A Roma sin amor. Marina Adair

A Roma sin amor - Marina Adair


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un correo electrónico habría sido un bonito detalle. Así que se quedó junto a la puerta de la cocina, a la espera de que se dieran cuenta de su presencia—. Tengo planes —añadió Gray.

      El Dr. Grayson Tanner era tan solo unos años mayor que Emmitt, pero actuaba como si fuera el abuelo del grupo. Era un hombre equilibrado, tradicional y algo estirado, y luchaba para ganar el premio de Padrastro del Año. Le encantaba dar largos paseos por la playa, coleccionar conchas y elaborar detalladas listas de la compra con un código de colores en función de las categorías. Era un maldito héroe de la zona, y el bombón más deseado por todas las solteras del pueblo.

      Aunque Gray no estaba para nada interesado en tener una cita: hacía cuatro meses que había perdido al amor de su vida. A Emmitt no le sorprendería si jamás volvía a posar la mirada en otra mujer.

      —¿Con quién? ¿Con una botella de vino? —Levi separó dos cartas y las colocó boca abajo sobre la mesa antes de coger dos más del mazo.

      —He quedado con tu madre, mi suegra.

      Levi lo miró a los ojos por encima de las cartas.

      —¿Va todo bien?

      —Es para ponernos al día. —Gray se encogió de hombros—. No nos hemos visto desde…, en fin, desde el funeral de Michelle.

      —¿Quieres que hable con ella?

      —No necesito que me lleves de la manita —dijo Gray sin cambiar ni una sola carta—. Lo que necesito es que encuentres a alguien que te cubra en el bar para que vayas con Paisley a la reunión y después la traigas a casa.

      —Que no puedo. —Levi se echó hacia atrás y se crujió los huesos del cuello de lado a otro. Era un auténtico armario, con más tatuajes que dedos. Y por su pelo rapado y su actitud de malote, la gente a menudo creía que era un boxeador y no un fabricante de barcos que construía lujosos veleros tallados a mano a partir de unos tablones de madera—. Mañana juegan los Patriots, y eso quiere decir que en la barra del Crow’s Nest no sobra nadie. Sé que es una noticia sorprendente, dada la gran cantidad de noches libres que tengo —añadió con condescendencia—, pero estaré currando en el bar y vigilando a mi nueva camarera. Es decir, que tú harás las decoraciones y de canguro.

      —¿No te puede sustituir nadie? —Gray añadió tres fichas al montón—. Yo voy.

      —¿Desde cuándo necesita canguro una chica de quince años? —dijo al fin Emmitt al entrar en la cocina.

      Las dos miradas anonadadas se clavaron en él. La de Levi, acusadora; la de Gray, cabreada.

      «Ay, hogar, dulce hogar».

      —¿Qué coño haces ya aquí? —le preguntó Levi, al mismo tiempo que Gray decía:

      —¿Llevas zapatos en mi casa? ¿Para qué crees que está el estante para zapatos de la entrada? Si hasta he puesto un cartelito encima para que no lo olvides.

      —Ah, es que no lo he olvidado. —Emmitt abrió la nevera y la luz del frigorífico le provocó un dolor agudo detrás de los ojos—. He pisoteado tu parterre al entrar.

      —No llamas, no escribes, tan solo apareces por aquí y te bebes mi cerveza —dijo Gray.

      Durante esos días, el agua había sido la única droga de Emmitt. Una cerveza fresquita no sonaba nada mal después de la mierda que había bebido en su casa, aunque resultaba incompatible con el analgésico para calmar a un elefante que se había tomado antes de salir de la cabaña. Le quitó el tapón a la botella de agua, la vació casi entera de un solo trago y volvió a dejarla en su sitio. Antes de cerrar la nevera, cogió una segunda.

      Todavía sufría las consecuencias del jet lag. Un jet lag que, según los médicos chinos, duraría entre tres y un número indeterminado de semanas, en función de la suerte que tuviera. Su pasado más reciente sugería que la diosa fortuna era una guarra muy vengativa.

      —Ahora en serio, ¿qué haces en casa? —insistió Gray.

