El último de la fiesta. Dioni Arroyo
que sobresalía por la camisa y que sonreía con las mejillas coloradas—. Vinieron los agricultores vociferando y tuvimos que largarnos para que no nos cazaran, ¡y los dejamos con un palmo de narices!
Todos rieron al unísono, aunque nadie quiso recordar que la idea había partido precisamente de Marco, que había visto en un documental la construcción de una presa. Buscaron piedras y ladrillos que colocaron en un punto de la acequia, para impedir que el agua pasase y se desbordara en ese lugar, inundando el pinar. Luego se pusieron a buscar renacuajos y ranas que vivían allí y que sin agua se mostraban tan torpes que los atraparon a placer. Aquello fue divertido; pero entonces eran muy críos, y ahora ya tenían otra edad, la de fumar y la de llamar la atención de las chicas, era lo que tocaba.
—Sí, fue la leche, nos piramos justo cuando se acercaban y les tocó a ellos solitos levantar todas las piedras. ¡Menuda panda de pringaos! —exclamó otro entre aspavientos y evitando toser a duras penas.
—¡No podían con el culo de tantas patatas como comen! —sentenció Luis, sin querer reconocer que en su casa aquel era el alimento diario.
—Tíos, he oído un chiste que es la leche, ¡escuchad! —exclamó Tomé de repente y todos le rodearon con interés y en un silencio que denotaba sumisión—. Dicen que han encontrado una cura definitiva contra el cáncer que jode a los padres. ¿Sabéis cuál es? ¡Venga, estrujaos la mollera, pensad un poco! —El grupo negó con la cabeza y siguieron prestándole atención—. ¡Pues matar a todos los padres! —Entonces estalló en una risa hilarante que terminó con carraspera y con varios escupitajos.
Cuando se terminaron los cigarros, contaron varios chistes verdes con los rumores de las alumnas más populares, y se fueron desperdigando por el pinar. A algunos les sonaban las tripas, lo que provocaba la burla del resto, siempre esperando una oportunidad para pitorrearse. Marco y Luis buscaban piñas para patearlas como si fuesen balones, y siguieron la ruta de la acequia, que desembocaba en un enorme pilón del tamaño de una piscina en el que había unas compuertas con esclusas para regular el nivel del agua. A lo lejos, se veían los edificios altos de la ciudad, con esa característica capa grisácea que la sepultaba, por la polución de los coches y de las fábricas. A ambos les recordaba a la silueta de un brócoli, y siempre era un motivo de sorna comentar a los demás que vivían en una ciudad-brócoli.
—Creo que me he tragado el humo del cigarro varias veces y me he mareado un huevo. —Marco tenía el gesto serio y un sudor frío recorría su frente—. Luis, no se lo digas a los demás, no me gusta fumar... ¡Lo odio con todas mis fuerzas!
—A mí tampoco me gusta, pero ni de coña se lo diría a Tomé y a los otros. Retén el humo en la boca como hago yo y luego lo expulsas con tranquilidad, pero no te lo tragues porque es asqueroso y luego la cabeza te da vueltas como en un tiovivo.
—Eso es lo que intento —dijo suspirando con melancolía, al mismo tiempo que sentía arcadas—. Jope, encima me huele el aliento y mi madre me va a pillar.
—Oye, Marco —cambió su amigo de tema de forma abrupta—, ¿por qué andabas tan despistado a la salida? ¿No estarías buscando a esa, verdad?
—¡No! ¡Claro que no! ¿Por quién me tomas? He coincidido con ella alguna vez por casualidad pero no me interesa lo más mínimo y nunca hemos hablado. —Se hizo el silencio. Sus palabras habían sentenciado la conversación, y ambos, satisfechos, se concentraron en el sonido del agua que corría veloz por la acequia, inundada de algas—. ¿Serán estas las algas que nos dan como verduras para comer?
—¡Qué asco, tío! Espero que no, tonto. ¿Cómo nos van a dar de comer estas cosas? Oye, nos estamos alejando mucho, volvamos.
—Vale, adelántate, que ahora voy yo. —Marco se hizo el interesante con la mirada huidiza, sin ganas de echar a correr.
—Como quieras, pero si estás a punto de potar, no metas la gamba y lo haces aquí, bien lejos para que no te vean. ¡Y no te retrases!
