A Roma sin amor. Marina Adair
despedir al que hubiera pensado que (leyó la etiqueta) el kiwi combinaba bien con el lúpulo. Con una mueca, bajó la botella y se encontró delante de Annie, que se había tapado el conjunto de antes con una bata azul de médico.
—Emmitt el de «hola, Emmitt, soy Tiffany» —dijo ella con un tono de perfecta embriaguez formado por tres partes de helio y una parte de telefonista de línea erótica—. «Más te vale que me llames cuando vuelvas. Me ha tenido que soplar Levi que te fuiste sin darme más que un besito». —Annie puso los ojos en blanco y recuperó la voz grave y rasposa que a él le gustaba más—. Tiffany con y griega. No la confundas con Tiffani con i latina, que no volverá hasta que caigan las hojas de los árboles, pero quería que supieras que piensa en ti.
Reprimiendo una sonrisa, Emmitt se secó la boca con una mano y dejó la botella en la isla de la cocina.
—¿Cómo sabes tú eso?
Los pies descalzos de ella se acercaron al teléfono. Junto al aparato había una pila de pósits. Annie rebuscó un poco y levantó uno.
—Esta es Tiffany con y griega. —Se aproximó a Emmitt y le estampó la nota en el pecho desnudo—. Esta, Tiffany con i latina. —Otro golpe—. Y luego están Shea, Lauren y Jasmine.
Pam, pam, pam.
—Rachelle y Rochelle.
—Solo me has dado un golpe. —Le dedicó una sonrisa—. ¿Quién era? ¿Rachelle o Rochelle?
—Las dos —le espetó Annie—. Cuando se te llenó el buzón de voz, se presentaron aquí. Las dos juntas. —A medida que la sonrisa de él se ensanchaba, los labios de ella se apretaban para formar una fina línea—. Por no hablar de Chanelle, Amber, Ashley, Nicole, la dulce P y Diana. —Lo miró a los ojos—. Que me hizo prometer que apuntaría «Diana la salvaje». Me dijo que sabrías a qué se refería. —Esta última provocó un gran golpe.
—Au —murmuró él, pero no parecía demasiado preocupado.
—Toma. —Le dio las notas de la pila restantes.
Emmitt las fue pasando una a una para dar con el único mensaje que le importaba. En cuanto perdía el interés en ellas, las tiraba al suelo. Cuanto más avanzaba, más empeoraba su dolor de cabeza, hasta que incluso con los ojos entrecerrados se le hacía insoportable.
—¿Podrías buscar la de la dulce P? —Le devolvió las notas.
—No soy tu secretaria.
—Anda, pues esa es otra faceta de Annie que me gustaría ver. Con gafas y falda de tubo. —Soltó un silbidito, a lo que ella respondió cruzándose de brazos.
El movimiento ahora le tapaba el pecho, pero dejaba a la vista de Emmitt mucha piel más abajo. Era un conjunto bastante menos transparente que el que vestía hacía un minuto, pero casi le gustó tanto el disfraz de enfermera calentorra como el de estríper.
Casi.
—Pero es que me conformo con el mensaje de la dulce P. —Le puso en la mano los pósits que quedaban. Cuando vio que ella no los cogía, suspiró—. En serio, ¿cuánto tiempo llevas viviendo en mi casa? —Miró a su alrededor para admirar el nidito coqueto que se había montado Annie—. ¿Seis meses?
—Seis semanas.
—¿Has hecho todo esto en seis semanas?
Su cabaña, un espacio sobrio, estaba decorada con muebles minimalistas, con emoción minimalista y con esfuerzo minimalista. Solo quería vivir en una calle tranquila con vistas directas a la naturaleza. Era el único lugar del planeta en el que se relajaba y encontraba paz y equilibrio.
Y ahora no había ni rastro de esa paz. Todas las superficies estaban ocupadas por marcos de fotos o por montañas de libros viejos. Su colección de jarras de cerveza estaba escondida detrás de unas brillantes copas de vino. Y al habitual aroma a cedro lo había sustituido algún tipo de vela floral. Seguro que eran las violetas que ardían en la repisa de la chimenea, debajo de su cabeza de alce.
