Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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cinco años antes en una de las calles más populosas de Schöneberg.

      Meyer firmó el reporte, rotuló un sobre y lo llevó a la guardia de agentes, que estaba llena de humo y escritorios de fierro y hombres atareados. Algunos de ellos estaban hablando por teléfono, otros, que se habían quitado el saco y llevaban la camisa arremangada, se habían hundido en la lectura de un expediente o estaban hojeando las páginas del Morgenpost, el Angriff o el Tageblatt, los diarios más leídos de Alemania.

      “Buenos días. Necesito entregarle un reporte al capitán Hugo Ritter.”

      La secretaria, que estaba escribiendo a máquina, lo miró de reojo.

      “El capitán Ritter salió hace un rato. Anote su nombre y la hora y deje el sobre en la bandeja.”

      ¿Dónde estaba el escritorio que había ocupado su padre? ¿Quiénes habían sido sus amigos, quiénes iban con él la noche que lo mataron? La Kripo, Bruno, le había dicho el teniente Kruger, es una segunda familia para nosotros, pero la gelidez del ambiente y el tono impersonal del trabajo le hicieron pensar que no había visto jamás un lugar que se encontrara tan alejado de la idea de la fraternidad humana.

      Pasó el resto del día sumergido en los expedientes que había empezado a leer la tarde anterior. Un fraude cuyo responsable se esfumó sin dejar rastro. Un secuestro en las inmediaciones del Tiergarten, un atraco en una sucursal del Standardbank que había dejado un saldo de tres muertos y dos heridos y un boquete de ochenta mil marcos que se desvanecieron como una nube de humo antes de que una brigada de orpos hubiera llegado para tomar nota del incidente.

      A la hora de la comida se dirigió al departamento administrativo, cobró su primera quincena y pensó que su padre se hubiera sentido orgulloso de los sacrificios que estaba haciendo para enfrentar las necesidades de la familia. Había terminado por acostumbrarse a las imágenes de violencia que poblaban los expedientes, pero no logró vencer la repulsión que le causaban las fotografías de las autopsias, donde los médicos forenses habían destazado los cadáveres con una saña que dejaba muy atrás la ferocidad de los homicidas más encarnizados.

      Esa tarde, mientras iba de pasillo en pasillo buscando casos promisorios, se acordó de las aulas bulliciosas de la Facultad de Derecho y sintió un flechazo de nostalgia como no había experimentado desde la mañana en que se despidió del profesor Schünzel con la certeza de que acababa de cerrar una puerta que no volvería a abrir por el resto de sus días.

      Ya estaba por salir del archivo cuando oyó el ruido del elevador. No llevaba menos de tres semanas encerrado en el sótano y no había recibido ninguna visita, salvo la del mozo que solía llegar al atardecer para llevarse los expedientes descartados y someterlo a una perorata desagradable sobre el costo de la vida y las migajas que le pagaba la Kripo.

      Por un instante pensó que el teniente Kruger había bajado a saludarlo, pero unos segundos después oyó unos pasos resonantes que iban avanzando como una aplanadora por el pasillo central.

      “¡Bruno! ¿Dónde coños estás?”

      Meyer cerró los cajones del escritorio y se levantó para recibir al visitante: un hombre alto, canoso y fornido que tenía la apariencia invulnerable de una roca.

      “Bruno, por el amor de Dios. ¿No te acuerdas de mí? Soy Hugo Ritter.”

      Durante unos segundos no acertó a decir una palabra. Ritter, que lo estaba mirando con una expresión risueña, se acercó para darle un abrazo y una palmada en la mejilla.

      “Disculpe —dijo Meyer— pero no recuerdo haberlo visto nunca. Hoy en la mañana le llevé un reporte. ¿Lo leyó?”

      Ritter observó con desdén las lámparas de cobre y las paredes cubiertas de salitre y volvió a abrazarlo de una forma tan vigorosa que Meyer sintió que le iba a romper las costillas.

      “No puedo creerlo. ¿Cómo llegaste aquí?”

      “Es una historia muy larga…”

      Ritter lo llevó al elevador.

