El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
aún, e ignoraban la realidad de lo ocurrido, y el general Kummer y su esposa todavía tardarían en volver del teatro.
Esa primera relación íntima consumada otorgó al joven Albert una parte importante de la autoestima de la que llevaba gozando toda su vida, e inculcó en él una obsesión —no siempre placentera— por la conquista y la seducción ante las mujeres, arte que solía poner en práctica a diario con notable éxito y con damas de diferente rango y estofa.
Los encuentros con la niñera se mantuvieron durante un año, aprovechándose ambos de las ausencias del general y de su esposa Sophie, más preocupados de las fiestas y los actos sociales de aquella Alemania en decadencia que de su familia y sus pequeños.
El general Kummer nunca supo a ciencia cierta lo que ocurría entre su primogénito y la nodriza, pero siempre sospechó que en las miradas que furtivamente se dirigían había probablemente más que la simple relación del servicio con un joven burgués para el que trabajaba. Éste tampoco veía con buenos ojos el ambiente que se respiraba en la capital germana por culpa de la tremenda crisis económica que golpeaba la República de Weimar. Se sucedían revueltas y manifestaciones, y por momentos reinaba el caos y el desorden. Por si fuera poco, se iban creando nuevos partidos políticos, algunos de ellos violentos, a los que numerosos jóvenes se afiliaban deseosos de un futuro mejor para aquella gloriosa Alemania en horas tan bajas. No quería esas circunstancias para su hijo mayor, y siguiendo el consejo de un general ingeniero decidió enviarlo a la universidad de Múnich, donde cursaría estudios de ingeniería industrial.
El 2 de octubre de 1923, el joven Albert Kummer subió al tren en dirección a Baviera, a una residencia de estudiantes del Campus de la Universidad de Múnich, donde compartiría habitación con otro joven berlinés. El poderoso general no vivió lo suficiente para darse cuenta de lo mucho que se había equivocado.
* * *
La mañana del 23 de mayo de 1973 en la Costa del Sol lucía un sol enorme y abrasador que se sostuvo en el cielo más de trece horas. La jornada resultaba extrañamente cálida para tratarse de una primavera fría y oscura que había resultado demasiado lluviosa. Esa mañana de asueto el cónsul general de Alemania prefirió no dar el paseo larguísimo habitual a sus dos preciosos perros bracos grisáceos y de ojos azules con los que solía llegar hasta las montañas de Barranco Blanco. Aunque era sábado, el calor repentino no le pareció propicio para la caminata, que entre la ida y la vuelta distaba casi quince kilómetros. En una pequeña casa del barranco vivía un íntimo amigo que había pertenecido a la Wehrmacht, nacionalizado español, con el que solía departir hasta el mediodía los fines de semana y días festivos sobre la situación de la Alemania Federal, y de paso maldecir y hablar pestes de la República Democrática Alemana. Aquel hombre era además uno de los accionistas mayoritarios del entramado empresarial que el cónsul había ido forjando desde su llegada a España, Codusfin, en el que únicamente la construcción y sus materiales les proporcionaban enormes beneficios. Sin embargo, aquel solitario compatriota era un hombre de letras, un escritor, y prefería dejar los negocios y la gestión económica en manos de Kummer. Aquella ruta a pie la solía hacer en unas cinco horas, y después, en su inmenso chalet con vistas a Fuendetorres, realizaba estiramientos y abdominales en el jardín, ayudándose de una colchoneta y unas máquinas modernas con algunas pesas. Ese día prefirió dar una vuelta por el pueblo y comprar algo en el mercadillo del Compás de Majer.
Desde hacía algún tiempo se estaba poco a poco convirtiendo en un ermitaño. Le encantaba estar solo, y odiaba que lo reconocieran por la calle sus paisanos e intentaran agasajarlo o convidarlo a una copa. Llevaba siempre un panamá beige y unas gafas de piloto con las que intentaba pasar desapercibido, algo que casi nunca conseguía. Apenas salía de casa, exceptuando los numerosos —demasiados— actos de sociedad y cenas de gala que no paraban de producirse en aquellos años merced al auge del turismo y de la construcción de la costa sureña, donde los negocios y la emigración alemana subían como la espuma.
