A Roma sin amor. Marina Adair

A Roma sin amor - Marina Adair


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      —Paisley es mi vida —dijo Gray—. El día que le pedí a Michelle que se casara conmigo, también le pregunté a Paisley si podría ser su padrastro. Y el día del accidente, cuando fui a ver a Michelle, le prometí que cuidaría de Paisley.

      —Es que de eso se trata, tío —dijo Emmitt, y se levantó para mirar a Gray de frente—. Siempre asumes que eres el único capaz de cuidar de ella. ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que Paisley tiene un padre que le puede dar seguridad y secarle las lágrimas? ¿Que me tiene a mí? —Emmitt se llevó una mano al corazón, como si el mero acto lo sanara todo.

      —¿Cómo no? Nunca dejas que lo olvide —lo acusó Gray—. Pero siempre acabas olvidando que soy yo el que la crio desde que era una niña.

      —No fue elección mía. Si hubiera sabido que tenía una hija, habría estado con ella desde el día uno.

      —Lo sé. —Gray se sentó y apoyó la frente en la palma de su mano—. Michelle me dijo que era de lo que más se arrepentía. Pero también dejó claro que quería que Paisley viviera conmigo.

      Emmitt también se sentó. O quizá sus piernas habían cedido a la creciente inseguridad que le había provocado esa píldora de información.

      —Lo sé.

      —La estabilidad y la rutina son importantísimas para un niño que ha sufrido una pérdida. Mezclar ahora las cosas podría tener unas repercusiones terribles.

      —Lo sé. No tienes que soltarme un sermón.

      —A ver, es que mi casa es el único hogar que conoce.

      —Lo sé, Gray. Y por eso no reclamé nada. —Por eso y porque Paisley le dijo en el funeral que quería vivir con Gray. No fue una conversación agradable; de hecho, hizo que Emmitt se preguntara en qué se estaba equivocando. Por lo visto, cuanto más se quedaba en Roma, más problemática se volvía su presencia, hasta que cada paso que daba hacia su familia parecía complicar la rutina de los demás. Algo que era vital para que la vida de Paisley no se desmoronara más.

      Después del funeral, la tensión estaba por las nubes, y Paisley consiguió no perder el norte, pasando más y más tiempo fuera de casa para evitar hablar de sus sentimientos. Lo último que necesitaba la pobre era que otro padre le preguntara cómo lo llevaba.

      Al final, Emmitt se sintió tan eficaz como una palanca de una máquina de pinball. Lo único que quería era ser el pilar de su hija durante esa época dolorosa. Terminó convirtiéndose en otro parachoques contra el que ella se estampaba, por lo que aceptó una cobertura muy lejos para sentirse útil…, y así Paisley tendría una persona menos de la que preocuparse.

      —Paisley es mi mundo. Sobre todo ahora que Michelle se ha ido. —La voz de Gray se apagó con la última palabra—. Es tan hija mía como si fuera su padre biológico. Querer más a alguien es prácticamente imposible.

      Y cuando lo miró a los ojos, una punzada de dolor se instaló en el centro del pecho de Emmit; un dolor tan auténtico como el amor que Gray le profesaba a Paisley. Era lo que siempre lo había mantenido en jaque, que en el mundo hubiera otro hombre que quisiera a su hija exactamente con la misma intensidad que él.

      La noche anterior, Annie había sugerido que él ponía nerviosos a los demás para divertirse, y Emmitt enseguida lo descartó con una carcajada. Al escuchar ahora a Gray, tenía pocas ganas de reír.

      —No te preocupes —le dijo—. No va a irse a ninguna parte en el futuro inmediato. Donde quiera vivir es decisión suya. No me gusta que sea en tu casa, pero nunca la pondría en una situación en la que tuviera que elegir entre tú y yo. Y nunca me interpondré en su camino hacia la felicidad.

      —Lo mismo digo —asintió Gray con una risilla, en busca de una tregua.

      A Emmitt le gustaba arrugar la bata del doctorcito de vez en cuando y devolverlo al suelo. Michelle siempre había dejado que ellos se picaran entre sí —porque eran unos idiotas—, pero ahora habían perdido a su amortiguador.

      Habían perdido el núcleo de su familia de retazos. Y todos acusaban su ausencia. La pérdida de su amor.

      —Paisley te quiere, Em. Te quiere cuando estás aquí, y cuando te vas no para de hablar de ti. Eres el papá divertido, el papá del que presume. El amor que siente por mí no le resta valor a su manera de quererte.

      La calidez que solía experimentar Emmitt al hablar de su hija tardaba en llegar. Esa vez estaba oculta detrás de la ligera nostalgia que había nacido en su interior a lo largo de los últimos meses.

      Dios, cuánta morriña sentía. Sin embargo, por alguna inexplicable razón no creía haber vuelto a casa aún. Al cabo de una media hora iba a ver a su hija por primera vez en varios meses, y se sintió tan inseguro como el día que la conoció.

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