A Roma sin amor. Marina Adair
que todo eso cabrá en un pósit? —le preguntó.
La mirada de Emmitt la recorrió de arriba abajo con suma lentitud, y Annie sintió chispas al sentirse observada por él.
—A mí me pareces el tipo de mujer que, cuando ha tomado una decisión, no deja que nada la aparte de su camino.
La manera confiada en que se lo dijo le provocó una oleada de escalofríos que le recorrió el cuerpo más rápido que su madre comprando en las rebajas.
—Muy atrevido por tu parte sacar esa conclusión de alguien con quien has hablado solo dos veces.
—Qué quieres que te diga, han sido conversaciones profundas. Además, eres muy fácil de interpretar.
Annie resopló dos veces, porque era tan fácil de interpretar como una señal en una calle oscura para un paciente con glaucoma.
Nacida en Asia y criada por padres blancos, Annie llegó al mundo como un oxímoron con patas. De hecho, cuantas más personas la conocían, más prejuicios se tornaban erróneos. Annie era la prueba viviente de que no hay que juzgar un libro por la cubierta. De ahí que le diera vergüenza haber hecho eso mismo con Emmitt.
Ser misteriosa se consideraba interesante, pero ser una interminable caja de sorpresas resultaba muy poco atractivo. A la gente le gustaba confiar en su propio juicio, y a Annie a menudo la juzgaban mal.
—Tú, ríete, pero me juego lo que quieras a que te conozco mejor que un tío con el que hayas tenido seis citas.
—Pues me impresionas, porque dudo que tú hayas tenido seis citas consecutivas en los últimos seis años. —Cuando Emmitt abrió la boca para protestar, ella añadió—: ¿Con la misma mujer?
—Soy tan observador que no necesito ni la mitad de tiempo que los demás para saber si algo va a durar para siempre o no —aseguró. Algo que la sorprendió porque, cuando pronunció «para siempre», no parecía que fuera a vomitar ni a salirle urticaria.
—¿Me quieres decir que estás abierto al compromiso?
—¿Si se presenta la persona adecuada? —Emmitt se encogió de hombros—. ¿Por qué no? Pero no necesito engatusar a nadie para saber si es adecuado para mí. A las personas que están en mi vida no les propongo jueguecitos ni las hago pasar por el aro para descubrir qué lugar ocupan. No, eso es inmaduro y bastante mierder, en mi opinión.
Annie vio un reflejo de dolor reciente cruzar el rostro de Emmitt y reparó en que, debajo de su confiada arrogancia, latía una inseguridad que la atraía. Su instinto le decía que alguien en quien él confiaba y a quien quería lo había engañado. Y a tenor de la nueva tristeza que teñía las palabras de Emmitt, alguien le había hecho muchísimo daño. Y recientemente.
La cuidadora que Annie llevaba dentro quería preguntarle si estaba bien, pero su lado pragmático llegó a la conclusión de que más valía no indagar. Cuanto más lo conociera, más humano se volvería a sus ojos, y más duro le resultaría echarlo de su propia casa.
Después de una noche como aquella, una chica lista cortaría por lo sano y se iría a la cama. Pero Annie estaba cansada de hacerse la lista, así que, en lugar de desearle buenas noches, dijo:
—Vale, pues deslúmbrame con tus habilidades de observación.
Si iba a tener que huir de mujeriegos encantadores, había llegado el momento de aprender a reconocer las señales.
—Ah, pues te voy a deslumbrar —dijo, y ella puso los ojos en blanco—. ¿No me crees? Pues démosle un poquito más de emoción al asunto. Si consigo deslumbrarte con mis magistrales habilidades de observación, mañana me quedo la cama.
Por lo que a Annie respectaba, mañana Emmitt no iba a compartir morada con ella. ¿Qué podía perder, pues?
—Deslúmbrame.
—Qué bien me lo voy a pasar. —Se frotó las manos como un niño en una tienda de chucherías—. Tienes debilidad por los misterios ingleses, por Shemar Moore y por los realities de citas.
