El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado

El trapero del tiempo - Rafael Gª Maldonado


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en busca de la barra de los licores, donde estaban sus esposas junto con la anfitriona, acompañadas por el promotor San Martín. La señora del ministro, Margarita, era una mujer encantadora, y había presentado hacía ya rato a Mathilda y a la esposa del médico, Amelia. Las dos se habían sentado juntas y parecían haber congeniado muy pronto. Aunque la noche se tornó algo fría y tuvieron que ponerse el chal y la chaqueta respectivamente, ambas habían encontrado diversos temas de conversación interesantes, y apenas notaron el cambio repentino del tiempo. Junto a ellas se sentó Margarita, que iba de mesa en mesa intentando agradar a todo el mundo, algo que consiguió con creces.

      Amelia Barranco se había casado con Roberto Quiles cuando sólo tenía diecinueve años, y su llegada a Fuendetorres junto al doctor causó un gran impacto en los siete mil habitantes que por entonces tenía el humilde pueblo pescador por su extraordinaria belleza y altura. No había mujeres así entonces, y mucho menos en una pequeña población de la posguerra española. Muy pronto se había ganado la admiración del pueblo por su bondad y buen hacer, a lo que contribuyó la buena fama que su marido iba ganando poco a poco con su por entonces frenético ejercicio de la medicina. Ese día había elegido una falda estampada con unos tacones de plataforma negros y una camisa sin mangas con un chal muy oscuro. Llevaba el pelo recogido y con dos grandes perlas en las orejas.

      El cónsul saludó uno por uno a todos los componentes de la mesa, y en el turno de Amelia Barranco se detuvo unos instantes tras la presentación por parte del médico, antes de besarle la mano con una reverencia exagerada.

      —Es usted el hombre más afortunado que conozco, Quiles —dijo Kummer—. Su esposa es bellísima, doctor.

      —Lo sé, cónsul. Todos los días doy gracias por la vida que tengo —dijo el médico, orgulloso, mientras Amelia enmudecía ante la imponente presencia del germano y su chaqueta de esmoquin blanca con pajarita oscura y clavel rojo en la solapa.

      Los dos llenaron sus copas de nuevo apartándose del pesadísimo promotor y fueron juntos hacia la barandilla que daba al mar tras la gigantesca piscina, en un intento de huir de la música de la orquesta, que tocaba un repetitivo pasodoble tras otro. Allí, durante casi una hora, departieron largo y tendido acerca de asuntos de toda índole: negocios, medicina, construcción, Alemania, Franco y un largo etcétera. Fuendetorres y su entorno representaban para los dos una especie de sueño americano que les había permitido prosperar y vivir con una posición social y económica envidiable. Pero ninguno de los dos intuía entonces, en aquella soberbia velada, lo poco que tardarían las cosas en torcerse y hasta dónde podían llegar las miserias humanas en un mundo infestado de corrupción como era aquella España gris y siniestra, en la que seguían mandando los mismos prebostes que se resignaban a creer que la luz y el aire puro comenzaban a entrar en el país.

      Capítulo iv

      Misivas

      Cada nueva carta insinuaba por un rato que su libertad duramente conquistada cesaba de justificarse, perdía pie, se borraba como el fondo de las calles mientras el autobús corría por la rue de Richelieu.

      J. Cortázar, Ceremonias

      La carta que recibió Gregorio Adames aquella mañana de octubre de 1978 contenía mucho más de lo que esperaba. Eran dos folios completos y minuciosamente mecanografiados, en los que no había una sola falta de ortografía ni tachón alguno. La firma era la de siempre: P.

      Con las manos temblorosas y mirando cada pocos segundos hacia los lados en la cafetería siniestra donde se encontraba, situada justo enfrente de la oficina central de Correos, abrió la carta y leyó deprisa la información que su íntimo amigo le enviaba puntualmente cada tres semanas. Aquellas noticias eran extraordinarias, aunque no tanto en la distancia. Acababa de producirse un nuevo enlace matrimonial en su familia. Su hija pequeña acababa de casarse con su novio de siempre tras un larga relación. Inmediatamente se le humedecieron los ojos y guardó a toda prisa los dos folios en el sobre oscuro, pagó el botellín de agua que ni siquiera había probado y salió corriendo hacia la parada del autobús que había doscientos metros más abajo. Esperó un autocar que lo dejaría cerca de la entrada principal del Puerto Viejo, donde estaba su cochambroso y viejo apartamento. Temió haber llorado más y sintió vergüenza. Prefería, si debía hacerlo, llorar en casa, solo. Sin testigos. Siempre fue un hombre duro, y por momentos temió lo peor, ya que sabía que desde que se marchó de casa las cartas de su amigo le hacían pasar malos ratos, y no era raro el día en que se emocionaba en exceso y derramaba alguna lágrima de más.

