El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
chalet de finales de siglo vivía la única persona que podía evitar una sentencia a muerte de su hermano José. Joaquín Madariaga López había sido diputado socialista por Málaga hasta el año treinta y cuatro y vivía retirado en Nerja, donde escribía ensayos y traducía novelas escritas en alemán. Los militares rebeldes no tardarían ni seis meses en tomar la provincia y Santiago, secretario del ayuntamiento nerjeño, lerrouxista y fiel a la República del presidente Azaña, sabía que con su hermano podían cometer una locura en cualquier momento.
—¿Santiago? ¿Eres tú? —preguntó el exdiputado, ya anciano y miope, sujetando a su setter irlandés del cuello mientras abría la puerta.
—Tienes que ayudarme —dijo mirando al suelo tras quitarse el sombrero—. Es mi hermano José. Lo han detenido.
La visita a la cárcel improvisada había durado apenas quince minutos escasos. El coche gris oscuro del tío Santiago dobló la esquina y Adolfo y Elisa se levantaron del escalón del penal donde esperaban impacientes. Elisa se abalanzó sobre su cuñado y lo cogió fuertemente por los hombros, zarandeándolo y haciendo caer al suelo su pitillera.
—¿Has podido hacer algo? ¿Qué van a hacer con él? —preguntaba con la respiración entrecortada la mujer de José. Un vahído por poco la hace desmayarse.
Santiago asintió, mirándola, y se quitó de nuevo el elegante sombrero dejando la incipiente calva al descubierto.
—Creo que he podido aclarar esto, pero no sé por cuánto tiempo —decía mientras sacaba un sobre blanco del bolsillo derecho de la levita negra que acostumbraba a vestir—. Ahora vuelvo —dijo entrando deprisa en el diminuto pasillo de la prisión.
Entró a toda prisa apartando a la multitud que se agolpaba allí, compuesta por milicianos, simpatizantes y familiares de presos. Una vez entró en la pequeñísima sala donde estaban las dos celdas y vio al siniestro soldado que vigilaba junto a los barrotes, le extendió la carta dirigida al capitán Martínez. Lo cachearon de nuevo y pudo pasar al despacho sucísimo del oficial de Maro, Sebastián Martínez Marín. Este era peludo, bajísimo y sudaba como un auténtico cerdo. De su gorrilla roja caían goterones de sudor enormes, más incluso que cuando ejercía antaño los oficios más ingratos. El cargo le venía muy grande y lo sabía. Abrió torpemente el sobre con la carta de Madariaga y la leyó con dificultad, muy lentamente.
—Nunca he sido hombre culto, Quiles. Además en esta ratonera no se ve una mierda —dijo acercándose a la ventanita.
Tardó demasiado en leer la carta y Santiago se impacientaba.
—Madariaga puede que tenga razón —dijo al fin el capitán—. El faccioso de tu hermano puede que nos venga bien más adelante. Dicen que Franco llegará en breve, que será por Algeciras o por Granada. La tropa esta acojonada. Mis hombres no son profesionales y no tengo ni una puta enfermera que me cuide a estos pobres desgraciados cuando les den para el pelo los moros de Franco. Está bien, llévatelo. Pero como salga de su casa me lo cargo yo mismo a garrotazos. Les diré a los chicos que monten guardia allí en la playa —concluyó el oficial, irritado y empapado en sudor.
Santiago no sabía cómo agradecer el extraño gesto de humanidad del oficial.
—A veces los zagales, que están muy verdes, se me entusiasman demasiado. No nos lo tengas en cuenta, Quiles.
Roberto nunca olvidaría ese maldito día de primeros de otoño del maldito año 36. Tampoco olvidó jamás la impresión que le produjo ver a su padre salir del penal cabizbajo y magullado, desnortado, sucio y hambriento. Ni el abrazo enorme, eterno, fortísimo, que le dio éste tras llegar hasta allí en bicicleta por el camino de la playa, mientras los animaba a todos y trataba de restar importancia a su detención y a las falsas acusaciones.
—Sólo son muchachos. No saben lo que hacen. Los han engañado. Confiad en mí. Soy un buen hombre. Esto acabará pronto —dijo José emocionado y dolorido, más tal vez porque sabía que no era cierto su presagio que por las palizas que había recibido.
