El último de la fiesta. Dioni Arroyo
y en cuanto te dé el alta, te llevamos a casa.
—Mamá, ¿me voy a curar alguna vez?
La madre le miró fijamente con el rostro inexpresivo, una manera muy evidente de confirmar que el mal que acompañaba a Marco jamás lo abandonaría. Hasta entonces, su estrategia había sido buscar un culpable, pero la situación no era la de antes: su hijo estaba a punto de cumplir los quince años y a esa edad es importante hablar sin florituras, o al menos eso es lo que Marco dedujo. La enfermedad que padecía no era culpa de nadie, ni era una maldición ni un castigo. No se curaría por el hecho de mejorar su comportamiento, o por ser un chico obediente. Nada ni nadie podría salvarlo. Los padres se miraron con complicidad y con un gesto enigmático imposible de desvelar; luego su madre le besó la frente y acto seguido salieron de la habitación. Marco cerró los ojos simulando cansancio, rememorando el lustroso cabello rubio de la chica, esos mechones brillantes, y cómo tocó su hombro, cómo rozó su cuerpo. Su estómago se revolvió pero no fue una sensación desagradable, al contrario, se imaginó hormigas acariciando su estómago y se erizó el vello de su piel. «Casi nos miramos, casi me ve».
Se volvió a dormir, soñando con caballos que saltaban para escapar del pilón y volver al pinar, a trotar salvajes y libres resucitando de manera milagrosa, y que antes de perderse entre los pinos, se detenían y le miraban a los ojos, y los ojos no eran tristes… Y con ella, también soñó con ella, que salía de clase con su mochila a cuestas, escoltada por los profesores que siempre la vigilaban, pero a pesar de todo, se imaginó que él se aproximaba y nadie se lo impedía.
En sueños disfrutó de los momentos que necesitaba vivir, y le embargó un sentimiento de felicidad. No había nada más placentero que alejarse de la realidad y refugiarse en los anhelos que mostraba la ingobernable imaginación; después solo restaba desear con todas las fuerzas que dichos sentimientos, algún día, se volvieran realidad.
No le importó escuchar desde la distancia la conversación de sus padres con el médico. Hablaban de los resultados de la última resonancia magnética, y solo entendía palabras como neoplasia y tumor cerebral, que se repetían varias veces. Palabras que le llegaban en sordina, mientras una de las discriminadas y odiadas máquinas, un humanoide sintético con la piel marmórea y vestido con bata blanca inmaculada, le tocaba las mejillas con las yemas de sus dedos. Una forma rápida de conocer su temperatura y de inyectar los habituales nanobots para realizar un barrido por su cuerpo. Lo de siempre, saber que seguía con vida, en buen estado de salud pero sin capacidad de cura. La normalización de su estado anómalo, algo a lo que Marco ya se había acostumbrado.
El diagnóstico frío e insensible que concluyera con la habitual «estabilidad de la enfermedad crónica».
—Macho, has hecho el ridículo, te has metido una hostia impresionante delante de todo el mundo. Todos lo han visto, ha sido la leche.
—Luis, me dio de repente y no pude llegar al botiquín, fue todo muy rápido. —Los dos cargaban con sus mochilas franqueando la puerta del Centro Educativo, en una gélida mañana nublada y con la niebla a ras de suelo.
—Pues debes controlarlo, tío. Cada vez te pasa más a menudo. ¿Cuándo te vas a curar?
—Pronto, los médicos dicen que muy pronto.
—Jolines, siempre me cuentas lo mismo, pero todo sigue igual. Marco, ¿cuándo es pronto para los médicos?
—¡Yo qué sé! ¿Y si nunca me curo? ¿Y si va a más y me muero?
De repente se hizo el silencio. Luis intentó hablar, pero no encontraba las palabras oportunas. En su interior, comprendió que Marco lo estaba pasando mal, que lo que le sucedía era grave, y sintió una mezcla de compasión y solidaridad.
—Pues yo que tú me preocuparía de lo que te va a pasar ahora, cuando entres en clase. Todos se van a burlar de ti, todos creen que te da miedo la sangre. Tío, te vieron caer como una peonza después de sangrar por la nariz y se han partido el culo de risa haciendo chistes. —Con un gesto de advertencia se distanció de él—. No sabes lo que te espera…
Marco suspiró con gesto de paciencia, imaginando lo que le aguardaba, sin poder disimular su tristeza y el aspecto cansado y enfermizo, el estado normal que le causaba cuando sufría un ataque.
