A Roma sin amor. Marina Adair
así, a lo Beyoncé.
—Muchas cosas tengo que recordarte. Empecemos por el dinero del vestido, que ahora me debes.
—¿Cuánto? —Clark suspiró, alto y claro.
—Cuatro millones de dólares.
—Venga ya, por el amor de Dios.
—No, Clark, por el amor del vestido de mi abuela. De mi abuela. —Se le rompió la voz, y también el corazón.
—Anh-Bon… —La empatía de Clark parecía sincera. Por desgracia, la condescendencia que traslucía también, maldito fuera.
—Cinco millones. ¡El precio acaba de subir! Y antes de que me vuelvas a llamar Anh-Bon, no te olvides de que también me debes la mitad del precio de la tarta, de las trescientas cincuenta invitaciones —de las que solo cincuenta eran para invitados de ella— y la fianza que adelanté para que nos reservaran el sitio. —Como era una novia muy independiente, Annie insistió en pagarlo ella. No quisiera Dios que diera la imagen de ser menos que él en su inminente unión—. Y como no he recibido nada del Hartford Club, deduzco que el cheque te lo han mandado a ti, ¿no?
Era la única razón que se le ocurría para explicar por qué su cuenta marcaba diez mil dólares en números rojos. Diez mil dólares que necesitaba desesperadamente.
—Reenvíame el cheque y punto —siguió—. Supongo que sabes cómo asaltar mi lista de contactos y encontrar mi nueva dirección, ¿verdad?
—No tengo que asaltar nada si la propietaria me da acceso —la pinchó Clark. Annie no rio—. Vamos, Annie, no seas así. Ahora mismo te mando por PayPal la mitad de la tarta y después de la boda te devuelvo la fianza del sitio.
—¿Que me la devuelves? —El agarre de Annie se relajó y el vestido de seda estuvo a punto de caerse al suelo, pero lo cogió justo a tiempo—. ¿Qué me tienes que devolver? La organizadora me dijo explícitamente que, si otra pareja reservaba ese mismo sitio, nos enviaría un reembolso. Y lo reservaron hace más o menos un mes. ¿Dónde está el reembolso, Clark?
—Es que Molls y yo quedamos allí para comer con mis padres. Es que es un sitio tan bonito... —Hablaba con nostalgia—. Histórico pero con todas las modernidades. Íntimo pero lo bastante grande para que quepa todo el mundo. Elegante pero no demasiado caro.
«Perfecto pero no para mí», pensó Annie.
—Al grano. El reembolso.
—Es que cubría todas nuestras necesidades, incluso más. Cuando mi madre les preguntó por la disponibilidad, nos dijeron que para ese fin de semana seguía reservado para nosotros.
—Imposible. Mi madre me dijo que canceló la reserva. —Su afirmación precedió el silencio—. No la canceló, ¿a que no? Por eso el vestido de mi abuela seguía en Bliss.
—Me dijo que tenía la esperanza de que lo solucionáramos. —Las palabras de Clark dieron paso a una larguísima pausa que hizo que las entrañas de Annie hirvieran de vergüenza. «No puede ser». Una reacción que a menudo acompañaba los intentos de su madre por encontrarle pareja—. Creí que, en estas circunstancias, sería una pena desperdiciar la reserva de un sitio tan bonito.
El presentimiento se había movido de su barriga, había ascendido por su pecho y ahora se había enroscado en su garganta.
—Lo que es una pena es que me pasara dos años esperando ir a ese sitio. Que la mitad de mi presupuesto para la boda lo invirtiera en reservar ese sitio. —Su mano aferró con fuerza la seda que le cubría la cintura y la presión arrugó la tela—. Clark, por favor, dime que no le has prometido mi sitio a Molly-Leigh.
—No sabía qué hacer. Es que miró por los ventanales y dijo que la luz del sol de media tarde iluminaba el recibidor como si de mil velas se tratara. ¿Qué querías que le dijera?
—Que gracias pero no, que habías plantado a tu otra novia y que ese sitio estaba prohibido.