Roberto pasó toda esa noche encerrado en su cuarto. No quiso probar la comida ni habló con nadie durante días. Su padre permanecía en arresto domiciliario desde que el exdiputado socialista y viejo amigo del tío Santiago consiguiese, por el momento, salvarle el pellejo.
Los pacientes asignados al cupo de la iguala de enfermedad de José tuvieron que desplazarse hasta la enorme casa de la colina de la playa. El capitán Martínez había dejado claro que no quería que se moviese de allí. El dispensario que el doctor Quiles tenía desde 1923 en la calle Barranquilla fue abierto y destrozado, tiraron piedras y se llevaron hasta la camilla de los enfermos. Su domicilio había sido invadido por tres familias que ahora convivían con ellos, otros tantos se habían instalado en el jardín y destrozado el laboratorio de investigación de José.
Le habían establecido un cupo de veinte pacientes por día y no era raro que enfermos con patologías gravísimas tuvieran que marcharse de la casa del doctor a empujones de los milicianos playa abajo. El resto del día lo pasaba atendiendo a los soldados republicanos y las jornadas de trabajo lo tenían fatigado y exhausto. Ya no era joven y estaba empezando a enfermar.
Empezaba a hacer frío y José Quiles intentaba calentarse en su despacho a duras penas, con un infernillo que servía para hervir algunos instrumentos médicos. Puso en un recipiente con agua las agujas para la insulina que a diario le inyectaba la matrona y ayudante Fuensantita Pérez. Esta era una joven del pueblo de Tolox, en la Sierra de las Nieves. Con quince años había entrado a trabajar en la casa del médico como ayudante en las labores de la señora Elisa, pero pronto José advirtió en ella tanta destreza y buen hacer con los enfermos que decidió incorporarla a su consulta y llevarla consigo en los partos y operaciones en las casas y en el campo.
—Tiene usted el azúcar por las nubes, don José. Mire el color de la tira de sangre. Y mire el de la orina —dijo Fuensantita alarmada—. No puede usted seguir así.
—Sí, hija, es cierto. No me encuentro nada bien últimamente. Estoy fatigado y me canso mucho. Estoy perdiendo la vista y cojeo del pie derecho. Me estoy haciendo viejo demasiado joven —maldecía el doctor sentado en su sillón con gesto dolorido.
En ese momento de pequeño descanso entre pacientes, el cabo Ramón Moreno entró sin llamar a la puerta en el dispensario, abriendo violentamente y apremiándolo.
—Cámbiate, Quiles. Han herido al sargento en el monte.
Habían pasado dos semanas cuando Roberto comenzó a salir a la calle en las dos únicas horas en las que su madre se lo permitía. Empezó a probar poco a poco la comida y tras la insistencia de los amigos que iban a diario en su busca optó por empezar a ir a pescar, a cazar jilgueros y a dar unas vueltas con la bicicleta a pesar del mal tiempo que fue constante todo el otoño. En el colegio, cuyas clases eran interrumpidas constantemente por el curso de la guerra, apenas lograba concentrarse.
Arturo Suárez era hijo de don Luis, el boticario e íntimo y asiduo tertuliano de su padre. Ese día los dos cogieron sus sedales y probaron suerte entre las rocas del espigón, justo debajo del mirador al que el rey Alfonso XII había bautizado como Balcón de Europa. Arturo no encontró palabras para animar a su amigo y estuvieron callados más de una hora, a pesar de que las circunstancias del boticario no eran muy distintas de las del médico. Los milicianos habían saqueado la botica y no habían dejado medicación suficiente para la población nerjeña, y su familia tampoco podía salir de la casa, que tenían encima de la antigua botica. Por si fuese poco, la depresión que su madre padecía desde hacía años se agravó y ya no vio la señora del boticario Suárez razón alguna para levantarse más de la cama.
—Sé lo de tu padre, Roberto. Me imagino cómo debéis estar —habló por fin el zagal, que no encontraba el momento ni la palabra, mientras le pasaba el brazo por el hombro—. Todo esto tarde o temprano pasará y seguiremos como siempre. Tenemos que ser fuertes.
—¿Por qué ha empezado esta guerra, Arturo? —preguntó extrañado Roberto a los pocos minutos, lanzando el sedal con desgana.
Uno de los corchos empezó