Una diferente mezcla de suerte, azar y la inestimable ayuda del régimen del general Franco habían proporcionado a Albert Kummer su mejor y más próspera época vital, y sin duda una felicidad más que razonable. No siempre sopló el viento a su favor, ya que desde el año 46 había sorteado con destreza algunas dificultades relativas a su oscuro pasado, pero ahora estaba mejor que nunca y disfrutaba del momento. Su sueño de hacerse inmensamente rico hacía ya años que lo había cumplido.
Mathilda Kummer, su esposa, daba esa mañana toquecitos en el cristal que separaba el salón del inmenso jardín que la casa tenía ante el mirador, intentando llamar la atención de su marido, que permanecía absorto mirando el mar y la maravillosa mezcla de azules y verdes que ese día le estaba regalando. Mathilde salió a avisarle al comprobar que no le oía, y los perros aprovecharon para colarse dentro de la casa, algo que sacaba de quicio a la esposa del cónsul, pero que Kummer siempre permitía. Decía que la mayoría de las personas estaban más sucias que sus perros.
—¡Albert!, ¡Albert! ¿Es que no me oyes? —llegó diciendo la señora Kummer hasta donde estaba su esposo estirando los brazos con la mirada perdida.
—Disculpa, querida, creo que estoy perdiendo el oído, ¿qué ocurre?
—Es el teléfono. Es Ansaldo, parece importante —dijo Mathilda.
El cónsul dejó la toalla en la colchoneta y se puso la parte de arriba del jersey blanco con pico azul marino con el que solía hacer ejercicio y se fue hacia su despacho, malhumorado y pensando por qué demonios nunca pasaba tranquilo un solo día. Estaba muy cansado. La semana había sido agotadora entre reuniones y actos profesionales. No entendía a santo de qué su secretario personal había de molestarlo ese día de asueto y vida familiar.
—Pablo, ¿qué es lo que quiere usted ahora? —le preguntó contrariado—. Creía que después de tantos años conocía mis normas. Le recuerdo que hoy es sábado.
—Perdóneme, señor Kummer. Acaba de llamar la secretaria del ministro Villalcázar. Al parecer esta noche dan una fiesta en la casa de la playa, la de debajo de la antigua fortaleza fenicia, en Fuendetorres. Su hija se acaba de prometer con un joven millonario de Extremadura y quiere celebrarlo por todo lo alto. Lamentaban haber avisado tan tarde y con tan poco tiempo.
Albert Kummer se frotaba el cuello y negaba con la cabeza. Lo pensó unos instantes y, tras encender un cigarrillo, aceptó la invitación.
—Qué vamos a hacer. Es Villalcázar. No puedo negarme. Dile que estaremos allí —ordenó con voz muy baja.
—Está bien, señor Kummer. Recuerde que es a las diez en punto y de etiqueta —dijo el secretario personal antes de colgar—. No se preocupe que le llevaré el esmoquin planchado y almidonado.
—De acuerdo, traiga el blanco. Y ya sabe, que se esmeren en el planchado.
Cuando el cónsul y Mathilda terminaron de acicalarse en el inmenso vestidor del cuarto matrimonial con vistas al mar, Kummer aprovechó para fumar otro cigarro en su despacho y llamar al chófer. Serafín Galiano hacía catorce años que llevaba al cónsul alemán de un sitio para otro y a cualquier hora del día. Después de una semana frenética, a Serafín también le tocó trabajar en sábado por la noche.
—¿Dónde vamos, cónsul? —preguntó el chófer, curioso. No había en él rastro de cansancio.
—Es muy cerca. Aquí abajo, a la casa de Villalcázar, el ministro —dijo el cónsul, ajustándose la pajarita con el cuello estirado mirando el espejo retrovisor del centro del coche.
Serafín conocía de sobra al cónsul y su patológico sentido de la perfección y el atractivo personal. No tardó en elogiarle y en asegurarle que estaba como siempre, espléndido y muy elegante, algo que agradeció Kummer con una pequeña sonrisa y convidándolo a un cigarro que sacó de su brillantísima pitillera de plata americana.
—¿Tardará mucho la señora Mathilda, don Alberto? —preguntó algo impaciente Serafín.
—No tengo ni la más remota idea. Hace años que dejé de impacientarme y de preguntar —dijo Kummer, resignado—. Para esta mujer el tiempo no existe.