—Saber lo que hay en mi cuenta de Hulu no te convierte en un observador, sino en un cotilla.
—Al principio del juego no hemos establecido normas sobre cómo recopilar la información. Pero dejaré a un lado tu pésimo gusto televisivo y volveré a lo romántica que eres.
—Pues claro que soy una romántica —lo rebatió—. Si hasta hace nada estaba preparando mi boda. Siento decírtelo, Emmitt, pero no eres más que otro tío cuyos talentos hacen que me pregunte por qué me molesto.
—Es evidente que te has rodeado de los tíos equivocados —la pinchó—. Iba a decir que tu romanticismo va mucho más allá de una boda de ensueño, Ricitos de Oro. La mayoría de las mujeres se abalanzaría sobre la oportunidad de gastar miles de dólares en un vestido nuevo, y tú fuiste a buscar a la modista perfecta para arreglar el de tu abuela. También querías casarte el mismo día que ella, un detalle que me hace pensar que no solo es la persona más importante de tu vida, sino que con ella nunca tuviste que preguntarte qué lugar ocupabas en su vida.
Emmitt se quedó en silencio y la contempló con tal intensidad que Annie se removió, inquieta.
Ya estaba a punto de ponerse a saltar cuando él añadió finalmente:
—Supongo que, sin ella, te has sentido un poco perdida en todo este embrollo.
—Pues claro que la echo de menos. Para eso no hace falta ser vidente.
—¿Cómo se llamaba? —quiso saber Emmitt, y la pregunta le provocó a ella una ola de calidez que inundó su cuerpo.
—Hannah —susurró. Le extrañaba por qué el mero hecho de decirle el nombre de su abuela le resultaba tan íntimo—. Y muchas mujeres escogen llevar el vestido de sus abuelas. Es una tradición bastante común.
—No comentaste que tu madre lo hubiera llevado, así que no creo que sea una tradición. Creo que querías llevarlo porque deseabas que Hannah estuviera contigo, y era lo que más se le acercaba —dijo, y el estómago de Annie se estrujó de la inseguridad, porque el tío lo estaba clavando—. Pero es evidente que hablar de la boda no te deslumbra, sino que te incomoda.
—No me incomoda —mintió, negándose a mostrarle lo difícil que todavía era para ella hablar de su abuela—. Es que estoy cansada.
—Pues te lo cuento rápido. Prefieres bañarte, pero te duchas para ahorrar tiempo. Sientes predilección por combinaciones extrañas, como peperoni y aceitunas, chocolate y mermelada, y camisetas extragrandes y braguitas diminutas. Eres una maniática de la limpieza, pero me juego lo que quieras a que hay un lugar en el que te desmelenas y dejas que todo campe a sus anchas, desordenado.
El rostro de Annie debió de reflejar sorpresa, porque Emmitt se echó a reír.
—¿El interior de tu bolso? O quizá sea tu coche, repleto de envoltorios, botellas de agua vacías, y seguramente también haya unas cuantas galletas madeleine para casos de emergencia. Sea donde sea, fijo que es un auténtico desastre. Eres tan romántica como complaciente. No te lo piensas dos veces antes de sacrificar lo que quieres para así facilitarle las cosas a alguien, y por eso no te importa que te llamen Annie, cuando en realidad prefieres Anh.
Una cruda y familiar vulnerabilidad la embargó, le llenó el corazón y se derramó por todos lados antes de arder como el ácido sobre el metal. O bien Emmitt era superintuitivo o en el mundo de ella todos estaban ciegos. Y no sabía cuál de las dos opciones la cabreaba más.
—Me estás mirando fijamente —le soltó él con brusquedad.
—Solo intento descifrarte a ti, pero como eso sería más largo que terminar un máster, y como me toca madrugar, creo que por hoy ya basta.
—Supongo que hasta los corazones heridos necesitan dormir.
—Supongo que sí. —Y antes de cometer una estupidez, como sentarse en el regazo de él