A Roma sin amor. Marina Adair

A Roma sin amor - Marina Adair


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sin su madre ni sin los dos hombres de su vida, el tío Levi y el padrastro Grayson, quienes ya habían reclamado con fuerza su porción del universo de la pequeña.

      Como Emmitt había sido el último en llegar, seguía peleándose por el lugar que por derecho merecía en la familia y en la vida de Paisley.

      —Siguiendo la misma lógica —le explicó Gray—, me gustaría que quedara constancia de que, ya que a mí me presenta como su padre y a ti como su papá, lo más lógico es que sea yo quien vaya con Paisley al baile de padres e hijas.

      —¿Que quede constancia? —se rio Emmitt—. No es una autopsia, doctor. Es el baile de mi hija. Y mi nombre en el certificado de nacimiento manda tu lógica científica al garete.

      —Pues queda la mía —interrumpió Levi—. Ha nacido y crecido siendo una Rhodes. Y también me gustaría puntualizar que yo estuve en su vida antes de que alguno de vosotros se dignara a aparecer.

      Decir que la situación de la familia era complicada sería quedarse cortísimo.

      —Levantad la mano si habéis cambiado un solo pañal —siguió Levi.

      Gray empezó a levantar la mano, y Levi lo fulminó con la mirada.

      —Pañales de Paisley. Los de tus pacientes no cuentan.

      Grayson se cruzó de brazos.

      —¿Quién conducía por todo el pueblo hasta que se dormía? —Levi miró a su alrededor. Solo él había alzado la mano—. ¿Nadie más? ¿Quién le dio el desayuno por la mañana y a quién le vomitó la leche de su hermana en toda la cara? ¿Quién le ha sonado los mocos con la ropa del trabajo? ¿A quién le ha dado una patada en los huevos?

      Las tres manos se levantaron al oír la última pregunta.

      Levi meneó la cabeza y soltó un bufido, para nada impresionado.

      —Cuando os la dio ya caminaba. Vosotros veréis. —Levi bajó la mano—. Yo lo único que digo es que, si hay alguien con el derecho de llevar a Paisley al baile, ese soy yo.

      —Y una mierda. —Gray se levantó, subiéndose a su tarima de creído—. Depende de la calidad, no de la cantidad. Yo soy el que la ayuda con los deberes, el que le da la mano cuando le ponen una vacuna, el que le seca las lágrimas, el que asiste a las reuniones del AMPA, el que la lleva en coche…

      —Porque eres un pésimo jugador de póquer —observó Levi.

      —Soy el que está todos los días en la trinchera. —Gray terminó con tal altanería que a Emmitt le sorprendió que no saltara encima de la mesa y soltara el micro.

      —O sea, el típico soso al que nadie quiere invitar a un baile —bromeó Emmitt.

      Gray no se rio. De hecho, estaba más serio de lo normal.

      —Soy el que está con ella todos los días, pase lo que pase.

      En opinión de Emmitt, Gray no había pretendido que sus palabras fueran tan incisivas, pero estaba claro que le habían dejado huella.

      Cuando Emmitt estaba en Roma, se cargaba el equilibrio natural de las cosas. Sabía que por ahora lo habían aceptado en el redil. Tampoco era un secreto que, cuando se iba a cubrir algún suceso, las vidas de todo el mundo se volvían muchísimo menos complicadas. Paisley no debía elegir en qué casa dormir. No iba a tener que correr antes de entrar a clase porque se había dejado los deberes en casa de Gray. Y no era necesario que dividiera su atención entre sus tres padres.

      Gray siempre le daba la lata con que renunciara a más propuestas de reportajes de las que aceptaba y para que pudiera estar más en casa. Qué fácil resultaba opinar cuando tu trabajo reducía tu radio de acción a una sola manzana.

      Emmitt había renunciado a muchas cosas en los últimos años. Al morir Michelle, quiso renunciar a más aún. Incluso le había propuesto a Paisley que se mudase con él. Para su desilusión, el psicólogo de su hija coincidió con Gray en que lo mejor era que ella viviera en el único hogar que había conocido.

