un loco con un hacha. Uno o dos marineros se arrojaron gritando sobre el aparejo; la mayoría, haciendo una aspiración convulsiva, se mantuvieron aferrados a sus puestos. Singleton hincó sus rodillas bajo la rueda y aflojó cuidadosamente el timón para aliviar al barco que cabeceaba a pico, pero sin apartar los ojos de la ola que llegaba. Vertiginosa, se irguió como un muro de cristal verde coronado de nieve. El barco se elevó de un vuelo y permaneció un momento sobre la cima espumosa, semejante a un gran pájaro marino. Antes de que hubiésemos podido recobrar la respiración, lo golpeó una pesada ráfaga, otro rompiente lo cogió traidoramente por debajo de la proa; el barco se acostó de golpe y el agua invadió la cubierta. De un salto, el capitán Allistoun se puso en pie, luego cayó; Archie rodó por encima gritando:
—¡Ya se endereza!
Un segundo bandazo a sotavento lo alcanzó; los acolladores bajos se hundieron más aún; los pies de los hombres Saquearon y los marineros quedaron suspendidos, rodando, encima de la toldilla inclinada. Pudieron ver cómo hundía el barco su flanco en el agua y clamaron unánimemente:
—¡Se hunde!
En la proa, las puertas del castillo se abrieron violentamente y los hombres que descansaban se precipitaron uno tras otro, con los brazos al aire, para caer en seguida sobre las manos y las rodillas y arrastrarse a cuatro patas hacia la popa, a lo largo de la cubierta, más inclinada que el techo de una casa. Las olas se levantaban persiguiéndolos; ellos huían, vencidos por aquella lucha sin misericordia, como ratas ante una inundación; a fuerza de puños treparon uno tras otro por la escala de popa que emergía, semidesnudos, con las pupilas dilatadas, y, apenas llegados a lo alto, se deslizaron en masa bajo el viento, cerrados los ojos, hasta detenerse al choque brutal de sus flancos contra los puntales de hierro de la batayola; luego, gimiendo, rodaron en una masa confusa.
El inmenso volumen de agua proyectado hacia la proa por la última sacudida del barco, había hundido la puerta del castillo. Los marineros vieron salir y flotar sobre el mar sus cofres, sus almohadas, sus mantas y sus pobres ropas. Al mismo tiempo que se esforzaban por trepar de nuevo a barlovento, miraban desolados el desastre. Los colchones flotaban alto, las mantas extendidas ondulaban, en tanto que los cofres, casi llenos, rodaban pesadamente dando fuertes bandazos antes de hundirse, semejantes a cascos desmantelados; el grueso capote de Archie pasó con los brazos en cruz como un marinero ahogado que tuviese la cabeza bajo el agua. Los hombres se deslizaban, procurando agarrarse con las uñas a los intersticios del maderamen; otros, amontonados en los rincones, hacían girar sus ojos dilatados. Todos aullaban sin parar:
—¡Los mástiles! ¡Cortad! ¡Cortad!
Una negra turbonada rugía en el cielo bajo, encima del barco tendido sobre el flanco, con las puntas de las vergas de babor dirigidas hacia las nubes, en tanto que los grandes palos, inclinados casi paralelamente al horizonte, parecían haber adquirido una longitud desmesurada.
El carpintero se soltó, rodó contra la claraboya y comenzó a arrastrarse hacia la entrada de la camareta, en donde se guardaba un hacha grande destinada precisamente para tales casos. En aquel momento los escofines cedieron, el cabo de la pesada cadena rechinó en lo alto y, mezcladas al vuelo del cernidillo, descendieron rojas chispas de fuego. La vela crujió en una sacudida que pareció arrancamos el corazón a través de los dientes apretados y se convirtió instantáneamente en un manojo de estrechos cintajos flotantes que, mezclados, anudados, pronto cayeron inertes a lo largo de la verga.
Con un esfuerzo logró erguirse el capitán, con el rostro contra el puente sobre el que pendían los hombres, balanceados al extremo de las cuerdas como ladrones de nidos en el muro de un acantilado. Uno de los pies del capitán se apoyaba sobre el pecho de un marinero; en su rostro purpúreo se estremecían sus labios. También él gritaba, doblado en dos:
—¡No! ¡No!
Mister Baker, con una pierna sobre la bitácora, rugió:
—¿Ha dicho usted que no? ¿Que no corten?
