A Roma sin amor. Marina Adair
que Emmitt apagara la luz una vez ella se encontrara ya en el dormitorio, a salvo al otro lado de la pared. Así no se habría fijado en que sus Calvin Klein eran más brillantes —y más grandes— cada segundo que pasaba. Tal vez sus ojos solamente estaban adaptándose, y dilatándose para absorber el máximo de luz.
O quizá su suerte por fin había tocado fondo, porque no había duda de que los calzoncillos de él resplandecían. Cuanto más se acostumbraban sus ojos a la negrura, más confundida estaba ella, hasta que no pudo contener más tiempo la carcajada. Emmitt Bradley, el ser superior e intuitivo, llevaba calzoncillos que brillaban en la oscuridad.
Annie rio a medida que se revelaban las formas.
—¿Estás de coña? ¿Gatitos y arcoíris?
—Dime, Ricitos de Oro. —Ese día, su sonrisa se había ensanchado varios centímetros—. ¿Es demasiado grande o tiene el tamaño ideal?
Annie repasó las opciones que había barajado con anterioridad y optó por una quinta. Una retirada total y humillante.
Se giró, echó a correr como si la persiguieran unos sabuesos hambrientos y entró en el dormitorio a toda prisa. Cerró de un portazo antes de lanzarse sobre la cama. Tan ridícula y avergonzada se sentía que se tapó la cabeza con la sábana y cerró los ojos en busca de una protección extra.
—¿Es por los gatitos? —le gritó él desde la puerta.
Capítulo 6
Su madre solía decirle que era muy tozuda. A Annie le gustaba más describirse como decidida. Pero por más decidida que estaba a no perder ni un segundo de sueño por culpa del hombre de los calzoncillos que brillaban en la oscuridad, cuando el primer rayo de sol se coló por la ventana, tenía los ojos como platos.
Cada vez que los cerraba, su respiración se volvía ridículamente errática y sus pulsaciones se acercaban al nivel de infarto.
«Emmitt no es para tanto», se dijo, tumbada hasta que la suma de la colcha y sus cálidas espiraciones convirtió la cama en una sauna y Annie creyó ahogarse. «La madre que lo parió». Se destapó de repente.
Era imposible que pudiera enfrentarse a él. Nunca sería capaz de olvidar todo lo que había visto… Siempre que viera un anuncio de Calvin Klein experimentaría una descomposición visceral. Y de ninguna de las maneras, en ninguna circunstancia, Emmitt debía saber cuánto la había impactado.
No, ningún hombre tenía el poder de desbaratar su vida. Y el que se encontraba al otro lado de la puerta del dormitorio no iba a robarle ni un solo momento más de paz.
Se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño.
Como una zombi, se dio una larga ducha y dejó correr el agua caliente hasta vaciar la caldera. Eso no la ayudó demasiado. Todavía le picaban los ojos y el cerebro le funcionaba superlento, y terminó lavándose el pelo con espuma de afeitar. Y por eso cada vez que se olía el pelo se le endurecían los pezones.
Annie no sabía cómo, pero logró convencerse para no regresar a la cama con la agradable compañía de su querido vibrador. Se puso unos vaqueros y una camiseta, y entonces, temerosa de que Emmitt siguiera apostado junto a la puerta como la última vez que lo había comprobado, hizo lo que habría hecho cualquier mujer madura en su situación.
Sigilosa, salió por la ventana y corrió hacia su coche, dispuesta a darle varias veces al acelerador con el freno de mano puesto y a desearle los buenos días con un timbrazo largo y sonoro de claxon, por si acaso el muy canalla todavía dormía. Al alejarse del camino de entrada, sin embargo, un molesto pensamiento se adueñó de su cabeza. ¿Emmitt había sido más listo que ella o acaso Annie había caído en su juego?
Encaminarse a su puesto de trabajo sin que nadie la reconociera era una experiencia nueva para ella, y Annie disfrutaba de su anonimato en el Hospital General de Roma. Con el uniforme médico en el bolso y un ramillete de flores en la mano, no vestía como la médica asociada que era.
