Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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Jamás olvidaré sus gentilezas ni la paciencia con que me atendió desde que tuve el honor de conocerlo.”

      Meyer atravesó el vestíbulo y se acordó de los rostros intensos de sus compañeros y la voz solemne de sus profesores. Nemo auditur propriam turpitudinem allegans, había dicho Ulpiano; la validez de una norma jurídica deriva de otra norma jurídica, había dicho Kelsen. Al llegar al portón observó los vitrales y los bustos de mármol y se dio cuenta de que el profesor Schünzel lo había dejado salir de su oficina sin ofrecerle ayuda de ninguna clase, un préstamo, una beca, lo que fuera, y que a partir de esa mañana se vería obligado a enfrentarse a todo sin auxilio de nadie.

      ¿Lo de siempre? dijo Helmut. Lo de siempre, respondió Meyer, y se dirigió al fondo del Tannhäuser, un restorán pequeño y abarrotado donde solía hacer una comida ligera antes de volver a la facultad para asistir a las cátedras vespertinas. El mesero le llevó un plato de jamón y queso y una taza de café y Meyer se quedó leyendo la sección deportiva del Morgenpost hasta las diez y media, cuando pasó a la caja registradora para pagar la cuenta, despedirse de Helmut y ofrecerle sus condolencias por la derrota bochornosa que el Stuttgart había sufrido en la cancha del Bayern Múnich.

      Estaba haciendo más frío que el día anterior, pero la Unter den Linden se veía llena de urgencia y actividad y la mayor parte de los berlineses parecían tener una idea precisa del lugar al que se dirigían. Meyer se puso a caminar al filo de los aparadores, dejó atrás las arboledas del Tiergarten y bajó por la escalera de piedra que llevaba al Oberbaumbrücke, donde se quedó mirando las aguas tersas del Spree. Era el mismo paraje lleno de tulipanes y bancas de piedra donde solía esconderse para huir de la realidad y admirar la valentía de los infelices que se habían arrojado al río para olvidar en el más allá los conflictos que no habían podido resolver en este mundo.

      El Oberbaumbrücke había terminado por convertirse en un refugio secreto donde podía ver con una claridad absoluta las cosas que estaban ocurriendo a su alrededor y que a menudo su ocultaban en la nebulosa de sus conflictos emocionales. Había sido ahí, dos meses antes, donde descubrió que el país estaba caminando por el filo de un precipicio y que las declaraciones de los ministros y los discursos enardecidos del Führer no podían tener más desenlace que una guerra devastadora que acabaría por destruir las fronteras de Europa y las vidas de los alemanes.

      Fue ahí también donde terminó por aceptar que sus fracasos de los últimos meses tenían un origen secreto y una razón de ser. Lo habían rechazado en forma sistemática en todos los lugares a donde se acercó para pedir trabajo: bufetes, bancos, aseguradoras, editoriales, unas veces porque no tenía experiencia, otras veces porque no tenían vacantes.

      El país estaba empezando a vivir bajo el yugo de “la obsesión militar de los alemanes”, como había dicho uno de sus profesores, y la actividad económica se había ido estrechando a medida que se endurecían las políticas de austeridad del régimen hitleriano, que todos los días le arrancaba un trozo de carne a la sociedad civil para arrojarla a las fauces insaciables de la maquinaria de la guerra.

      Había analizado el problema con el padre Kroll, el confesor de su madre, que se limitó a darle una palmada en el hombro y a decirle que ya vendrían tiempos mejores. Había buscado inspiración en las biografías tormentosas de sus filósofos de cabecera y lo había debatido con su padre, al que visitó en varias ocasiones en el rincón que ocupaba en el cementerio de Dorotheenstadt, donde le dijo que lo más sabio era volver al punto de origen y dejar el resto en manos de la Divina Providencia.

      El punto de origen, por desgracia, no se encontraba en las esferas luminosas del alma y el espíritu, sino en un edificio sombrío que se hallaba emplazado en el número 555 de la Werderscher Markt y había terminado por convertirse en uno de los lugares más ignominiosos de Berlín. Meyer lo visitó a menudo cuando era niño y no había olvidado la atmósfera lúgubre de la conserjería ni los pasillos olorosos a desinfectante y madera vieja que en las mañanas se llenaban de policías endurecidos y en las noches se veían inundados por una legión de ciudadanos inermes.

