El último de la fiesta. Dioni Arroyo
Por alguna extraña razón, solo él debía de estar presente. ¿Por qué le llegaba ese pensamiento con tan poco sentido? ¿Por qué estaba convencido de aquello?
Se frotó la frente y tomó la determinación de no contárselo a nadie. A fin de cuentas, ¿quién se lo iba a creer? Sería una manera muy ingenua de hacer zozobrar su ya frágil destino.
Aún no había llegado a su casa cuando comenzó la tormenta, una lluvia revitalizadora que, por lo menos, disimularía sus lágrimas.
2
Subió los escalones de dos en dos con el corazón en un puño. El piso donde vivía era un tercero, y antes de llamar al timbre, esperó unos instantes. Respiró profundamente y deseó que su madre no se le acercase para que no le oliera el aliento a tabaco. Lo deseó con todas sus fuerzas, viniéndole a la cabeza recuerdos de infancia, en los que creía que si anhelabas algo con la suficiente firmeza y lo visualizabas una y otra vez, se volvía realidad. Recuperó la compostura imaginando que su madre no lo notaría y que todo saldría bien, y sonrió con confianza: la clave estaba en creérselo para que, como un chispazo, se materializase su poderoso deseo. Llamó y la puerta se abrió casi al instante. Su madre, con una mueca indescifrable, ni le miró a los ojos, atareada en asuntos más importantes.
—¡Me tienes hasta las narices, Marco! Siempre llegas tarde. La comida está fría, pero te la vas a comer igual, ya lo creo que te la vas a comer. Lávate las manos y siéntate, ¡vamos, espabila y no te retrases más!
—Es que llovía y estaba esperando a que escampase… ¿y papá? ¿Aún no ha llegado?
—Pues no, ni vendrá. Se queda a hacer unas horas en la fábrica... Así que, si no quieres ser como él, ya puedes estudiar para que cuando seas un hombre tengas un buen trabajo. ¡Todos los días se sacrifica por vosotros!
—Sí, mamá. —Se dirigió al cuarto de baño y se cruzó con su hermana mayor, que le olisqueó al pasar y le puso cara de desaprobación. Sabía que había fumado.
—Idiota, me voy a chivar a mamá ahora mismo.
—No, no digas nada, y te prometo que te doy la propina de este domingo.
—Y la paga del próximo, porque si no se lo cuento, así que tú verás.
Marco entró en el baño enfurruñado, cerró la puerta, puso el cerrojo y se contempló ante el espejo. Aún tenía el estómago revuelto, y a través de la ventana le llegó un olor a lentejas quemadas, las que había cocinado su madre. La luz del espejo parpadeó y se apagó, como de costumbre. Entonces las sombras bañaron el entorno, y su silueta difuminada en el espejo, pareció reflejar la del caballo. Se acercó buscando el brillo de sus ojos, y sintió el latido irregular de su corazón. ¿Por qué se habría quitado la vida aquel animal? Se lavó la cara y se enjuagó la boca, intentando calmar la amarga sensación de abatimiento, hasta que alguien golpeó la puerta con los nudillos.
—¡Vamos, date prisa! ¿Qué estás haciendo?
Su madre, con su actitud tan distante y tan rígida, le demostraba cada día que era alguien en quien no podía confiar. Se secó el rostro e intentó en vano peinar sus cabellos revueltos y alborotados que, de un color castaño, caían en mechones sobre su frente, ocultando las cejas y mostrando dos cuencas vacías escondidas entre las sombras. Aspiró con fuerza una buena calada de oxígeno que esta vez no le hizo toser, y abrió la puerta con decisión.
Salió dispuesto a afrontar la vida, esa vida del sabor de las lentejas quemadas que invadían sus fosas nasales, como si su cuerpo no le perteneciera, como si aquella fuera la vida de otro Marco con el que no se sentía identificado. Otro Marco que seguía frente al espejo apagado y oculto entre las sombras. Otro Marco que, en su fuero interno, también quería poner fin a todo y lanzarse con el caballo al fondo del pilón.
