Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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—dijo Ernst Kruger, el jefe de personal— que un muchacho como tú venga a solicitar empleo en la Kripo. Veinte años, alumno de la Facultad de Derecho. Para empezar, digo yo, deberías estar en el ejército. ¿Sabes lo que les dije a los idiotas que entraron a verme antes que tú?”

      Meyer los había observado mientras aguardaba su turno. Ocho náufragos de la clase media arrinconada y una multitud de trabajos improductivos que terminaron por darles el aire de resentimiento que había visto en los rostros de los obreros y los vagabundos que se arrastraban por las calles populosas de Charlottenburg. Le bastó una hora de convivencia forzada para descifrarlos: el más joven no había terminado la instrucción primaria, el más viejo vivía de la caridad de su familia y había ido a pedir el trabajo con la secreta esperanza de que lo mandaran al diablo.

      El jefe de personal lo miró con frialdad.

      “Les dije que la Kripo no era el basurero municipal y que buscaran trabajo en las fábricas de los señores Krupp o los señores Siemens, que están cada vez más urgidos de mano de obra barata para seguir fabricando submarinos y cañones. ¿Qué opinas de la unificación de Austria y Alemania?”

      Meyer pensó que a partir de ese momento tendría que manejarse con una cautela infinita.

      “Lo mismo que usted” respondió.

      Teniente Ernst Kruger —Jefe de Personal, decía la placa de latón que se encontraba en el escritorio: un hombre calvo y obeso rodeado de archivos de metal y fotografías de juventud.

      “Tercer año de derecho. Dos años más y te hubieran dado la toga y el birrete. ¿Te corrieron de la puta escuela?”

      “No.”

      “¿Entonces?”

      “Dejé las aulas para buscar trabajo. Necesito un ingreso para mantener a mi familia.”

      “En este país la gente ha empezado a cometer el error de casarse antes de tiempo. Supongo que es el miedo a la guerra y a la muerte. ¿Tienes que mantener a tu esposa y a tus hijos?”

      “A mi madre y a mis hermanos.”

      “¿Y tu padre? No me digas. Los abandonó. Se cansó de representar la comedia de marido sumiso y padre abnegado y les dio con la puerta en la nariz. He visto muchos casos. Obedecen a lo que acabo de decirte. El miedo a la guerra y a la muerte. No tengo nada que ofrecerte. La Kripo está sobrada de personal y cada día estamos más bajos de fondos.”

      “Mi padre murió hace dos años —dijo Meyer— y el dinero de su pensión no alcanza para cubrir los gastos de la familia.”

      “Un hombre joven, sin duda. ¿De qué murió?”

      “Le dieron dos tiros mientras cumplía con su deber en una bodega de Wedding.”

      Los ojos de Kruger se llenaron de curiosidad.

      “¿Velador?”

      “Policía.”

      “¿Orpo?”

      “Kripo.”

      Kruger se inclinó sobre el escritorio y volvió a leer la solicitud de trabajo.

      “No es posible. Pensé que era una coincidencia. ¿Eres hijo de Ludwig?”

      Meyer asintió con los ojos.

      “Ludwig Meyer, nada menos. ¿Por qué no me lo dijiste desde el principio? Tu padre y yo entramos a la institución en la misma época. Un hombre excepcional. Detective de detectives. Fue un honor haber sido su amigo. Lamento que hayas tenido que abandonar la Facultad de Derecho, estoy seguro de que hubieras sido un abogado formidable, pero la Kripo no es un mal lugar para un intelectual como tú.”

      Kruger se levantó para darle un abrazo.

      “No tengo vacantes. Pero si vienes mañana alrededor de las nueve te voy a acomodar en el mejor sitio que encuentre. El hijo de Ludwig Meyer, lo que es la vida. Te garantizo que te vas a sentir como en tu propia casa. Que diga el mundo lo que le dé la gana. Pero la Kripo, Bruno, es como una segunda familia para nosotros. Lo vas a descubrir antes de lo que imaginas.”

