A Roma sin amor. Marina Adair

A Roma sin amor - Marina Adair


Скачать книгу
le dio una lista estricta de las cosas que debía evitar en cuanto le dieran el alta:

      El trabajo.

      Los antojos.

      El whisky.

      Las mujeres.

      Vale, el último punto lo había añadido él, porque si no fuera por las mujeres mandonas él no se habría quedado al margen, mientras otro acababa encargándose de la cobertura de su historia. Un tema del que no le apetecía hablar aún, y por eso había mantenido su regreso en secreto.

      A lo mejor había ido a un bar y se había traído a casa a una borrachilla para comprobar si su cama era demasiado grande, demasiado pequeña o perfecta. En su estado, lo dudaba, pero no era una posibilidad que, de entrada, pudiera descartar.

      La escaneó de arriba abajo de un solo vistazo. No, una mujer como ella seguro que no visitaba el Crow’s Nest en busca de rollos de una noche. Y los tíos como Emmitt nunca se abrían a algo más.

      Volvió a pensar en la teoría del coma. Y si había algo que Emmitt supiera hacer mejor que nadie era poner a prueba una teoría.

      —En otras circunstancias, te diría que cuantos más seamos, mejor. —Se pasó una mano por el pelo y, ¡joder!, hasta los folículos le dolían—. Pero hoy no me va demasiado bien.

      El miedo que sentía Annie enseguida se transformó en desdén.

      —Siento mucho interrumpir tu tranquilidad —le dijo antes de lanzarle el zapato a la cabeza—. Ahora, ¡largo!

      —Dios. —Emmitt se agachó porque, alucinación o realidad, era un objeto de lo más peligroso. De un rojo intenso, con un tacón de aguja tan afilado que podría cortar el acero o, como comprobó al mirar hacia el punto de la pared en el que hacía dos segundos estaba su cabeza, clavarse en el pladur—. Ahora en serio, ¿quién lo ha organizado? —le preguntó.

      —¿Cómo dices?

      —Ha sido Levi, ¿a que sí? El muy santurrón… Me dijo que quedara con tías porque se me estaba a punto de acabar la suerte y terminaría saliendo con alguna chiflada monísima. —Se tomó unos instantes para observarla de nuevo, y se fijó especialmente en sus braguitas (si tenía que apostar, diría que brasileñas)—. No pareces una de esas. Pero no sería la primera vez que me equivoco.

      —¿Una chiflada? —Annie agarró el mando a distancia de la mesa de centro.

      —Jo, Ricitos de Oro, has pasado por alto la parte más importante y mona.

      Annie se quedó donde estaba, en el umbral entre la retirada y la venganza, con el mando en alto y dispuesto a castrar al tío, y valorando su próximo movimiento.

      Emmitt se le acercó, empequeñeciéndola con su altura, y entró en el combate con una mirada, en plan «ataca si tienes lo que hay que tener», que acojonaría a cualquier adulto.

      Pero ella no estaba ni acojonada ni intimidada. Terca como una mula, entornó los ojos para mirarlo, y él se preguntó dónde había ido a parar el tono dócil y complaciente que había oído por teléfono. En la mujer que tenía delante no había nada de docilidad. Parecía una genia que acababa de liberarse de su lámpara. No una morena dispuesta a cumplir sus deseos. No, daba la impresión de que esta genia había acumulado rabia durante mil años y se preparaba para arrojarla sobre un pobre mortal.

      —Me llamo Anh Nhi Walsh. O Annie, si es que es un nombre demasiado cosmopolita para ti.

      Emmitt estaba a punto de decirle que en su pasaporte había más sellos que en casa de un filatelista, cuando Annie decidió que el pobre mortal iba a ser él.

      Aferrando el mando a distancia con toda su fuerza, dio un paso atrás y sonrió. Emmitt conocía bien esa sonrisa. La había inventado él.

      De hecho, era el puto amo de las sonrisas, con esos dos hoyuelos que de niño detestaba y que de mayor no paraba de explotar.

      Emmitt Bradley era un camaleón titulado capaz de tranquilizar, intimidar o seducir con un simple movimiento de labios. Y la sonrisa de ella era una promesa de guerra…, dolorosa y sangrienta.