      “Estoy de acuerdo. Es una historia tan larga que no vamos a dejar de hablar durante los siguientes veinte años.”

      Era demasiado tarde para comer y demasiado temprano para cenar y el Castillo Bávaro estaba casi desierto, pero Ritter animó el restorán con las órdenes y las carcajadas que fue soltando para azuzar a los meseros y remontarse a la época lejana en la que Ludwig Meyer y Hugo Ritter se convirtieron en los mejores amigos del mundo.

      “Salud, Bruno, y olvídate del archivo. A partir de hoy te vas a convertir en mi asistente. ¿Cómo fuiste a parar a ese agujero de mierda en lugar de buscarme desde el primer día?”

      Meyer tomó un sorbo de schnapps.

      “No lo busqué, señor, porque mi padre no me hablaba de su trabajo ni las personas que frecuentaba.”

      “El día del funeral te dije que había sido el mejor amigo de tu padre y que podías contar conmigo en todo momento.”

      “No me acuerdo, disculpe. Había mucha gente y estaba desolado.”

      “Yo también. Ludwig era un detective formidable y el único amigo que tuve en la vida. Nos conocimos en los cuarteles de Rostock y luego combatimos juntos en Verdún y regresamos hechos pedazos para enfrentarnos a un país devastado por la derrota y los costos de la guerra.”

      Ritter lo miró a los ojos.

      “¿Sabes por qué estamos aquí? Estamos aquí, Bruno, porque una madrugada de 1916 la artillería francesa empezó a golpearnos con tanta violencia que la sexta compañía bajo el mando del coronel August von Halter salió despavorida y buscó refugio en los sitios más absurdos: sótanos, establos, casas deshabitadas. Tu padre y yo nos escondimos en la trastienda de una farmacia derruida hasta que llegó una patrulla de franchutes y empezaron a registrar el lugar con linternas y bayonetas caladas.”

      Ritter hizo una pausa.

      “Nos descubrió un sargento rubio, delgado, jamás lo olvidaré. Nos apuntó sin mayor averiguación y soltó una ráfaga de ametralladora. Tu padre apareció de pronto en el fondo de la farmacia, le dio un tiro en la cabeza y me llevó en vilo a una calle desierta, abrió a patadas una puerta de fierro y me arrojó sobre una cama revuelta. Volvió a la farmacia, buscó una botella de alcohol, vendas y algodón y regresó para atender el balazo que me habían dado en el hombro. Mira.”

      Ritter se abrió la camisa y le enseñó un costurón de diez centímetros.

      “Por eso estamos aquí, Bruno, por los huevos inmensos de tu padre y su espíritu de guerrero teutón. Esa noche nos hicimos hermanos y no volvimos a separarnos hasta que una banda de mafiosos nos acorraló en una bodega de Wedding y nos dieron otra dosis de la medicina que los franceses nos habían dado en Verdún. Hice lo imposible, te lo juro, pero cuando me acerqué al lugar donde había caído tu padre ya era demasiado tarde y no pude corresponder a lo que hizo por mí veinte años antes.”

      Ritter ordenó la cena y una botella de vino.

      “Hace un rato, cuando te vi, me acordé de todo y descubrí que la vida me había dado una segunda oportunidad para encontrarme con Ludwig Meyer. ¿Sabes quién te llevó a la Kripo?”

      “La mala suerte.”

      “No —dijo Ritter— El destino.”

      Ritter pidió un postre de frambuesas bañadas en crema de vainilla y observó con indiferencia a la clientela del Castillo Bávaro.

      “El reporte que me llevaste a la guardia de agentes está lleno de observaciones acertadas. Lo malo, mi viejo, es que ya pasaron muchos años y es imposible seguir trabajando en las indagaciones muertas sin correr el riesgo de descuidar las indagaciones vivas. Sería un derroche de tiempo y recursos que de ninguna manera nos podemos permitir. ¿Cómo entraste a la Kripo?”

      Meyer le contó lo que había sucedido desde la mañana en que se vio forzado a abandonar la Facultad de Derecho.

      “Fui al edificio


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