      Su madre, que se enteró esa noche, se puso furiosa. Estaban cenando y la casa se hallaba sumida en un silencio extraño, porque sus hermanos se habían ido a Düsseldorf a participar en un festival de las Juventudes Hitlerianas. Todos los meses había una ceremonia o una asamblea para fervorizar a los cachorros del régimen y ponerlos en condiciones de servir al país bajo la tutela del Hombre que Había Llegado para Salvar a Alemania.

      Los síntomas de la erosión moral podían verse en todas partes: la sala, donde había un retrato del Führer a un lado de la chimenea, el comedor y el pasillo de la planta baja, que se habían llenado de suásticas y efigies de los héroes del partido, Himmler, Goebbels, Goering, una galería de hombres insondables que velaban de modo permanente por el bienestar de la familia Meyer.

      La nazificación de la casa empezó veinticuatro horas después de que enterraron a su padre. Los últimos tiempos habían transcurrido en medio de controversias incesantes y gritos de cólera. Su madre y sus hermanos iniciaron la ofensiva el día que llevaron un retrato de Hitler y lo colgaron en la sala sin pedir la autorización del jefe de la familia. Ludwig Meyer se tardó más en descubrir el retrato que en romperlo y arrojarlo a la basura. Mientras yo viva, dijo, esta familia se mantiene al margen de todas las infamias.

      Walther, que era veinte minutos mayor que Alex, alegó que la mayoría de sus compañeros del liceo pertenecían a las Juventudes Hitlerianas y que era una vergüenza que un detective de la Kripo se negara a aceptar el liderazgo político y espiritual del jefe del país. La frase era del doctor Goebbels, ministro de Propaganda y portavoz cotidiano de los mensajes del Führer, que repetía con una pasión desbordada en la radio, los periódicos y las concentraciones que el partido organizaba con una frecuencia creciente en el escenario fastuoso del Sportpalast.

      Su madre lo apoyó de inmediato, lo mismo que Alex, el gemelo menor, y durante los siguientes meses se vivió en una atmósfera de discordia que terminó la noche en que dos agentes de la Kripo se presentaron para informarles que su padre había muerto en una redada en las afueras de la ciudad. Meyer recordaba con nitidez el aroma opresivo de la capilla ardiente, que se había poblado de rostros compungidos y policías indignados, la oración fúnebre del padre Kroll, las paletadas de tierra y hielo en un rincón del cementerio, las semanas de luto riguroso y la rapidez con que su madre y los gemelos se libraron del tirano que les había impedido sumarse a los ejércitos del progreso.

      Los gemelos se enrolaron en las Juventudes Hitlerianas, su madre se alistó en una de las secciones más fogosas de las Madres Alemanas, y la sala y el comedor se llenaron de objetos de culto y símbolos de guerra. En las tardes, mientras estudiaba en su cuarto, la casa disfrutaba unas horas de tregua provisional y volvía a ponerse en movimiento a la hora de la cena, cuando bajaba a la cocina y se enteraba de que el Führer era el único alemán que tenía el valor necesario para detener el avance arrollador del comunismo, desarticular la conspiración judía y poner de rodillas a las potencias europeas que habían arruinado a Alemania con el Tratado de Versalles.

      Las primeras épocas se animó a polemizar y gritar, pero la vehemencia de los gemelos y el fanatismo de su madre, que había olvidado los versículos del Evangelio para concentrarse en los párrafos encendidos de Mein Kampf, lo persuadieron de que lo más sensato era mantenerse fiel a su propósito de terminar la carrera e ingresar a un bufete de litigantes acreditados.

      “¿Estás loco? —dijo Vera Meyer— Es un despropósito y no lo voy a tolerar. Hay un millón de lugares donde un abogado como tú puede encontrar trabajo sin necesidad de repetir los errores de su padre.”

      “No soy abogado, soy estudiante de derecho. Y Berlín tiene menos vacantes de las que supones.”

      “¿Sabes por qué se fue a la mierda mi relación con tu padre? Por culpa de la Kripo. Hay muchas cosas que podría decirte y prefiero mantener ocultas. Los vivos con los vivos y los muertos con los muertos. Mañana mismo hablo con la señora Fürst y le pido que te ayude a conseguir un


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