En Connecticut, de nada le habría servido. Ya antes de cruzar la puerta de entrada la habrían visto y abordado una docena de compañeros y pacientes. Le habrían hecho preguntas, muchísimas preguntas, sobre la boda, sus sentimientos, Clark, hasta que los curiosos llegarían a la que todo el mundo quería formularle: ¿por qué creía ella que Clark la había dejado?
De haber sabido la respuesta, Annie no habría tenido que mudarse en busca de perspectiva.
En Roma, Annie era una desconocida. Un rostro nuevo, que podía pasear por los pasillos de la UCI sin ser detectada por nadie y concentrarse en proporcionar el tipo de cuidados incondicionales que en su día la empujaron a estudiar Medicina. Quería demostrar a diario que todo el mundo merecía cariño y atención.
Ese día, la persona era Gloria, una conductora de autobús jubilada que necesitaba cuidados y mimos extras, y que agradecería contar con apoyo para superar el miedo que le daban los hospitales, al menos hasta que le dieran el alta de su operación de vesícula. Annie no había ido a leer el historial de Gloria ni a tomarle el pulso. Se había presentado en el hospital horas antes de que empezara su turno tan solo para cogerle la mano.
Nadie merecía sentirse solo.
En una UCI atípicamente silenciosa, Annie se dirigió a la habitación de Gloria. La mujer yacía en la cama más cercana a la ventana, con los ojos cerrados; aún no había salido de la anestesia. Sin hacer ruido, Annie fue hasta la ventana.
Fuera, el sol brillaba con fuerza e iluminaba unas cuantas nubes blancas algodonosas y el cielo azul. Una suave brisa mecía las lilas de las Indias que flanqueaban la Calle Mayor, formando así dos hileras idénticas de flores de un rosa intenso que se extendían hacia la playa, donde la espuma del Atlántico lamía la arena.
—¿Son nomeolvides? —preguntó una voz grave y adormilada.
Annie se giró y vio que Gloria volvía en sí, las mejillas ruborizadas por la tímida gratitud que sentía.
—Y unas lantanas. —Las manos de Annie acariciaron las flores con forma de paraguas e intensos rojos y naranjas.
—Mis preferidas. —Gloria carraspeó, Annie le sirvió un vaso de agua y se lo acercó a sus labios resecos—. ¿Cómo lo sabías?
—Delores, la de la floristería, me lo comentó.
—Son preciosas. —La sonrisa de Gloria desapareció al recorrer la habitación con la mirada—. No nos ve nadie, échale un vistazo al historial y dime cuándo crees que podré irme a casa. Si no pone que hoy, haz lo que debas hacer para cambiarlo.
—No voy a mirar en su historial porque no soy su doctora. —Además, las dos sabían que Gloria no se marcharía a casa ese día. La operación de vesícula solía ser un procedimiento ambulatorio, pero Gloria se quedaría dos días en observación porque en su casa no había nadie para cuidarla.
Y si había algo que el hecho de ser adoptada le había enseñado a Annie era que la familia tradicional no tenía el monopolio de los cuidados atentos y de corazón.
Annie dejó el jarrón de flores brillantes sobre la mesa vacía y se sentó al lado de la cama. No era solo la primera visita; sería también la única.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Annie a Gloria mientras le cogía una de sus frágiles manos.
La anciana le dedicó un amago de sonrisa y un cálido apretón de dedos.
—Ahora, mejor.
Gloria se la quedó mirando, sin decir nada, como si quisiera aferrarse a su compañía y disfrutar de la sensación de no caminar sola, pero sus párpados enseguida empezaron a caer, hasta que al final descansaron sobre sus mejillas.
Annie esperó a oír la respiración acompasada antes de salir al pasillo para llamar a las hermanas de Gloria, que vivían en Canadá. Ser la portadora de buenas noticias y dar tranquilidad a los seres queridos de sus pacientes era una de las