      Meyer había leído referencias aisladas en los panfletos de la izquierda clandestina antes de escuchar de labios de sus compañeros las salvajadas que se cometían a diario en el edificio de la Policía Criminal de Alemania, la Kripo, un organismo fundado en los albores de la República de Weimar y que fue acumulando influencia y poder hasta convertirse en el terror de la delincuencia nacional y la pluma de vomitar de la gente honorable.

      No había un lugar en toda la ciudad donde los métodos encarnizados de la Kripo fueran vistos con más indignación que en la Facultad de Derecho y durante los tres años que pasó en sus aulas venerables vivió dominado por el pavor de que alguien fuera a descubrir que el padre de Bruno Meyer había sido un detective distinguido en una de las dependencias policiales más aborrecidas del país.

      Los primeros días no se atrevió a entrar. Abandonaba el tranvía en el mercado de la Browningstrasse, tomaba una cerveza en una taberna solitaria y luego se dedicaba a recorrer los puestos de legumbres y las mesas cubiertas de hielo y pescado fresco donde los vendedores y los compradores alternaban con una normalidad total, como si ninguno de ellos supiera que estaban viviendo en la víspera del fin del mundo.

      Los vértigos del mercado le permitían olvidar sus agobios durante unos minutos y luego volvía a la calle y se dirigía con lentitud al edificio ominoso de la Kripo con la sensación de que todos sus compañeros lo estaban observando. Se tardó un par de días en descubrir que el edificio tenía dos entradas, una por la Werderscher Markt y la otra por la Bülowstrasse, que era larga y estrecha y estaba llena de casas de dos pisos y azoteas inundadas de ropa tendida.

      La primera entrada tenía una escalinata de diez peldaños y dos columnas de piedra. La segunda entrada era amplia y oscura y se perdía en un laberinto de techos de ladrillo y un patio en forma de media luna atestado de automóviles negros. Años antes, en un golpe de astucia que asombró al país, el Reichsführer Heinrich Himmler había logrado que la Kripo y la Gestapo (la policía política del régimen) se fusionaran con las SS, las escuadras de defensa del Partido Nacionalsocialista, un cuerpo que había surgido para proteger al jefe del Estado y acabó por convertirse en un mastodonte de tres cabezas que tenía derecho a efectuar detenciones sin orden judicial, a intervenir los teléfonos y someter a las peores vejaciones a los disidentes, los comunistas y los judíos, que empezaron a batirse en retirada bajo los decretos de segregación que fueron proliferando como hongos venenosos desde la mañana en que Hitler hizo pública su decisión irrevocable de purgar a la sociedad alemana de elementos indeseables.

      Fue la primera vez en la historia de la familia Meyer en que su padre se atrevió a criticar en la intimidad las políticas draconianas del régimen. Es una tragedia, les había dicho, la Kripo es la única institución que los ciudadanos siguen viendo con respeto y a partir de la semana entrante nos habremos convertido en otro tentáculo del hijo de puta que nos está gobernando.

      Meyer abandonó el tranvía en la última esquina de la Browningstrasse, pasó frente al mercado y entró al edificio de la Policía Criminal de Alemania. Iba de abrigo y bufanda y llevaba en la mano derecha su portafolios con un ejemplar de la Teoría general del Estado de Hans Kelsen y una libreta plagada con las anotaciones que había tomado durante la última lección de Derecho romano que recibió en su vida.

      El vestíbulo estaba lleno de detectives vestidos de civil: hombres altos, corpulentos, taciturnos: la viva imagen de su padre. Había dos hileras de bancas negras y un abanico de pasillos en los que parecía haberse concentrado la actividad del edificio: un mundo de agentes y secretarias que iban de un lado a otro con los brazos llenos de papeles y un ejército de mozos que tenían el aire ausente de los hombres que han perdido la noción de la realidad.

      El tercer piso se encontraba desierto: corredores interminables, puertas cerradas, lámparas de cobre.

      “¿Asunto?”

      “Vengo a solicitar trabajo.”

      “Su nombre, por favor.”

      “Bruno Meyer.”

      La mujer, que no podía tener menos de sesenta años, le pidió que llenara un


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