Se sentó a la mesa y las imágenes de la televisión hablaron de varias guerras en África y Latinoamérica, de los niveles de radiactividad en su país, de la eterna crisis económica y de los despidos masivos causados por la automatización, la rutina de siempre. Su hermana no le dirigió la mirada, sonriendo para sus adentros al haber conseguido dos propinas semanales de una forma tan sencilla. Tenían otro hermano más pequeño que siempre comía en el colegio por el horario de clases, y otro, el hermano mayor, al que nunca se le mencionaba por la vida errática que llevaba, y que ya no vivía con ellos. «Un pariente con problemas siempre es un pariente lejano, aunque sea tu puñetero hermano mayor», había escuchado en alguna ocasión murmurar a su padre. Su madre, taciturna, con la mirada cansada y el rostro avejentado, les sirvió las lentejas, con una señal de advertencia de que el plato debía quedar vacío. Después, tras unos minutos de silencio insufrible, llegó un segundo plato de patatas cocidas con algo de carne de pollo. Su hermana y él disimularon la sensación de disgusto, hartos de comer patatas casi a diario, pero el silencio se volvió a imponer y nadie se atrevió a abrir la boca más que para comer con desidia.
Su hermana, después de permanecer en el cuarto de baño diez interminables minutos, salió disparada al instituto. Por fin llegó su turno, y se coló para peinarse con la parpadeante luz del baño que tanto le mareaba y a la que nunca se acostumbraría. Después, titubeante y dudando, se dedicó a organizar los libros y cuadernos de las clases de la tarde; siempre se equivocaba con alguna asignatura, por lo que intentó memorizar las que le tocaban aquella jornada, y cuando creyó que lo tenía todo controlado y no le faltaba nada, lo guardó en la mochila y se dirigió a su madre para despedirse.
—¡Marco! No quiero que llegues tarde, ¿me oyes? Y no te entretengas al salir. Estoy cansada de que te quejes del poco tiempo que tienes para hacer los deberes.
—Descuida, que llegaré pronto. Esta semana tenemos muchas tareas.
—Pues ya lo sabes. Quiero que aproveches el tiempo y que saques buenas notas, que seas un ejemplo para tu hermanito. ¿Me estás escuchando?
—Que sí, mamá, que te escucho, que volveré pronto y haré los deberes.
—Marco, una cosa más. —Le obligó a detenerse y prestar atención; su madre había empezado la frase de forma solemne, lo que significaba que debía escuchar con los cinco sentidos—. En tu Centro Educativo, ¿no habrán escolarizado a los chismes esos de los que tanto hablan por la tele, verdad? Tu padre dice que son peor que una plaga y que los están introduciendo en los colegios.
—No lo sé, mamá, a nosotros no nos hablan de esas cosas…
—Claro, claro, no os lo van a decir, pero si los han introducido lo sabréis, porque se notan a la legua. Digo yo que sabréis diferenciar una persona de una máquina. —De espaldas a él, abrió el grifo de agua caliente para disponerse a fregar los platos—. Tan tontos no seréis, digo yo.
—Que sí, mama, que sabremos diferenciarlos…
—Vale, venga, no te daré más la tabarra, vete ya, que no quiero que te retrases.
La tarde discurrió con normalidad, con las aburridas matemáticas, con sus incomprensibles reglas absurdas que no conseguía comprender, y luego el inglés, un tostón insufrible; les obligaban a memorizar verbos de carrerilla para luego dar paso a la gramática, formada por un cúmulo de normas abstractas que bailaban en su cabeza como cuando se tragaba el humo del tabaco. Le daba rabia porque luego, aunque aprobase, nunca sabía hablar en aquel idioma, no les enseñaban a desenvolverse, a aprender las frases corrientes y útiles para la vida diaria. Solo repetían una y otra vez como papagayos. El instinto le advertía que aquella no era la forma de aprender un idioma, pero es que su sabio instinto le decía demasiadas cosas que él no podía cambiar. Ese instinto le hacía perder demasiado el tiempo, le planteaba preguntas y más preguntas. ¿De qué le servían a un adolescente tantas preguntas sin respuesta? Solo podía aceptar las certidumbres que llegasen hasta él, renunciar a cuestionar y dejar que su interior fluyera con mansedumbre o, ¿acaso lo más importante no sería atreverse a imaginar buenas preguntas? ¿No consistiría en eso el secreto de la vida? Su instinto le adelantó que jamás tendría una respuesta, y que tal vez eso significaba la madurez, el aceptar hacerse mayor resignado a no saber nada.