A Roma sin amor. Marina Adair
—Te has comportado como un imbécil. Y mi noche ya era bastante terrible. Sabías que estaba frustrada y cansada y… y dolida. —La confesión la pilló con la guardia baja, pero decidió reafirmarse—. Sí, estaba dolida y avergonzada, y para más inri, descubro que un maleducado desconocido había puesto la oreja en una conversación muy difícil. Así que me he ido a la cama a lamerme las heridas en privado y a dormir porque… porque…
—Porque estás frustrada y cansada y dolida —le refrescó la memoria él.
—Frustrada y cansada, pero dolida ya no. Ahora estoy cabreada. ¡Contigo! —Levantó un dedo en su dirección.
—¿Conmigo? —preguntó Emmitt como si la situación se le antojara de lo más divertida.
—¡Sí, contigo! Tengo que ir al hospital muy pronto y tú has creído necesario volver y cerrar de un portazo todos los armarios de la cocina. Si querías armar un buen jaleo para despertarme, lo has logrado, Emmitt Bradley, lo has logrado. —Y terminó el discurso dando una lenta e irónica palmada.
—No pretendía despertarte. Y te pido perdón por eso. Y tampoco sabía que entrabas a trabajar tan temprano; si no, habría sido más silencioso.
Annie debía admitir que sus sinceras disculpas la habían desconcertado.
—No es que entre a trabajar temprano. A una de mis pacientes la operan mañana de la vesícula y todos sus familiares viven en la costa oeste, así que me ofrecí a estar allí cuando despertara de la intervención.
—¿A todos tus pacientes les ofreces este servicio de compañía tan amable? —preguntó él con suavidad. Una pregunta sin provocación, sin sarcasmo y sin insinuaciones infantiles. Acompañada de una mirada de ternura que ella no le había visto antes.
—Solo a los especiales —dijo, y no se movió, de repente embargada por la timidez.
Emmitt dejó que el comentario de Annie flotara en el aire, y entonces le dedicó la más sutil de las sonrisas, una que la llevó a apartar la mirada.
—En cuanto a lo de los armarios, te vuelvo a pedir disculpas. He vuelto a casa con un dolor de cabeza horrible, y como todas mis cosas, calmantes incluidos, estaban en el dormitorio, he buscado mis reservas, que antes estaban sobre el fregadero. Imagina mi sorpresa cuando en su lugar he encontrado un pequeño arsenal de velas aromáticas. Por lo visto, alguien ha reorganizado mi cocina en mi ausencia.
—Ah —murmuró Annie, ahora consciente de cómo fruncía el ceño Emmitt al hablar o al moverse, como si se tensara anticipándose al dolor. ¿Quizá había malinterpretado la situación?—. Creía que hacías el imbécil y ya.
—Me sorprendes, Ricitos de Oro. —Ofendido, se colocó una mano en el pecho—. Te tomaba por alguien que antes de juzgar al otro va más allá de las apariencias.
Era la segunda vez que se refería a lo mismo, por lo que Annie pensó si, tal vez, se había precipitado al tacharlo de egocéntrico picaflor. La parte de picaflor era cierta, pero ¿la otra? Ya no estaba tan segura.
—¿En serio? Mírate, ahí sentado como el gran lobo malvado, obstaculizándome el camino e intentando intimidarme para que vaya directa hacia ti.
—Creo que estás mezclando cuentos —dijo, aunque la sonrisa amplia y malvada que lucía dejaba claro que le había gustado la comparación—. Temía que estuvieras cabreada por lo de antes —siguió— y decidieras jugar al escondite con mis cosas. Por eso me he apostado justo delante del dormitorio, por si acaso te daba por evitarme y cerrar la puerta antes de que pudiera recuperar mis pertenencias.
Annie se lo quedó mirando durante un buen rato y, aunque su polígrafo interno estuviera preparado y al acecho, no percibía ni rastro de engaño en las palabras de él. Y cuando se lo explicó así, con tanta sinceridad y racionalidad, Annie vio que la imbécil era ella.