      —Yo también me alegro de verte. —Emmitt cogió una silla de la cocina y se sentó a la mesa—. China ha sido espectacular, por cierto. El viaje de vuelta ha resultado un pelín turbulento, pero aquí estoy, sano y salvo, gracias por preguntar. —Se giró hacia Levi—. Sigue apostando. Tiene una mano de mierda.

      —Que me mires las cartas y luego se lo soples está muy mal. —Gray se levantó—. Por eso odio jugar con vosotros.

      —Te encanta jugar con nosotros —dijo Emmitt—. Para tu información, cuando tengas una mano de mierda no te lo creas tanto. Si no, todos deducen que tienes una mano de mierda.

      —Abandono. —Gray tiró las cartas sobre la mesa y se dirigió al horno. Regresó con una bandeja enorme con pollo y lo que olía a la receta de los macarrones con queso de Michelle.

      El delicioso aroma a queso fundido hizo que a Emmitt le rugieran las tripas. En el viaje de vuelta no había comido más que unas bolsitas de cacahuetes y una barra de proteínas. Y de eso hacía ya treinta y pico horas.

      —¿Hay más en el horno? —le preguntó Emmitt.

      —No.

      —¿Y otro tenedor?

      Gray lo miró a los ojos. Ningún rastro de humor en su cara.

      —Si hubieras llamado para decirnos que habías vuelto, habría preparado más.

      —¿Y también me habrías recordado que el baile de padres e hijas era este mes? —Cuando los otros dos intercambiaron una mirada de culpabilidad, Emmitt añadió—: Recibí un mensaje de un vestido que cierta personita necesitaba sí o sí.

      —¿Habría servido de algo que te lo dijera? —le preguntó Gray—. Seguro que en breve volverás a marcharte varios meses por algún otro tema de actualidad.

      «Madre de Dios, ¿qué mosca le ha picado?».

      —Joder, pues sí, claro que habría servido —dijo Emmitt—. Es el baile de padres e hijas. Yo soy su padre. Por lo tanto, tendría que haberlo sabido, porque soy yo el que la llevará.

      Por algo se llamaba Paisley Rhodes-Bradley, por los clavos de Cristo. Emmitt conoció a la madre de Paisley cuando se mudó a Roma para ir al instituto. Tenía doce años, Michelle dieciséis y era la hermana de su mejor amigo. Pero no fue hasta que Emmitt volvió a casa tras la universidad cuando esos cuatro años ya no supusieron una diferencia tan grande. Michelle acababa de salir de una relación y quería recuperarse, y Emmitt quería vivir una de sus fantasías adolescentes.

      Parecía el momento perfecto.

      No necesitaron más que un beso para sellar sus destinos. Un beso que llevó a un sofocante fin de semana de verano que pasaron juntos en una playa desierta, durmiendo en una tienda de campaña y bañándose en el Atlántico. Los dos eran conscientes de que solo disponían de aquel fin de semana, así que lo aprovecharon de principio a fin.

      Emmitt no volvió a saber nada de Michelle hasta seis años más tarde, cuando cubría un atentado con bomba en el metro de Berlín. Había sido madre. Y estaba casi segura de que Paisley era hija de él.

      Cuando Paisley nació, Michelle creyó que el padre era el novio con el que lo había dejado justo antes de ese fin de semana mágico con Emmitt, así que decidió criar a su bebé como madre soltera. Sin embargo, cuando una prueba de paternidad confirmó que el padre de Paisley no era el que aparecía en el certificado de nacimiento, Michelle enseguida le mandó un correo a Emmitt. Él compró el primer billete disponible, con un anillo en el bolsillo, dispuesto a hacer lo correcto.

      Pero Michelle ya mantenía una relación estable con otro hombre. El doctor bombón había entrado en escena unos años atrás y se había arrodillado antes que él.

      Aunque eso no importaba. Emmitt solo tuvo que ver las cejas marrones y los hoyuelos adorables de Paisley para saber que no necesitaba los resultados de las pruebas. Sin lugar a dudas, el hada pequeñita con zapatillas de fútbol y una sonrisa


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