Emmitt parpadeó. Dos veces.
—¿Desde cuándo tengo una repisa?
Annie se encogió de hombros.
Por no hablar de su sofá, de un cuero muy masculino, hecho para ver partidos de hockey y las aventuras del superviviente Bear Grylls; ahora su sofá estaba casi oculto debajo de 137 cojines decorativos y una manta azul a juego.
Y no se trataba de un azul oscuro masculino, no. Ni de un azul de superhéroe. Qué va, la gigantesca y mullida atrocidad era del mismo azul clarito que las cajitas de las joyas por las que las mujeres se vuelven locas. Y que nadie le preguntara sobre las luces titilantes que pendían de las astas de Toro.
Como apenas había caminado erguido desde que había llegado del aeropuerto, Emmitt no había visto los cambios. Pero ahora lo asaltaban con tanta violencia que la migraña lo estaba acechando.
—No es permanente. Cuando me largue, todo se largará conmigo.
Por lo menos era sincera con los crímenes que había cometido. Otra gente, gente a la que él había conocido de primera mano, haría casi lo imposible por disimularlos.
—Pues leerme un mensaje es lo mínimo que puedes hacer por haber castrado a Toro —señaló al alce— y violado la intimidad de mis mensajes.
—Por lo visto, tu buzón de voz está lleno, de ahí que empezaran a llamar aquí. El teléfono no paraba de sonar y sonar a cualquier hora de la noche, así que me puse a anotar los mensajes. Y lo castraste tú cuando pegaste su cabeza en la pared como un trofeo. —Annie cogió el montón de pósits y buscó, sin dejar de resoplar en todo momento. Al final, le entregó una nota—. Toma. La dulce P.
—Toro no es de verdad, y fue un regalo. ¿Me lo podrías leer en voz alta? —La arruguita de tozudez de su barbilla reapareció—. No llevo las lentillas y no sé dónde he puesto las gafas —le mintió.
Con un suspiro de exasperación, Annie agarró la nota.
—Te ha llamado un millón de veces (sus palabras, no las mías) sobre el vestido que necesita sí o sí. También sus palabras, no las mías. —Para alivio de Emmitt, Annie no se había puesto a interpretar a una telefonista de línea erótica—. Te reserva el primer baile para ti. Qué mona. —Levantó la mirada—. Pero me apuesto lo que quieras a que a Tiffani no le hará ninguna gracia ser la segunda.
«Mierda». Llevaba mucho tiempo esperando con ganas el baile, y le daría mucha rabia habérselo perdido.
—¿Te dijo cuándo era el baile?
—No. Oye, ¿algo más? ¿O también quieres que te cante su número?
—Ya me lo sé.
—¿Te sabes el número de todas? —Annie lo miró fijamente.
—No. —Emmitt sonrió—. Solo el de la dulce P.
El de Paisley era el único que le importaba.
—Quizá deberías decírselo a las demás, para que dejen de llamar. La ambigüedad lleva a malentendidos —dijo Annie, con tono pretencioso.
—Los prejuicios, también —le respondió sin mayor explicación, impresionado por su habilidad para poner una mueca acusadora y arrepentida al mismo tiempo.
No era culpa de él que Annie hubiera sacado sus propias conclusiones. Emmitt se había esforzado muchísimo para asegurarse de que, en lo que a la persona más importante de su vida se refería, jamás hubiera ni un solo malentendido: Paisley Rhodes-Bradley era su mundo. Una maravillosa sorpresa en forma de hija que le había robado el corazón.
—¿La mujer que ha secuestrado un vestido de boda me va a juzgar a mí?
—¡Es. Mi. Vestido! —Volvió a estamparle el mensaje en el pecho.
—Eso has dicho antes. Pero no creo que Clark lo haya pillado. —Cogió