El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
ligeramente amenazante. No era un hombre autoritario, pero no estaba dispuesto a que nadie, y tampoco aquellos estudiantes, faltara al respeto a un docente y mucho menos a un amigo.
En el fondo del aula, un solitario y timorato alumno miraba fijamente al nuevo profesor de prácticas. Antoine Dupont llevaba observando al amigo de su profesor desde que entró esa mañana a la facultad. Dupont había llegado muy temprano, como de costumbre. No era insomne, pero era raro el día en que demoraba más de las siete la hora de levantarse de la cama. No siempre iba a clase; a veces se quedaba leyendo en la cama algunas de las novelas que le recomendaban sus camaradas, o bien desayunaba con su madre y luego la acompañaba al colegio donde ella impartía clases. Ese día, tras prometerle que aquel sería el último año de su vida universitaria y que acabaría la licenciatura, había llegado el primero a la cafetería, donde con un té con leche hojeó el periódico durante casi una hora hasta que reparó en aquel forastero retraído. Llevaba una corbata horrible y unos pantalones demasiado grandes que además le quedaban cortos. Un bigotillo muy fino sobre el labio y un pelo abundante torpemente peinado hacia atrás con cierto desaliño. En la cafetería no había hablado con nadie. Ningún profesor reparó en él. Se le notaba nervioso, miraba a un lado y a otro, hasta que por fin apareció el profesor Fournier, que lo agarró del brazo y lo acompañó a clase.
Antoine era un alumno algo conflictivo, muy involucrado en política y con una escasa motivación, pero a ningún profesor se le escapaba que era brillante en sus preguntas y con una capacidad de observación, análisis y reflexión enormes, y aquel día le pareció singular a Dupont que el extraño señor del bigote únicamente se bebiese dos vasos enormes de leche fría mientras, intranquilo, parecía esperar a alguien. Algo que también extrañó a Dominique, el camarero que, tras un infructuoso intento por charlar con él, le informó de que no disponían de batido de fresa, procediendo a llenarle dos veces seguidas aquella enorme jarra de una leche espesa y espumosa. No quiso comer nada. Le escuchó decir al camarero que tenía la costumbre de desayunar más tarde, y se limitó a ingerir dos cápsulas rojas que sacó de un pastillero con el último de los tragos de aquella leche helada. A Dupont, que seguía observándolo con curiosidad, también le sorprendió su defectuoso francés. Estaba sentado en la mesa más próxima a la barra mientras contemplaba la escena, con su sempiterno diario Libération, apoyándose en su gruesa carpeta negra con la bata de laboratorio sujeta entre las gomillas. Su madre solía decir insistentemente que si las algas y los moluscos le interesaran lo mismo que la política, hacía años que estaría licenciado y con plaza fija en alguna empresa o en cualquier instituto de Francia, que era lo que ella siempre deseó para su único hijo. Pero ya era el séptimo año que Antoine cumplía en la Universidad, aunque había prometido que sería el último.
Dupont sintió desde esa mañana que el nuevo ayudante profesor Adames era un ser distinto y extraño. Sintió incluso cierta compasión por él cuando lo vio solo y nervioso. Se preguntó varias veces quién sería. Si un docente invitado o el padre de algún alumno. Tampoco vio disparatado que se tratase de un excéntrico científico sudamericano, español o italiano.
Dieron, recordadas por un molesto timbre, las ocho y media; pagó su desayuno y se metió a toda prisa en el aula IV.
* * *
Cuando Gregorio Adames llevaba tres noches en Marsella y había conseguido al fin encontrar alojamiento para todo el año, François Fournier le presentó a Cristine, su mujer, y el catedrático los invitó a cenar en un majestuoso restaurante del barrio de Le Panier. Una maravillosa brasserie justo al lado del edificio de la Charité y enfrente del museo de Arqueología mediterránea. Fournier tenía reservada la mesa de siempre. La misma mesa donde acudía tanto con las personalidades y autoridades invitadas por la Universidad como a celebrar un aniversario de boda o cualquier otro acto familiar. No le era difícil encontrar un pretexto para saborear uno de los platos de aquel menú degustación exquisito y escandalosamente caro.
