A Roma sin amor. Marina Adair

A Roma sin amor - Marina Adair


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Y arreglar los desastres de su ex no estaba entre ellos.

      Ya no.

      —Llama al Dr. Capullo —dijo.

      —Llamando al Dr. Capullo —repicó la voz de mujer. Annie se había desinstalado el locutor sexy con acento británico, a lo 007, el mismo día en que se enteró de la inminente boda de Clark. Pretendía cumplir a rajatabla con su nuevo estilo de vida libre de hombres.

      Clark respondió al primer tono.

      —Dios, Annie. Llevo semanas llamándote —dijo, como si ella fuera el único problema que tenía en su vida.

      —He estado muy ocupada con el nuevo curro, decorando mi nuevo piso y pidiendo disculpas a mis familiares porque, por lo visto, que el novio se case con otra mujer no es motivo suficiente para que las aerolíneas reembolsen el dinero de los billetes.

      Hacía ya tres meses que, un buen día, al despertarse, Annie se había encontrado con una cama vacía, un armario más vacío aún y un mensaje de texto esperándola en el móvil:

      Lo siento, Anh-Bon, n puedo. Eres lo mejor q m ha pasado, y d haberlo intentado cn alguien, sería contigo, n lo dudes. N sé si lo d casarme va conmigo. Perdóname.

      Annie tardó una semana en darse cuenta de que la boda, la romántica luna de miel en Roma con paseos junto al río Tíber y el futuro que llevaban años construyendo se habían esfumado.

      Tardó una sola publicación de Instagram de su ex (del que hacía tan poco que se había separado que aún tenía el anillo de compromiso) en la que aparecía con una sonriente rubia y la descripción: «Por fin he encontrado a mi amor verdadero» en darse dos semanas de margen —que era más de lo que Clark le había dado— para encajar el golpe y solicitar una vacante temporal en el Hospital General de Roma.

      En cuanto le llegó la oferta, hizo las maletas, dispuso el cambio de dirección, dejó el anillo y el resto de los regalos tras de sí para que se lo enviaran todo a Clark, y se prometió un futuro repleto de oportunidades emocionantes y destinos exóticos. Se había esforzado para ser una médica asociada internacional porque quería ver mundo. Los seis años de escala en Hartford habían terminado.

      Aquel era su momento.

      —Si estás tan ocupada, ¿cómo has tenido tiempo de meter «asesinar al prometido» en el puesto número uno de tu lista de pendientes? —le preguntó, y Annie cogió el móvil en busca de un micrófono oculto. Cuando estaba a punto de arrancar la batería, Clark añadió—: Sigo teniendo acceso a tu agenda.

      —Que haya olvidado eliminarte no te da ningún derecho a leer mis cosas —lo acusó.

      —Es difícil pasar por alto una amenaza de muerte o mi nota preferida, «tiempo a solas para consolarme». —Clark soltó un silbido—. Cinco veces a la semana. ¿Gastas muchas pilas o qué?

      —No tantas como cuando estaba contigo. —La humillación le recorrió el cuerpo al pensar en los numerosos recordatorios que había incluido en su lista de tareas pendientes a lo largo de los últimos meses—. Y si has visto eso, también habrás visto que contacté con los de Bliss para cancelar los arreglos y que me devolvieran el vestido de mi abuela. Intacto. —Observó el reflejo que le devolvía el espejo—. Y no está intacto, Clark. Alguien lo ha tocado, y mucho.

      —Ahora que lo dices… —Annie oyó el familiar sonido del cuero cuando Clark se reclinó en la silla de su despacho—. Supongo que ha habido una confusión con las indicaciones, y el vestido de tu abuela ha servido para hacer…, en fin, el vestido de Molly-Leigh.

      Annie se sentó en el sofá y apoyó la cabeza sobre las rodillas.

      —¿Qué hacía Molly-Leigh en Bliss? —quiso saber. La pregunta le provocó un dolor tan intenso que era como si reviviera la ruptura de nuevo. Porque Bliss no era la típica tienda de vestidos de novia de usar y tirar que visita todo el mundo. Era una boutique especializada en restaurar piezas antiguas, y tenía una lista de espera de un año.

