El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
la playa de Martigues que por el yacimiento de moluscos. Antes de cerrar la puerta recordó a la clase que el profesor Adames continuaría con el seminario a las cinco y a las siete de la tarde en el aula del mar de la planta -2.
—El profesor Adames es un experto en la biología reproductiva y su importancia en los moluscos, como ya saben. Hoy verán en clase varios tipos de nautilus y de amonires. No olviden los cuadernos —dijo dando un portazo antes de marcharse.
La Anatomía Descriptiva en Malacología no era una disciplina aburrida, pero Antoine no tenía, a la media hora de clase, más ganas de observar ni de dibujar cefalópodos, de modo que se acercó al profesor, que parecía disfrutar leyendo.
—¿Cómo está, Dupont? —preguntó Adames mientras se quitaba las gafas de cerca e interrumpía la lectura de una revista científica: Comunicaciones de la Sociedad Malacológica del Uruguay.
—Algo aburrido, profesor; permítame una pregunta. ¿Le ha sorprendido el descubrimiento de Sainte-Croix? —lanzó Antoine, sin rodeos.
Adames cerró la revista y buscó entre algunos gruesos tomos uno en concreto.
—La verdad es que sí. Estaba comprobando unas publicaciones y es muy probable que se trate de un yacimiento de polyplacóphora, que se llaman también chitones. Acabo de leer que en esa zona había muchas rocas antes de las últimas construcciones, y puede que lleven allí cientos de años, quizás miles. Estoy deseando que llegue mañana para acercarme hasta allí a inspeccionar un poco. Va a hacer buen día y no sabe las ganas que tengo de bucear un rato si las circunstancias me lo permiten.
Una alumna de la segunda fila de acuarios que observaba detenidamente a un precioso nautilus con rayas amarillas y negras flotando en la enorme pecera, levantó la mano, y el profesor Adames, tras disculparse ante Antoine, acudió a solucionar su duda. Dupont permanecía en una banqueta, sentado al lado de la mesa del profesor. El grueso libro de Malacología que el profesor tenía en clase y que acababa de encontrar estaba allí, Malacología mediterránea. Las tapas eran duras y estaba amarillo, tal vez por el constante uso y el tiempo. Era una edición muy antigua, y lo encontró abierto por una página donde se veían fotos de inmensas playas rocosas de lo que creyó el sur de Europa. La arena era blanca y fina, y por la posición de algunos árboles debía de hacer mucho viento. Estaba subrayado y con anotaciones a plumín azul. Miró al profesor, y lo vio concentradísimo en el acuario de su compañera, por lo que se atrevió a coger el libro, y su sorpresa no pudo ser mayor cuando comprobó, al leer el título en la primera página, que uno de los autores de aquel volumen era el mismísimo profesor Adames. Volvió a dejar el libro por donde estaba abierto y rápidamente retornó a su acuario. Pensó de nuevo en lo extraño de la situación del profesor Adames, del por qué de la llegada repentina de un profesor extranjero mayor, que además publicaba literatura científica, y por qué estaría dando un seminario en aquel antro de la universidad de Marsella.
El profesor volvió a su mesa, y continuó hojeando su revista mientras tomaba notas con una letra pequeña y preciosa, ayudado por una plumilla de tinta azul, cuando de nuevo llamaron su atención los alumnos que dibujaban y realizaban placas de petri en el otro lado de la clase. Antoine, intrigado, aprovechó para ir de nuevo a la mesa de Adames y abrir el libro, esta vez por la segunda página, intentando resolver su duda. ¿Sería Gregorio Adames realmente el profesor que tenía a sólo dos metros?
Antoine volvió a sorprenderse cuando leyó la dedicatoria del libro, en la que, con fecha de 1955, dedicaba la autoría del ejemplar a su mujer y a sus hijos. No lo podía creer. El profesor Adames no sólo estaba casado, también tenía hijos. Era increíble. ¿Quién en su sano juicio deja su vida y a su familia para irse a los sesenta años a dar clases a Francia? ¿O acaso habían venido con él?
Adames llegó a su mesa de nuevo y asustó a Antoine, que estaba muy concentrado mirando el libro, y lo dejó caer del susto que le dio el profesor al hablarle al oído.
