A Roma sin amor. Marina Adair
es mi madre. Si la invitas, ¿sabes que se verá obligada a decir que sí?
—Debería decirme que sí, y tú también. Hasta Molly-Leigh espera que vengas. Me dijo que te anunciara que te ha reservado una silla en nuestra mesa para el ensayo de la cena, y así nos pondremos al día. Te he echado de menos.
Annie cerró los ojos para que el dolor no se vertiera al exterior. La única razón por la que una mujer aceptaría que la reciente exprometida de su novio asistiera a una versión actualizada de su boda era que supiera a ciencia cierta que la ex no suponía amenaza alguna. Y aunque Annie ya no tuviera ningún interés sentimental en Clark, era doloroso saber que el amor de él había sido tan superficial que ya era insignificante.
Qué devastador que una sola palabra resumiera seis años de su vida. La relación sentimental más importante de toda su existencia era insignificante.
Intentó enfadarse, intentó visualizar a Emmitt entregándole el pósit, pero esa palabra parecía arrebatarle el ímpetu. Deseó ser la mujer que mandara a la mierda a Clark, pero de qué iba a servir cuando el amor que había sentido por él no había sido más que una parada en el camino de la vida del hombre con el que creía que iba a casarse.
Y por eso, y para pasar página, Annie decidió agachar la cabeza y escoger qué batallas librar. Estaba a punto de cumplir los treinta y no había encontrado aún la batalla adecuada. Pero sabía, sin lugar a dudas, que no era esa.
—Te deseo lo mejor, Clark, de verdad que sí, pero no pienso asistir a tu boda. Y ya no voy a ser la persona a la que recurrir para todo. Sé que duele, y mientras sigas teniendo el poder para hacerme daño, esto no va a funcionar —dijo. Se inclinó hacia delante y apoyó la frente en la mesa de la consulta—. Necesito espacio. Pasar un tiempo lejos de ti, de la boda, de mis padres, para aclararme.
Un tiempo para saber por qué no paraba de elegir a gente que no la elegía a ella. Para saber cómo había pasado de futura novia a wedding planner.
Y lo más importante: era vital que comprendiera la importante lección de vida que debía aprender para evitar volver a encontrarse en una situación parecida.
Annie rememoró la casa de sus abuelos. Y la fotografía de boda que presidía la chimenea de la sala de estar.
De niña, Annie solía esperar a que todos se fueran a dormir para entrar en la sala de puntillas y contemplar la imagen, maravillada. Creía que lo que la cautivaba era el vestido de su abuela. Con los años, Annie reparó en que era la mirada que se intercambiaban sus abuelos lo que bien valía el peligro de escabullirse de la cama.
A pesar de la antigüedad de la fotografía, la conexión irrompible entre sus abuelos seguía muy visible. Se trataba de un amor deslumbrante. Estaban hechos el uno para el otro.
Clark nunca la había mirado así. Y, siendo sincera, ella tampoco lo había mirado así jamás. A Annie le dio miedo haberse dejado envolver por la fantasía de lo que significarían para ella el matrimonio y la promesa de un futuro felices comiendo perdices.
Ya era demasiado mayor para creer en fantasías y cuentos de hadas.
Sobre todo después de haber llegado, por accidente, al perfil de Instagram de Clark, donde lo vio observar a Molly-Leigh con la misma adoración que sus abuelos en aquella fotografía. Era la prueba de que una imagen valía más que mil palabras.
O al menos cuantas necesitaba Annie para cerrar todas las puertas que la conducían a él.
En su vida ya había cerrado un montón. Para variar, le gustaría encontrarse al otro lado de una de esas puertas, cogida de la mano de alguien cuando sonase el portazo. Alguien que la mirara como el abuelo Cleve siempre miró a la abuela Hannah.