      Bliss no trabajaba con cualquier novia, y Annie no quería que una modista cualquiera se ocupara de su herencia familiar más preciada. Una herencia que ahora habían retocado para abarcar a Dolly Parton, la bola de Nochevieja de Times Square y los dos brazos de la justicia —que, por cierto, nunca se inclinaban a su favor—.

      —Vio un esbozo de tu vestido en el diario de boda y se enamoró.

      Annie levantó la cabeza y miró por la ventana hacia el porche trasero. Suspiró con alivio cuando vio su diario de boda. La neblina marina de la noche había aparecido enseguida y había dejado una ligera bruma de rocío, pero el diario seguía donde lo había arrojado, al lado de la piscina, debajo de la mesa de la terraza, en una caja con la etiqueta: «Ropa sucia, copos de avena y sueños rotos».

      —¿Cómo ha podido ver mi diario de boda?

      —Nuestro diario de boda —la corrigió él, y en la barriga de Annie comenzó a gestarse un mal presentimiento—. Le pedí a una de las enfermeras que hiciera una copia.

      —Un uso muy inadecuado del personal y del material del hospital. Y ¿para qué? Si no ibas a casi ninguna de las citas.

      —Fui a las que eran importantes.

      —O sea, a una. A la única que te importaba a ti —lo corrigió—. Llegaste veinte minutos tarde a la prueba de la tarta. Y solo porque tenías entre ceja y ceja que fuera tarta de zanahoria. A nadie le gusta la tarta de zanahoria, Clark. A nadie.

      —A mi madre sí. Y también a Molly-Leigh.

      «Ay».

      —Pues veo que has encontrado a tu pareja perfecta —susurró mientras alzaba la mano, cuyo dedo anular se veía desgarradoramente desnudo.

      «Las decisiones de los demás tienen que ver con ellos, no conmigo», se recordó.

      Eran las palabras que le dijo su psicólogo cuando, de niña, empezó a tener ataques de pánico en aquellas situaciones que la hacían sentirse una inepta. A lo largo de la adolescencia, las blandía como si fueran un arma. Ya de adulta, le gustaba creer que eran más bien un mecanismo de defensa para cuando las inseguridades le hacían una desagradable visita.

      —Todavía me debes la mitad de la fianza —le recordó.

      —Esa es mi Anh-Bon —dijo Clark en voz baja. Tiempo atrás, que la llamara así hacía que revolotearan mariposas en su corazón. Hoy le provocaba ganas de vomitar—. Siempre recordándome mis errores. Sin ti, jamás habría abandonado mi fase egoísta.

      Annie se echó a reír ante la ironía.

      Al ser la hija adoptiva de dos célebres psicólogos, y la única que desentonaba en su entorno, Annie había adquirido la curiosa capacidad de identificar y mitigar los miedos de los demás. Encontraba una solución antes incluso de que la mayoría de la gente fuera consciente del problema. Por eso era tan buena en su trabajo. Y tan fácil que se abrieran con ella.

      Las enfermeras del hospital la habían apodado «Dra. Freud».

      Annie era una buena chica con un buen trabajo que lograba atraer a buenos chicos con opciones de ser algo más en lo que al amor se refería. Su existencia había sido una sucesión de hombres monógamos, todos con una tara terrible que les impedía encontrar al amor de sus vidas. Durante la mayoría del tiempo que estaban con Annie, creían que era ella. Al final, sin embargo, Annie los ayudaba con sus taras emocionales para que otras mujeres fueran muy felices con ellos.

      En su ADN llevaba grabado «esposa en prácticas». Tenía el don de ayudar a sus novios a superar sus problemas. Cuatro de los cinco últimos habían conocido a sus mujeres al cabo de pocos meses de romper con Annie. El quinto se había casado con su amor del instituto, Robert.

      Y entonces llegó Clark. Un caballero muy metódico con bata de quirófano, con una familia increíble, un plan de vida sólido y unos cimientos inamovibles. Fue el primero en ponerse de rodillas y decirle a Annie que, para él, la búsqueda había terminado.

      Se


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