—Lo intenté, pero me dijo que, después de vivir en primera persona la magia del Hartford Club, no se imaginaba un lugar mejor donde casarse.
La frustración le ardía en la garganta y la rabia se extendió, ocupándolo todo a su paso e impidiéndole respirar. Annie temió que fuera a desmayarse. Se llevó las manos a la espalda y desató dos corchetes del corsé para que sus pulmones se expandieran lo suficiente para hincharse de aire.
Como no lo consiguió, desató un tercer corchete.
—Coge papel y lápiz —le ordenó, la voz teñida por la furia que sentía—. Porque se me ocurren mil lugares donde casarse. ¿Estás preparado? Genial. Pues apunta. «Cualquier lugar que no sea el lugar con el que te ibas a casar con otra mujer». O qué tal esto: «Buscar un lugar que no implique que mi ex me haga de banco». Es mi colchón para emergencias, Clark —enfatizó—. Lo necesito.
—Seguro que encuentras un colchón de segunda mano, pero te prometo que te lo devolveré después de la boda. Así será más fácil y menos confuso.
—¿Para quién? —preguntó ella.
Clark se quedó en silencio. Su completa indiferencia despejó a Annie.
—Es el día que se casaron mis abuelos.
—Lo sé —dijo él en voz baja—. Por eso llevo días intentando hablar contigo. Quería conocer tu opinión antes de que nos comprometiéramos a nada.
—Lo del vestido no es discutible. Punto. —Reajustarlo otra vez sería una desgracia, quizá incluso imposible, pero de ninguna de las maneras el vestido de su abuela iba a servir para que se casara una mujer que no fuera una Walsh.
—Claro que no —respondió él, escondiendo muy pero que muy mal su decepción—. Me refería más bien al día de la boda.
Annie había trabajado con Clark durante seis años y vivido con él tres de esos seis, así que lo conocía de cabo a rabo. Por las pausas largas que separaban sus palabras, supo que el célebre cirujano Clark Atwood no le ofrecía opciones. Solo le revelaba su diagnóstico.
Las esperanzas que hubiera albergado Annie acerca de las posibles consecuencias de esa conversación se habían desvanecido. Clark había sopesado los distintos escenarios, había tomado una decisión y nada iba a interponerse en su boda. Todo seguía en marcha, a pesar de los pesares.
Una persona racional les habría espetado un sonoro «que te den» al universo, a Clark, al inventor de la tarta de zanahoria y —mientras desataba otro corchete del corsé— a todos los malditos ángeles de Victoria’s Secret. Pero la rabia era un lujo que Annie jamás se permitía.
—Clark, qué más da lo que yo piense o diga. Es tu vida, has decidido y yo ya no soy la novia.
Su corazón dio un doloroso e inesperado vuelco, seguido por una cantidad de latidos erráticos que preocuparían a cualquiera. No era resentimiento, ni celos. Ni siquiera ira. Annie había aprendido hacía mucho tiempo que el resentimiento hacia la felicidad ajena no la acercaba a su propia felicidad.
No, el dolor familiar que le recorría los huesos y que estaba afianzándose en ellos era la resignación. La resignación de haber perdido a alguien que en realidad nunca había sido suyo.
Harta de sujetarlo, Annie soltó el vestido y la seda se deslizó por sus caderas, dejándola solo con el bodi, los tacones y con una agobiante sensación de aceptación, acompañada de una aguda soledad.
—Lo sé —respondió él con calma—, pero sigues siendo mi amiga. Cuando rompimos, prometimos que haríamos lo que fuera para mantener nuestra amistad. No quiero perderla.
—Me convenciste de que no estabas preparado para casarte, y al cabo de poco menos de un mes, le escribías a otra mujer sonetos de amor por Instagram.
—La verdad es que fui muy inoportuno. Tendría que haberlo gestionado mejor. —Exhaló un suspiro y Annie estuvo a punto de visualizarlo con la palma de la mano sobre la frente—.