      Otro sueño que Emmitt había enterrado aquel día. El padre a todas horas no iba a ser él. Aquel honor recaía sobre Gray. Por tanto, Emmitt recuperó su rol de papá enrollado, el que entrevistaba a estrellas, el que hacía regalos extravagantes e indulgentes, y volvía a casa fines de semana y vacaciones aleatorios.

      Era una mierda. Una bien gorda. Pero Emmitt era incapaz de hacer algo que le arrebatara la felicidad a su pequeña, aunque eso implicase compartir su educación con un tipo que era el paradigma del Papá del Año. Y con un tío que se erigía como el modelo de padre con el que debía compararse todo proyecto de progenitor.

      Cualquier chica debería sentirse afortunada al tener tantísimo amor a su alrededor.

      —No me costaría tanto estar con ella si no te empeñaras en mantenerme alejado de todo lo que ocurre. ¿Un ejemplo? Pues veamos… El baile de padres e hijas.

      —He estado un poco distraído. Hace solo cuatro meses que enterré al amor de mi vida, y es el primer gran acontecimiento sin Michelle —susurró Gray—. Déjamelo a mí. A Michelle le habría gustado así.

      Un largo silencio se instaló sobre la mesa.

      —¿Vas a jugar la carta del viudo? —dijo al fin Levi.

      —¿Ha funcionado? —Gray esbozó una lenta sonrisa.

      —Ni de coña —respondió Levi, y los tres se echaron a reír.

      —A Michelle le habría encantado vernos —dijo Emmitt—. Como si fuéramos un grupito de viejas que discuten sobre su carné de baile.

      —Sí, le habría encantado. —Gray recobró la seriedad, igual que los otros dos.

      De repente, el duelo que experimentaba cada uno de ellos se adueñó de la situación y les pesó hasta el punto de dificultarles la respiración.

      Michelle fue el último pensamiento de Emmitt cuando explotó la fábrica china que investigaba como periodista. Era el pegamento que los unía a todos, la fuerza amable de la familia, y la única persona que nunca ponía a parir a Emmitt por ser Emmitt y perseguir una historia.

      Levi perdió a su hermana, Gray a su alma gemela y Emmitt a la única persona que jamás lo había juzgado.

      Y ¿Paisley?

      Dios, Paisley no había perdido solo a su madre. Había perdido a su mejor amiga, a su consejera, a su defensora. El amor más esencial de su vida, con el que los demás amores iban a tener que rivalizar. Era una pérdida profundamente espiritual y Emmitt empatizaba con ella. Por eso, cuando lo trasladaron al hospital, se juró que Paisley no iba a perder a dos padres el mismo año.

      Sabía lo desolador y lo doloroso que era perder a un padre. Su madre murió cuando él era un poco más joven que Paisley. Su padre se volvió introvertido, taciturno, y casi nunca soltaba la botella el tiempo suficiente como para comprobar que Emmitt estuviera bien…, y mucho menos para llenar la nevera ni llevarlo a clase en coche. El día que se colocó delante del agujero del cementerio, Emmitt enterró a su madre y a su infancia a la vez.

      Cuando perdieron a Michelle, pues, se prometió hacer lo imposible para que Paisley no tuviera que crecer más rápido de lo necesario.

      —¿El tajo que tienes en el brazo está relacionado con tu inesperado regreso? —Gray señaló el pedazo de piel arrugada por unos puntos recientes que asomaba bajo el puño de la camisa de Emmitt.

      Él se bajó la manga.

      —En la fábrica que estaba investigando hubo un pequeño incidente y me quedé atrapado entre varias planchas extraviadas de hormigón.

      Reprimió el instinto de bajarse la visera de la gorra. Lo último que quería era que se fijaran en el corte que tenía en la cabeza. No si lo que deseaba era que el siempre prudente Dr. Grayson le diera el alta, la última condición que Emmitt necesitaba para que Carmen lo mandara de vuelta al campo de batalla. Gray no tenía por


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