—No se asuste, hombre. ¿Le gusta ese mamotreto? Está ya muy antiguo. Sólo lo utilizo para mirar algunos datos y fechas. Hay mejores y mucho más actualizados, sólo que son demasiado caros. Le propongo una cosa, Antoine, tiene usted buenas notas en todas las asignaturas de esta rama, tal y como me han informado, pero le aburren las clases teóricas, ¿por qué no viene mañana conmigo a la playa a ver el yacimiento? —preguntó Adames en voz baja, ilusionado.
Antoine se sorprendió y por un momento miraba a los lados, incrédulo.
—¡Por supuesto, profesor! Me encantaría.
—Además, usted será mi guía. No sé moverme muy bien aún por aquí. Ya sabe, de mi apartamento aquí y de aquí al centro de la ciudad. Nada más. Por si fuese poco, no tengo coche ni mi vieja motocicleta —dijo Adames—. Nunca he sabido conducir.
—No se preocupe, profesor, yo le llevaré. Si quiere lo recojo mañana en su casa. Tengo un Renault de mi padre, un coche muy viejo, pero hasta allí seguro que llegamos —dijo riéndose el muchacho.
—Muy bien, Dupont. Le anoto aquí la dirección, es en la entrada del Puerto Viejo, un pequeño edificio de tres plantas junto a un estanco, al lado de un bloque de granito. Mañana le veré allí a las 9 en punto, ¿verdad? Hay que aprovechar el día.
—Seré puntual, no se preocupe, profesor Adames. Hasta mañana.
La clase terminó y el profesor, a pesar del cansancio y la jaqueca que sentía, decidió ir andando hasta su casa. Ya se estaba haciendo de noche, pero el buen tiempo de aquel incipiente otoño le animó a hacerlo. Se sentía momentáneamente feliz y por un segundo casi olvidó la tragedia que era ahora su vida. Fournier le había conseguido la plaza de profesor de prácticas con sumo esfuerzo y, a sólo media hora de trayecto, oceanógrafos de su majestad la Reina habían descubierto un impresionante caladero fósil de moluscos. Además tenía un alumno encantador y atento que se ofreció a llevarlo y a dejarse enseñar por un ya viejo experto lobo de mar.
Llegó a las diez y cuarto a su apartamento. Tomó media pastilla de Valium para dormir con un vaso de leche fría y dos magdalenas. Se metió en la cama y el sueño lo sorprendió, como muchas de las noches de los últimos treinta y seis años, pensando en lo feliz que lo había hecho su padre el día que lo llevó a la Universidad y lo matriculó en la carrera que siempre soñó, meses después de haberlo dado todo por perdido.
Capítulo V
La guarida
—Ya veréis que su padre volverá pronto, confiad en Dios. El Señor no quiere más huérfanos en el mundo.
C. Malaparte, El compañero de viaje
El día amaneció frío y lluvioso. Las tremendas olas que ese día asediaban las costas de Nerja y el Balcón de Europa, unidas al oscurísimo cielo lleno de nubes y algún relámpago, no presagiaban nada bueno. Era el 8 de febrero del año 1937 y sería el día más importante en la vida del joven Roberto Quiles.
A las doce y pocos minutos de la mañana, coincidiendo con el único momento del día en que cesó la finísima lluvia y se abría a ratos el cielo, separándose las dos inmensas y negras nubes que cubrían Nerja, se dejaron ver los primeros hidroaviones caza del ejército rebelde del general Franco, pilotados por la Legión Cóndor procedentes de Cádiz. Los vigías apostados en el mirador de la iglesia del Salvador dieron pronto la voz de alarma y en apenas unos segundos el ruido de las sirenas y las campanas se tornó ensordecedor. Cientos de personas empezaron deambular corriendo de un lado a otro de la plaza de España en todas las direcciones, incluidos algunos ancianos que se refugiaron en el túnel del ayuntamiento; otros lo intentaron yendo a resguardarse en la iglesia, aterrados. Algunos incluso olvidaban a sus hijos en la carrera, presos del pánico y la desesperación. Los milicianos indicaban a toda prisa las entradas de los dos refugios para civiles, situados en dos sótanos muy próximos, uno en la calle Málaga y otro en la esquina con la calle Angustias. El ruido de aquellos aviones se notaba ya muy próximo y en las dos primeras pasadas sobre el pueblo no cayó proyectil alguno.
La primera de las bombas destrozó los postes