El otro sacudió la cabeza frenéticamente.
—¡No! ¡No!
El carpintero, que se arrastraba entre sus piernas, lo oyó, se dejó caer de pronto contra el suelo y permaneció inmóvil junto a la claraboya. Algunas voces repitieron la prohibición:
—¡No! ¡No!
Luego, todo volvió a quedar en silencio. Esperaban que el barco volcase por completo y los arrojase al mar y, entre el terrífico rumor de las olas y los vientos, ni un solo murmullo de reconvención se escapó de aquellos hombres que hubiesen dado muchos años de su vida por ver a «esos condenados palos saltar por encima de la borda». Todos sentían que su única probabilidad de salvación residía allí; pero un hombrecillo de rostro duro sacudía su cabeza gris y gritaba: «¡No!», sin lanzarles siquiera la limosna de una mirada. Mudos, jadearon. Agarraron las barras de apoyo, se anudaron trozos de cuerda bajo las axilas, apretaron los cáncamos, se arrastraron amontonados hacia los lugares en que podían apoyar los pies; se aferraron a barlovento con los dos brazos, con los codos, con el mentón, casi con los dientes; algunos, incapaces de retirarse con bastante rapidez de los rincones a que habían sido arrojados, sentían hincharse el mar mientras trepaban y azotarles las espaldas. Singleton no había soltado el timón. Sus cabellos volaban al viento; la tempestad parecía agarrar por la barba a su viejo adversario y torcerle la blanca cabeza. No soltaba el timón y, con las rodillas afianzadas entre las cabillas de la rueda, volaba de arriba abajo como un hombre en una rama. Como la muerte no parecía dispuesta, los hombres volvieron a mirar en torno. Donkin, cogido por un pie en el nudo de un cable, colgaba con la cabeza hacia abajo debajo de nosotros y gritaba con el rostro a ras del suelo:
—¡Cortad! ¡Cortad los mástiles!
Dos hombres se dejaron deslizar cuidadosamente hasta él y otros tiraron del cable. Lo agarraron, lo encaramaron en lugar más seguro, lo sostuvieron en tanto que él injuriaba al patrón, mostrándole el puño con horribles blasfemias, conjurándonos con palabras abyectas:
—¡Cortad! No hagáis caso de ese idiota asesino. Cortad, alguno de vosotros.
Uno de sus salvadores le dio un revés en plena boca; su cabeza chocó contra el suelo y súbitamente quedó tranquilo, lívidas las mejillas; su boca, cuyo labio hendido mostraba algunas gotas de sangre, jadeaba sin ruido. A sotavento, otro hombre yacía abatido; sólo el empalletado le impedía caer. Era el steward . Tuvimos que atarlo como un fardo, pues el espanto lo paralizaba. Al sentir que el barco se inclinaba, había subido precipitadamente de la despensa y había caído desdichadamente, con una taza de porcelana en su mano crispada. La taza no se había roto. Se la quitaron con trabajo, y al verla en nuestras manos preguntó con voz temblorosa:
—¿En dónde la habéis encontrado?
Su camisa colgaba en jirones, las mangas hendidas se agitaban como alas. Dos hombres lo ataron y su cuerpo, plegado en dos por las cuerdas que lo sujetaban, parecía un paquete de andrajos húmedos. Mister Baker se arrastró a lo largo de la fila de hombres, preguntando:
—¿Están todos?
E iba examinando a cada cual. Algunos movían los párpados sobre sus ojos atónitos, otros tiritaban convulsivamente. La cabeza de Wamibo caía sobre su pecho, y, en actitudes dolorosas, cortados por las amarras, se extenuaban todos en el esfuerzo para no soltarse, jadeando pesadamente. Sus labios crispados se dilataban como para gritar a cada horrible sacudida del barco volcado. El cocinero, abrazado a un puntal de madera, repetía inconscientemente una oración. En los breves intervalos del tumulto demoníaco que nos rodeaba, podía oírsele, despojado de gorra y chancletas, implorando en medio del huracán al Señor de nuestras vidas que no le dejase caer en tentación. También él calló pronto. De aquella tropa de hombres ateridos y hambrientos que esperaban cansadamente una muerte violenta, ni una voz se elevaba; mudos, pensativos y ceñudos, escuchaban llenos de horror la imprecación del huracán.
Pasaron las horas.