A la señora Fournier, una atractiva dermatóloga hija de un rico burgués del norte, más que acostumbrada a los actos oficiales en los que su marido se había pasado media vida académica seguidos de sus tediosas sobremesas, esta cena con el señor Adames le importaba muy poco, pero estuvo, víctima del sopor de la indiferencia, dando vueltas a su cabeza toda la noche. Aquel forastero con tan mal gusto en el vestir y el imperceptible mostacho mal afeitado le resultaba familiar. Pero ignoraba de qué y no se atrevió a preguntárselo. El francés que empleaba era pésimo, lo mezclaba con inglés y español, y resultaba por momentos ininteligible, pero parecía entenderse a la perfección con su marido, que permanecía absorto cada vez que Adames, con diminutas y fugaces sonrisas, hablaba de alguna de sus observaciones del fondo marino o de algún dato histórico o de arte. Moluscos extintos, catedrales, códices, cuadros, enciclopedias de la Ilustración e incunables. Ignoraba el número de temas que pusieron sobre la mesa esa noche en la brasserie del museo arqueológico, pero empezaba a cansarse y no dejaba de cuestionarse cómo dos hombres que se habían visto tan poco disfrutaban de aquella manera con esas materias, además de irradiar tamaña complicidad.
La segunda botella de Chianti que pidió el profesor Fournier hizo que Cristine le pusiese una cara extraña, intentando advertir a su marido de que habían pasado ya casi cuatro horas desde que llegaron y empezaba a cansarse. El profesor Adames apenas probó una copa. Se excusó diciendo que no solía beber alcohol y esa vez, tal y como les dijo, sólo hizo una excepción por pura cortesía, aunque no pasó de mojar los labios en aquel tinto.
Aquella bellísima mujer no paraba de interrogarle por su procedencia y pasado inmediato, interrumpiendo en numerosas ocasiones el parlamento lleno de cultura y sabiduría de aquellos eruditos.
Adames, ligeramente abrumado, miraba de reojo a su amigo, levantando la ceja izquierda en una especie de tic nervioso. Le incomodaba todo aquel torbellino de preguntas, y lo hizo notar mirando su copa intacta fijamente, torciendo el gesto. Con una mirada furtiva y dura, el catedrático la hizo callar de inmediato. No sólo era aquél un invitado, era un amigo. Ésta, malhumorada, se levantó al tocador, ausentándose durante diez minutos. Entonces, François se acercó la silla a la mesa y, entusiasmado, proseguía con la conversación, intentando restar algo de tensión ante la indiscreción de su esposa.
—Con suerte y algo de tiempo e influencia, sacarás una plaza estable de profesor ayudante de prácticas de Ecología y Zoología marina, en mi departamento. Estoy intentando, desde ayer mismo, que esa plaza salga cuanto antes. La mereces. Eres el mejor que conozco, pero antes debes terminar las asignaturas que faltan en tu expediente, algo que, conociéndote, no te será difícil —dijo Fournier, ligeramente excitado por la emoción, llenando las copas de nuevo y terminando su postre de tiramisú.
Fournier miró su reloj, un precioso Rolex Submariner de acero, regalo de su padre en sus recientes nupcias, y vio que era demasiado tarde. Se excusó para ir al baño una vez que hubo llegado su mujer y aprovechó para pagar la cuenta en la barra. La guapa doctora con la que se desposó no hacía mucho el compañero Fournier volvía, aunque más discreta, a demandarle información, incluso creyó, probablemente a causa del Chianti que bebía sin ganas por culpa del aburrimiento, que ya lo había visto antes en alguna parte.
Adames, incrédulo, subió los hombros, resignándose, y le contestó cortésmente.
—No lo creo. La última vez que vi a François era un hombre soltero. Fue en Milán en el año cincuenta y ocho. Hace casi veinte años de eso. Después perdimos el contacto telefónico y únicamente una o dos cartas al año hicieron que supiésemos el uno del otro y por dónde iban nuestras investigaciones y descubrimientos del fondo marino y los moluscos mediterráneos. Hace diez años, junto a un malacólogo italiano llamado Spada, firmamos los tres un exitoso artículo que enviamos a la Royal Society. Esa fue la última vez que supe de él.
La señora Fournier bebía lentamente el vino mientras lo observaba. Le preguntó si le molestaba el humo de su pitillo, obteniendo permiso de aquel extranjero abstemio que, como le dijo, tampoco fumaba.
—Mi único vicio es el mar —respondió.
Los taxis que solicitaron desde el restaurante llegaron juntos a la puerta de la brasserie, y