Pero para su alivio, dentro de la clase y por sorpresa, nadie se burló de él, como si a nadie le importase y hubiese asuntos más urgentes. Escuchó algunas risotadas a sus espaldas y cuchicheos en los que se le mencionaba, pero nada más. El hecho de pasar desapercibido también podría conllevar una cuestión dolorosa en la que no había recapacitado. Era la evidencia de que, salvo Luis, no tenía amigos entre aquellos rostros despiadados y ajenos con los que llevaba toda su corta vida. Prefirió creer que, en definitiva, nadie quería estar cerca de una persona enferma, con el rostro tan pálido como el suyo, que era mejor mantener una cierta distancia por prudencia y protección, como si el problema de Marco pudiera ser contagioso y se convirtiera en una epidemia; se avergonzaban de lo que le sucedía y nadie, absolutamente nadie, quería cargar con aquella responsabilidad, era comprensible. Suponía un compromiso incómodo acompañar a un chaval que se podía desvanecer en cualquier momento sangrando por las napias. Agradeció que le llegasen esos pensamientos, aunque echaba de menos alguna palabra reconfortante de sus compañeros, pero no había sitio para el consuelo.
Los profesores tampoco le dijeron nada. Sabían que Marco era el chico tímido que padecía una enfermedad de las calificadas como raras, que si sangraba y no le pinchaban en el botiquín, perdía el conocimiento y se metía un golpe de campeonato contra el suelo. Un cometido que no les hacía ninguna gracia, como si no tuviesen otros problemas más graves en los que pensar. La sociedad vivía momentos históricos críticos, y es en esa situación, cuando la moral general se inclina o bien por la solidaridad entre sus miembros, o por la más abyecta individualidad, bajo la premisa del «sálvese quien pueda»; y esta parecía ser la reacción mayoritaria de los adultos ante tantas amenazas sociales. Demasiados frentes abiertos como para estar pendientes de un insignificante mocoso.
Las clases discurrieron con la misma sensación evanescente de siempre, y cuando terminaron, y antes de que se pudiese escabullir, le rodeó su grupo para marchar juntos al pinar. Salieron en estampida corriendo calle arriba con sus pesadas mochilas a las espaldas. Dirigidos por Tomé, atravesaron calles abandonadas y guarderías transformadas en precarias viviendas de okupas hasta que llegaron dando voces a la acequia para fumar como descosidos.
Una vez más, hasta Óscar, el chico obeso que no podía con su tremenda barriga, ganó a Marco, que se lamentó porque no le apetecía vivir aquella situación; se sentía débil pero no podía confesarlo, se lo pondría muy fácil para que se riesen de él.
—Vamos, venga, unas caladas cada uno, ¡con ganas! —exigió Tomé encendiendo un cigarrillo—. ¡Y quiero que os traguéis el humo!
—¡Oye, a ver quién da más caladas en menos tiempo! —exclamó otro arengando al grupo.
—¿Os habéis enterado ya de cuántas máquinas hay entre las chicas? —preguntó Tomé con un brillo malévolo en los ojos.
—Nadie lo sabe, tío. Lo único seguro es que en las nuestras todavía no hay robots —sentenció Óscar con gesto maduro.
—Pues yo no estaría tan seguro —les hizo reflexionar Luis—. Igual a ellas les dicen lo mismo: que las máquinas están entre los chicos. ¡Igual todos somos máquinas sin saberlo!
—¡Anda ya! ¡Alucinas! Aquí todos somos de carne y hueso, y si hubiera una máquina, la desconectaríamos a hostia limpia. Mientras no haya chicas, no hay sospechas —sentenció Tomé calibrando la mirada de todos.
—Yo sangro por la nariz, ya lo sabéis todos. Así que soy un ser humano —reclamó la atención Marco, desviando así la atención sobre el tema de las chicas.
—¿Y por qué las máquinas no van a sangrar? Son igualitas a nosotros —le interrogó el líder con el gesto serio y los brazos en jarras.
—Pues lo que yo me pregunto a todas horas, es que, ¿para qué estudiamos tantas chorradas?