      Así pues, Emmitt le regaló una de las suyas, de oreja a oreja, idéntica a la del gato de Cheshire, con la cantidad justa de amabilidad impostada para que Annie se estuviera quieta, y aprovechó la ocasión. Sin darle tiempo a reaccionar, hizo una rápida maniobra y la apretó contra la pared adyacente, las manos sujetas por encima de su cabeza.

      Con un jadeo de desconcierto, Annie lo fulminó con unos ojos del tono de marrón más oscuro que Emmitt había visto.

      —Suéltame —gritó, con la respiración entrecortada. Cada vez que inspiraba aire, el encaje del corsé interior de ella le rozaba el pecho a él, recordándole así que entre ambos llevaban la cantidad de tela exacta para usarla como hilo dental.

      —¿Ya has acabado? —replicó Emmitt. Cuando Annie volvió a entornar los ojos, Emmitt le arrebató el mando y lo lanzó sobre una silla. Le apretó la muñeca como última advertencia—. ¿Estamos en paz?

      Annie asintió.

      —Te tomo la palabra. —Emmitt estudió la arruguita de tozudez de la barbilla de Annie, sus labios carnosos y esos ojos peligrosamente oscuros, sugerentes y tentadores por los que un hombre perdería el juicio. Annie significaba problemas. Y, ¡madre mía!, cuánto le gustaban a él los problemas…, casi tanto como las mujeres—. Como traiciones mi confianza e intentes lanzarme algo que no sean tus braguitas, te voy a aplastar contra el suelo. ¿Queda claro, Anh Nhi Walsh?

      Ella se quedó helada al oírlo pronunciar su nombre. Y sí, a él le había encantado. Salió de sus labios más como una promesa que como la amenaza que pretendía. Pero bueno, no hay mal que por bien no venga. Lo que sus calzoncillos ocultaban le pedía que repensara su idea de alejarse de las mujeres.

      —Con Annie basta. Y mis braguitas no se van a ninguna parte.

      Emmitt se quedó mirándola durante un largo minuto antes de soltarle las muñecas. Pero no se movió. Podría aplastarla contra el suelo, pero estaba casi seguro de que tenía una tienda de campaña entre las piernas y no quería que se le notara más aún.

      Annie debió de darse cuenta, porque sus mejillas adoptaron un rubor muy sexy.

      —Pues Annie. —Emmitt miró hacia la alarma de su casa. La luz roja parpadeaba. Estaba activada—. Y ahora, ¿me vas a decir cómo has pasado por el sistema de seguridad?

      Ella abrió la boca para volver a gritar —a Emmitt no le cabía ninguna duda—, así que le puso un dedo sobre los labios. Una palabra más y los martillos neumáticos que ocupaban su cabeza se abrirían paso por todo su cráneo.

      —Bajito. Dímelo bajito.

      —Pues he metido el código de seguridad —masculló ella entre dientes—. Tu turno. ¿Cómo has entrado tú?

      —Abriendo la puerta que puse cuando compré la casa. —Hizo un gesto con la barbilla hacia la llave que colgaba de la cerradura, y fue entonces cuando reparó en el cielo estrellado que enmarcaban las ventanas. Estaba tan oscuro como cuando había cerrado los ojos hacía un rato—. ¿Qué hora es?

      —Las ocho y media.

      A duras penas había dormido unas pocas horas. Normal que estuviera hecho un desastre. Tenía sed, estaba cansado y necesitaba mear. Había llegado el momento de decirle a Ricitos de Oro que empezara a buscarse otra cama, porque la suya, a pesar de ser estupenda, no admitiría a nadie en todo el verano.

      —Oye, ha sido muy divertido —dijo mientras se recorría la cara con una mano. Al llegar a su mandíbula, se detuvo. Volvió a tocársela y notó la barba descuidada que le pinchaba la palma—. ¿Qué día es hoy?

      —Miércoles.

      —Dios. —Había dormido veinte horas, no dos, y perdido un día entero.

      A paso lento, se dirigió a la cocina, abrió la nevera y cogió una cerveza.


Скачать книгу