A Roma sin amor. Marina Adair

A Roma sin amor - Marina Adair


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tensión entre ambos se volvió feroz. Y entonces ella sonrió, una sonrisa en plan «que te den» que, curiosamente, era muy excitante.

      —Muy buen consejo, Emmitt. —Cogió un bolígrafo, garabateó unas palabras y le enseñó la nota.

      —¿«Vete a la mierda»? —leyó con una risilla—. Sencillo, directo, sin ninguna posibilidad de malentendidos. Te lo apruebo. ¿Necesitas un sobre y un sello?

      —Te lo he escrito a ti. —Intentó pegárselo en la frente, pero era demasiado bajita, así que se conformó con estampárselo en el mentón. La barbita descuidada de él era un rival demasiado poderoso para el pegamento, y los dos vieron cómo la nota aleteaba hasta el suelo—. Eso no se lo diría nunca a un amigo.

      —Pues deberías probarlo. Porque a mí me da la impresión de que muy buen amigo no es.

      —Solo porque resulta que no es para mí no significa que sea mal tío —dijo para intentar defender algo que, para Emmitt, era indefendible. Pero él había aprendido a base de palos, y ella iba a tener que llegar a esa conclusión por su cuenta.

      —Yo solo digo que es imposible ser amigo de un ex.

      —¿Y qué me dices de todas esas? —Annie señaló la montaña de pósits—. A mí me han parecido de lo más amigables.

      —No son ex. Son amigas. —Levantó una ceja y ella le golpeó en la mano, tirando al suelo las notas que él tenía en la mano.

      —Y ¿por qué no llamas a una de ellas y le preguntas si quiere compartir su cama contigo? Porque yo no quiero, y la tuya venía incluida en el contrato de alquiler.

      Emmitt se ahogó con las burbujas residuales que le atestaban la garganta.

      —¿Cómo?

      —Oh, sí —ronroneó Annie—. Si quieres, te escribo qué día vence el contrato. Así sabrás cuántas amiguitas necesitas haciendo cola. Te lo leo en voz alta y todo.

      Emmitt casi nunca estaba más de unas pocas semanas en Roma. De hecho, desde que compró la casa, una década atrás, había pasado más tiempo viajando por trabajo que en su cabaña. Por eso a veces la alquilaba como destino rural en Airbnb, y dividía los beneficios con su amigo Levi, que se ocupaba de todo mientras él estaba fuera.

      —¿Cuántos días de vacaciones te quedan? Unos cuantos arrumacos por las mañanas no estarían nada mal. Incluso te dejo que seas la cuchara grande.

      Annie avanzó hasta casi pegarse al cuerpo de él, piel con piel.

      —Seguro que a Tiffany no le importa hacer la cucharita contigo. Pero ten cuidado. A ver si se convierte en una chiflada monísima.

      —Me voy dentro de unas semanas. —En cuanto consiguiera que un médico le diera el alta para volver al trabajo. Su editora estaba resuelta a seguir las instrucciones al pie de la letra. Sin la autorización de un médico no le asignaría nuevos reportajes. Y tampoco podría retomar ese durante cuya investigación terminó herido.

      Carmen era el ejemplo perfecto de por qué los ex nunca debían seguir siendo amigos. Ya habían pasado tres años y todavía le echaba en cara que él hubiera pasado página más rápido de lo que la Guía para romper con una novia consideraba respetuoso.

      —Que tengas una feliz estancia en Roma. —Annie cogió la botella de cerveza de la cocina—. A mi contrato aún le quedan cuatro meses y no pienso marcharme.

      Dicho lo cual, paseó el culo hasta el dormitorio.

      —Me lo he pasado muy bien —exclamó antes de dar un portazo, y Emmitt oyó cómo cerraba la puerta con pestillo.

      Capítulo 4

      Septiembre estaba que trinaba. El aire era tan denso que Emmitt se ahogó por la humedad con una sola inspiración. Lo interpretó como una señal de que la Madre Naturaleza estaba menopáusica y que su viaje de vuelta a casa iba a ser una sucesión de sofocos con sudores nocturnos intermitentes y arrebatos impredecibles.

      Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y contempló la casa blanca y amarilla del otro lado de la calle. La casona de estilo Cape Cod era de lo más familiar, con un encantador porche delantero, bicicletas a juego, un buzón diminuto y un Subaru que desprendía tanta energía de coche de mamá que a cualquier soltero con amor propio le produciría urticaria. No tenía nada que ver con el bungaló que él había comprado unas manzanas más allá.

      Era la clase de hogar que llevaba escrito «familia feliz» de los cimientos al tejado.

      Emmitt jamás había sentido esa sensación de formar parte de algo hasta el día que conoció a Paisley.

      Le bastó mirarla una sola vez para que todo su mundo cambiara por completo. Emmitt cambió. Convertirse en un papá de Instagram surtía ese efecto. Y cada día que pasaba iba cambiando más y más. Tan solo esperaba cambiar al ritmo que Paisley merecía.

      En lugar de llamar a la puerta principal, se quedó plantado en la acera, sudando a mares debajo de una sudadera y una gorra, con pinta de acechador que estudiaba el terreno. Al día siguiente, su sigilosa vuelta a casa aparecería en la primera página del periódico matutino, y Emmitt quería que Paisley se enterara por él. Y por eso estaba allí y no forzando la puerta de su dormitorio y metiéndose en la cama con su respondona inquilina.

      Emmitt ignoró el sudor que le empapaba las cejas, que nada tenía que ver con la Madre Naturaleza, y recorrió el caminito empedrado hacia la puerta de un rojo potente. En el centro lucía una guirnalda de girasoles, unas luces brillantes adornaban la barandilla del porche y forraban cada una de las columnas, y sobre la pared cubierta de madera una placa de bronce rezaba: «La familia Tanner».

      Emmitt lo leyó; aunque habían pasado diez años, seguía sin asimilarlo.

      Se llevó la palma de la mano hacia los ojos, ignoró cuánto le escocían e introdujo el código de la puerta. El cerrojo se abrió y le dio paso al interior. Valoró la posibilidad de colgar la chaqueta junto a las demás, alineadas impecablemente cada una en su gancho correspondiente del perchero. Y entonces recordó cómo irritaba a Gray que hubiera ropa de gente «de fuera» junto al tapizado del recibidor, y se le ocurrió una idea mejor.

      Con una sonrisa, Emmitt lanzó la chaqueta al sofá y la gorra dio vueltas sobre su cabeza. No se quitó las zapatillas, pero dio una patada para que la hojita que se le había pegado al talón derecho fuera a parar de pleno al centro de la mesita del café. Satisfecho con su obra, caminó por el recibidor hacia las voces que salían de la cocina, resuelto a pisar con fuerza sobre el parqué, recién pulido.

      En casa de los Tanner, los domingos se dedicaban al fútbol, a la barbacoa y, en cuanto Paisley se hubiera acostado, a unas cuantas partidas de póquer. Y aunque se hubiera perdido el banquete, las maldiciones y protestas que oía de la cocina le sugerían que había llegado justo a tiempo para jugar a las cartas.

      Fieles a la tradición de los Tanner, sus amigos estaban inmersos en una partida de póquer con unas apuestas altísimas en la que, por lo visto, la masculinidad de alguien estaba en tela de juicio.

      —Serán solo unas cuantas horas —dijo Gray con las cartas en la mano y haciendo un superesfuerzo para poner cara de póquer. Para ser un tío cuya profesión incluía dar noticias de vida o de muerte, tenía más tics que un paciente con TOC en unos lavabos públicos—. Ya sabes lo importante que es el comité del baile para Paisley.

      —El club de ciencias también era importante para ella, y por eso me pasé buena parte del año pasado tejiendo jerséis para los pingüinos de Nueva Zelanda. —El que había hablado era el cuñado de Grayson, Levi Rhodes. Un tipo honesto, una leyenda de los mares retirada que ahora era el propietario del puerto deportivo de Roma y del bar y el asador anexos, y también el mejor amigo de Emmitt. Y la razón por la cual él tenía a una mujer semidesnuda durmiendo en su cama—. Yo ya he cumplido. Te toca, chaval.

      —Cuando me dijo que me había apuntado para


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