Ni Annie ni Clark dijeron nada durante un buen rato; se limitaron a escuchar la respiración del otro. El silencio no era incómodo ni tan tenso como Annie se había imaginado. Y el dolor que siempre la ataba como si de una correa se tratara, y que tiraba de ella cuando le venía en gana, se había esfumado. De hecho, no se había sentido tan liviana desde el día que Clark se arrodilló y ella le dijo que sí.
—¿Puedes dármelo? —le preguntó.
—¿Tiempo? Te doy todo el tiempo que necesites —dijo Clark con una energía renovada en la voz—. Pero no te tomes mucho. La boda está a la vuelta de la esquina y…
—Ya te he dicho que no.
—… la invitación te llegará en breve.
—Me da igual. Me has dicho que esperabas mi respuesta. Y mi respuesta, a no ser que la invitación vaya a acompañada de diez mil pavos, es un no rotundo.
—Te veré en la boda, Anh-Bon.
—Va a ser que no. —Silencio—. ¿Clark? —Pero el tío le ya había colgado—. ¡Me cago en todo!
Annie también colgó, pero de inmediato volvió a marcar su número. Le salió el buzón de voz. Cuando acabó el mensajito grabado, Annie echaba espumarajos por la boca.
—Los amigos no les piden a sus amigos que asistan a bodas robadas, Clark. Así que no, no pienso ir a la tuya. Y necesito que me devuelvas la fianza ahora. No el mes que viene, no en la boda que me has robado, ni siquiera cuando el sol ilumine el recibidor como si de mil velas se tratara. Necesito que me devuelvas el dinero esta semana, o si no…
Su móvil le anunció con un pitido que un nuevo evento se había añadido a su agenda. Annie se quedó mirando la pantalla y soltó un taco.
Boda de Clark y Molly-Leigh.
Con el ceño fruncido, Annie abrió la agenda del día siguiente y sus dedos acuñaron un nuevo evento en la pantalla.
Enviar 10 000 dólares a Annie. O llamará a tu madre.
Al poco de añadir a Clark al evento, este desapareció. Y reapareció el mismo día de la boda, con un recordatorio destinado a ella. No tuvo tiempo de chillar antes de leer el texto.
A tu suegra le encantará hablar contigo. Dale recuerdos de mi parte, Anh-Bon.
—¡No es mi suegra! ¡Y deja de llamarme Anh-Bon!
Capítulo 7
Emmitt cruzó las puertas de cristal esmerilado de la Clínica Tanner, y el aire fresco le enfrió el sudor que le cubría la frente.
No sabía si los espasmos de su pecho, como si sufriera un ataque al corazón, se debían a una caminata de diez manzanas bajo los treinta grados que marcaba el termómetro, y la humedad correspondiente, o a que su cuerpo simplemente reaccionaba al dolor que le destrozaba la cabeza.
Emmitt había necesitado un lugar tranquilo en el que sentarse y cobijarse del sol —y, a poder ser, con aire acondicionado— antes de ponerse en ridículo en la calle principal del pueblo.
«Por Dios». ¿Qué dirían sus amigos de escalada si lo vieran ahora?
Dos años atrás, escaló el Everest con tan solo una mochila y la funda de la cámara, tras pasar diez días en el campo base. Hoy, no había andado más de medio kilómetro y la privación de oxígeno le hacía pensar que iba a estallarle el pecho.
Si le estallaba en la clínica de Gray, sería el más desgraciado del mundo y muy probablemente se pasaría las siguientes seis semanas inválido en el sofá. Y entonces se le ocurrió otro escenario, uno en el que aparecía una enfermera no enfermera muy sexy a la que, por suerte para él, le encantaba llevar ropa interior de encaje, y que poseía las manos más suaves con las que nadie le hubiera dado un empujón.
«Anda que no molaría». De repente, Emmitt estaba como unas castañuelas. Provocarla la noche anterior había sido divertido. Más que divertido, graciosísimo. También era una estupenda manera de distraerse de sus otros problemas. Sin embargo, ahora debía concentrarse y recuperar la forma física. O cuando menos que no pareciera que la potencia de una suave brisa de verano podía derribarlo.