—Debo admitir que he tenido una mala noche y es probable que en parte lo haya pagado contigo, así que lo siento. Pero que quede claro que no soy una de tus chifladas monísimas que se comportarían así —dijo, avergonzada por que Emmitt creyera que se rebajaba a absurdeces tan inmaduras—. Pero sí que te he guardado todas las cosas del dormitorio y te las he dejado junto a la puerta del garaje, para que al marcharte mañana las tuvieras cerca del coche. Hasta te he dejado una nota.
—Me apuesto lo que quieras a que sé lo que pone. —Cuando Annie respondió con una sonrisa, él se echó a reír—. Pues supongo que ha valido la pena.
—Supongo que sí —dijo Annie, y también se puso a reír. Fue entonces cuando tuvo otra revelación, esta más impactante. Ya no estaba molesta por la llamada de Clark. De hecho, le dolían las mejillas de tanto sonreír.
—Imagina lo bien que te sentará soltarle todo lo que piensas a un tío que de verdad se lo merezca, como, no sé, el cabrón con el que hablabas por teléfono. Pero permíteme una sugerencia: yo de ti consideraría la opción de relajar un poco esa sonrisa y quizá evitar una risita, y seguro que te envía el cheque raudo y veloz.
—¿Cuánto oíste de la conversación? —Annie se tapó la cara con las manos.
—Lo suficiente para saber que es evidente que tienes un lado muy dulce y que él se está aprovechando. —Habló con tono suave y con expresión pétrea, casi como si quisiera defenderla. A ella.
—Soy la chica más dulce del mundo. Lo que pasa es que tú has sacado mi…
—¿Tu lado de chica mala? —Sonó esperanzado y todo.
—Iba a decir mi lado impaciente.
—Sea como sea, no estaría de más que, la próxima vez que el muy idiota te llame para pedirte consejos sobre su boda, canalizaras a la tía que no tiene ningún problema en mandarme a la mierda. De lo contrario, quizá debas decir adiós a la pasta.
—Que sea maja no me convierte en una pusilánime.
—Genial. —Emmitt se rascó el pecho como un oso que se preparara para el invierno—. Pues llámalo.
—¿Cómo?
—Venga —la provocó—. Llámalo y dile que no eres su Anh-Bon y que le exiges que te pague los diez mil dólares ya.
—Eh… Mi móvil se está cargando en el dormitorio.
Emmitt cogió el suyo del reposabrazos y se lo ofreció.
—Toma, usa el mío.
—No necesito llamarle delante de ti para demostrar que no soy una pusilánime. Me las apañaré yo solita.
—Me alegra saberlo —dijo, pero no parecía creerla.
Y lo que era peor, Annie empezó a dudar de si ella se creía a sí misma. No solo le había dado permiso a Clark para que le robara el sitio de la celebración y la fecha del aniversario de boda de sus abuelos, sino que además la llamada acabó antes de que le exigiera un día concreto para que le devolviera su dinero.
—Yo solo digo que no vengas a buscarme para que sea tu acompañante cuando te pida ser la dama de honor. Si me vieras con traje, darías codazos y empujones para coger el ramo.
—Ni lo sueñes.
—Bromas aparte, manda a todo el mundo a tomar por el culo y céntrate en ti —dijo Emmitt sin un solo rastro de provocación en la voz—. En serio. No le debes nada. Coño, es él el que te debe a ti, y no solo dinero. Te debe unas disculpas de cojones por haberte puesto en esa situación. Y después tiene que pedirles disculpas a tus amigos y a tu familia por lo del vestido y por haber robado la fecha de la boda de tus abuelos.
«Toma ya», no solo lo había oído casi todo, sino que había reflexionado largo y tendido, y tenía una opinión al respecto. A Annie le dio un vuelco el estómago.
Lo que la impresionó no fue lo que le había dicho Emmitt, ni tampoco cómo se lo había dicho. Era el hecho humillante de que fuera la primera persona en proferirle esas palabras,