      Llegó a su desordenada mesa de trabajo, situada en la estancia que había reservado para su despacho, en sólo veinte minutos. Ya mucho más tranquilo comprobó que no hubo celebración en el enlace de su hija y que toda la localidad a la que profesionalmente sirvió le seguía echando de menos. Sólo dos años no habían bastado para que la sociedad a la que perteneció durante tanto tiempo lo olvidase y no recordase ni se percatara de que era su figura, seria y apuesta, la que debería haber acompañado hasta el altar a su hija Lara, donde lo esperaba, nervioso y extraño, el joven médico Guillermo Vázquez, de quien su pequeña se enamoró hacía muchos años en un casual encuentro en una biblioteca, y a quien Gregorio conoció poco después, en una magnífica noche de cena y paseo por la ciudad en la que se licenció.

      Una lágrima cayó justo encima del folio cuando Adames leía de nuevo lo que supuso aquel día para su mujer. Había llegado a la iglesia con un traje negro y largo, con unas gafas de sol enormes marrón oscuro que cubrían prácticamente toda la cara. Nadie vio ese día los ojos de la que había sido —y seguía siendo probablemente— el rostro más bello de la comarca, pero todos intuyeron que aquella mujer que llegó al primer banco del templo católico del brazo de su yerno sufría una pena infinita y una tristeza que ya jamás podría revertirse. Aun de luto y fuera de sí, resultó elegantísima y discreta. Y sacó fuerzas para casar a su hija por la Iglesia, muy a pesar del joven Guillermo, del que solía decir su madre que había nacido ateo, y que despreciaba las sotanas desde que tuvo uso de razón. Había hecho un gran esfuerzo por verse allí, vestido de pingüino y aleccionado por un sacerdote, pero su amor por Lara y por su madre le hizo pasar aquel mal trago con una dignidad razonable. El padrino tuvo que ser Alejandro, hermano de la madre, por entonces un apuesto y altísimo constructor afincado en el este, que desde una tienda de ultramarinos en donde entró con catorce años como recadero había alcanzado un inmenso patrimonio y una fortuna considerable.

      Una vez hubo leído esto, Gregorio dejó los folios sobre la mesa y miró por la ventana hacia el mar, lleno de pequeñas embarcaciones de recreo; dio dos respiraciones profundas y secándose las lágrimas fue hacia el cuarto de baño, donde se echó agua en el rostro para despejarse. Se calmó y se prometió no emocionarse más. Maldijo una vez más su situación y se repitió, buscando coherencia, que las cosas habían sucedido de esa forma y que debía resignarse aunque ello le estuviese causando el mayor dolor que un ser humano había soportado jamás. Su vida ya no le pertenecía.

      Terminó la carta y supo que los novios marcharían a conocer Portugal y el norte de España, y se alegró infinitamente por todas las veces que le había dicho al joven Guillermo que tenía que conocer aquel país, que recordaba ilusionado su estancia universitaria en Coímbra a mediados de los años cuarenta, donde realizó una estancia de doctorado.

      Al intentar introducir los dos folios en aquel envoltorio amarillento, notó que ello le era complicado; sacudió el sobre y metió la mano intentando averiguar la causa del atasco. El sobre no traía esta vez sólo los dos folios. Había también dos pequeñas fotografías con cámara Polaroid, la inconfundible máquina de su mejor amigo.

      La primera de las fotos estaba hecha en la puerta de la casa familiar —que él mismo diseñó con un estilo moderno y atrevido para la época, a comienzos de los sesenta—, situada a pocos metros de la iglesia, el día de la boda de Larita. Allí estaban sus cuatro hijas, sonrientes. Elena, Verónica, Gema y Lara. A dos las había podido ver casar y las llevó al altar, orgulloso. Junto a las piernas de Verónica aparecía una cabecita rizada y que miraba de reojo a la cámara. Era Fernando, su único nieto, al que adoraba, y en los brazos de su hija estaba Elenita, hermana de Fernando. Una niña rolliza y rubia con la que se entretuvo Gregorio,


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