Luis se marchó confundido en dirección al grupo que, a lo lejos, entre los pinos, se habían vuelto a congregar. Marco tragó saliva y se sentó en el pilón; el mareo no había pasado y su cabeza seguía dando vueltas. Era lo que necesitaba, unos minutos de concentración y silencio para recuperar la normalidad. Su corazón latía a mil por hora, y se imaginó que tenía en su pecho a un grupo de rock duro aporreando la batería con un rimo frenético, y su barriga le confirmó lo revuelto que se sentía. Intentó focalizar la atención en un punto del pinar para no desviar la mirada y que el mareo se fuese marchando, al tiempo que sentía arcadas ascendiendo por la garganta. De repente escuchó un ruido, como si fueran pasos que retumbaban en la tierra, y del susto casi se cae al agua. Se volvió y tuvo que ponerse de pie ante lo que se le venía encima.
A tan solo unos cien metros, un caballo que había aparecido de la nada, movía sus crines galopando hacia él, desbocado, sorteando los pinos a su paso. ¿De dónde había salido? Se frotó los ojos sin poder aceptar lo que veía. Tenía que ser un producto de su recalcitrante imaginación, pero los volvió a abrir y el caballo seguía cabalgando hacia él. No se lo podía creer... Pasó a su lado, casi rozándole, con sus enormes y profundos ojos negros, sintiendo su aliento, y se detuvo en seco a unos pocos metros con increíble agilidad, resollando y jadeando.
Marco se quedó paralizado, intentando dominar el pánico mientras las piernas le temblaban. Observó cómo entre las crines, se escapaban lágrimas que resbalaban por la cabeza del animal, lo que le produjo una punzada en el corazón. ¡El caballo sollozaba! Nunca había visto nada igual; contemplaba de cerca y por primera vez a un enorme caballo, que además refulgía por el sudor, que incluso lloraba y que le estaba sondeando con sus penetrantes ojos. Entre ambos se creó un profundo silencio, interrumpido por el silbido del viento y la respiración exaltada del equino, mientras los dos no dejaban de clavarse la mirada.
De repente, y cuando Marco había decidido huir de aquel escenario, el caballo despertó de su aparente parálisis, avanzando varios pasos para dar un asombroso salto y caer al pilón, sumergiéndose en las turbias aguas. No hubo relinchos ni gemidos; el caballo solo asomó la cabeza unos segundos para buscar los ojos de Marco, inhaló oxígeno y, después, con un mutismo estremecedor y resignado que anunciaba la muerte, se hundió lentamente, inerte, hasta desaparecer de su vista. Se quedó impactado ante un hecho tan insólito, sin poder reaccionar, contemplando cómo aquel animal pletórico de vida apenas unos segundos antes, aquel asombroso caballo radiante y fornido que había surgido de la nada, se había sumergido en el agua con la intención de morir. Sin luchar, rindiéndose ante la vida y la muerte.
Nunca imaginó que el final pudiera llegar a ser tan venerable.
—¡Marco! ¡Nos vamos! ¡Baja de las nubes! Ahí te quedas. —Los gritos de su amigo le llegaron en sordina, porque lo que acababa de presenciar le había dejado helado, incapaz de despertar. Presenció aterrorizado cómo se formaban algunos remolinos y sospechosas burbujas salían a la superficie, aunque poco después, dejaron de aparecer. El mortal mutismo se había cobrado su presa. Solo restaba esperar que su cuerpo ascendiera flotando, pero aquello era algo que por nada del mundo estaba dispuesto a presenciar, no quería ser testigo de una muerte tan espeluznante. Había oído que los animales ahogados ascienden hinchados como globos por el agua engullida, así que cortó de un hachazo sus pensamientos y recobró la atención abandonando el lugar maldito.
Lo último que recordaría de aquellos momentos, era la mirada triste del animal, esos ojos enormes y acuosos que le observaban antes de decidir su propio final. Ese último adiós. Una imagen que jamás podría olvidar, que se había grabado a fuego en sus entrañas, una escena que le devolvería la memoria durante las largas noches de insomnio en forma de pesadilla.
Se alejó con un estremecimiento que le recorrió la espina dorsal, sabiendo que en breve el animal asomaría la cabeza convertido en un ser rígido, en un cadáver que le seguiría mirando con los ojos abiertos pero ya vacíos, con el rostro hierático, impávido, aterrador y con el cuerpo tumefacto. Como en una película de terror.
Echó a correr sin querer alcanzar a su grupo, sintiendo los regueros de lágrimas que caían por sus mejillas. Al menos el viento frío