El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
que no lo había oído llegar. Tras él llegó Roberto, aún secándose el espeso y húmedo pelo con una toalla, y mirando hacia el despacho de su padre, donde no lo halló.
Barranco hizo el amago de sentarse, pero se abstuvo. Dejó el tricornio en el sofá.
—No sé muy bien por dónde empezar ni cómo deciros esto. Pero sé que sois unos muchachos fuertes, casi adultos y que ayudaréis a vuestra madre —dijo el guardia—. Ya sabéis que estamos en lo peor de la guerra y que no siempre se prevén las cosas, que se cometen muchas tropelías. Nadie esperaba esta crudeza aquí en Nerja, y mucho menos tan pronto y contra los civiles.
Roberto tenía la cabeza entre las manos, sentado en una silla. Miraba al suelo cuando se levantó de golpe, fijando sus ojos en los del sargento.
—Vaya al grano —dijo muy serio—. ¿Le ha ocurrido algo a mi padre, verdad? ¿Por eso no está aquí?
Le dio una calada larga a su cigarrillo sin filtro y miró a los dos hijos de José a la cara con dificultad, intermitentemente, hasta que la fijó en Roberto al tiempo que le ponía la mano, con un gesto afectuoso, detrás de la nuca. No había probado el café.
—Sí, Roberto. El ejército republicano se lo ha llevado en su huida hacia el este porque necesitaban un médico. Creemos que van en dirección a Almería… Fue ayer por la tarde, vinieron como locos a por él en medio del tiroteo. Se llevaron también a ese sargento rojo al que atendía, un tal Juan Calle. No sabemos nada más.
Adolfo, que era más débil, miró a su hermano, y los dos se mantuvieron tranquilos e intentaron aplacar la ira. Roberto le dio una patada a la silla y se fue a la ventana que daba al jardín, al lado del butacón donde siempre leía su padre las gruesas novelas francesas que tanto le gustaban. A los pocos instantes, abrió la boca.
—Don Antonio, ¿cuál es la edad mínima para entrar en el ejército? —preguntó Roberto sin dejar de mirar hacia el jardín que daba a la playa, donde su hermana pequeña se balanceaba en un columpio.
El guardia civil se fue raudo a su lado, en la ventana.
—No sea iluso, muchacho —dijo echándole el brazo por el hombro—, no piense en eso ahora. Debemos esperar a tener más noticias.
—¿Podría contestarme esa pregunta? —añadió Roberto, furioso.
—Si no me equivoco, en condiciones normales son dieciocho años; pero en la guerra... habrá excepciones, tendría que preguntarlo en el cuartel.
Al fin, el primogénito de José Quiles se dio la vuelta y dejó de mirar, lloroso, el mar a través de la ventana, sentándose en el butacón, mientras Adolfo gimoteaba junto a la chimenea, consolado por el previsor sargento que había construido la guarida y les había salvado la vida. Roberto inspiró varias veces de forma profunda, intentando encontrar un sosiego y un valor que le permitiesen dar aquel heroico paso. Luego llamó a su madre alzando la voz, que acudió veloz a su lado, irrumpiendo en aquel majestuoso salón que había cerrado hacía un rato dejando al sargento solo ante aquella terrible noticia. Mientras Elisa le acariciaba el espeso cabello, Roberto la abrazó por la cintura. Quiso hablar pero no podía, embargado por la emoción y la tristeza, y esperó algunos minutos antes de decirle a su madre que acababa de decidir combatir en aquella maldita guerra que la había dejado sin marido.
Capítulo Vi
Joachim
—Sabía que tú conocías la vida —me dijo—. Ahora eres un verdadero camarada.
—Sí —dije, aunque entonces me era indiferente ser su camarada, pero él parecía desearlo.
A. Camus, El Extranjero
Un pitido ensordecedor despertó a Albert Kummer en la estación de ferrocarril de Hauptbahnhof, en Múnich. Se había quedado dormido en el último tramo del trayecto, y el desagradable sonido más el brusco frenazo del tren lo sorprendieron con baba que caía de la comisura de los labios. No sabía cuántas horas llevaba durmiendo y estaba desconcertado. Se bajó del abarrotado vagón y, una vez recogidas las dos inmensas maletas del departamento contiguo, esperó casi una hora a uno de los mozos que la residencia estudiantil Freimann disponía para el traslado de los jóvenes universitarios desde la estación central. El señor que llegó en su busca era muy bajito y fuerte, y llevaba bombín. Con aparente poco esfuerzo cargó las maletas tras un rápido apretón de manos y pusieron rumbo a la residencia en un amplio automóvil. Albert se sintió cohibido, ya que en la casi media hora de trayecto el mozo apenas pronunció una palabra, y sólo contestaba las dudas del joven con monosílabos. No eran aún las seis de la tarde pero había anochecido casi por completo, la temperatura había bajado casi cinco grados en pocas horas y el auto se detuvo enfrente de la abarrotada puerta del centro residencial para estudiantes más prestigioso de la ciudad, la vieja residencia Freimann. A Albert, el edificio y alrededores le parecieron inmensos, incluso pensó que todo aquello debía de ser la Universidad al completo. Entre la verja de entrada y la puerta principal había casi un centenar de muchachos, despidiéndose de sus familias y charlando con los instructores y el director de la misma. La mayoría de los chicos estaban serios, aunque alguno se veía radiante por su reciente condición de universitario. Un joven pecoso y esquelético lloraba desconsolado junto a su madre. Albert no supo si llamar al timbre o esperar a que alguien abriese el portón, puesto que el mozo lo había dejado allí con las maletas sin explicación alguna. Esperó unos minutos, hasta que por fin oyó una voz que sonaba entre la gente pronunciando su nombre.
—¿Kummer? ¿Es usted el hijo del general? —preguntó un hombre enjuto y con gafas enormes que llegaba hacia la puerta con una especie de cuadernillo entre las manos.
Albert levantó la mano tímidamente.
—Pase, muchacho, pase, no se quede ahí. Estamos haciendo ya el recuento de alumnos. Además, habrá notado que hace bastante frío para el tiempo en que estamos —dijo el hombre, que andaba haciéndose un hueco entre la gente mientras rogaba silencio a la multitud.
Albert entró al fin, después de una señora obesa ataviada con piel de leopardo en el mantón, y tras subir con dificultad las maletas sin ayuda, se sentó en el banco de enfrente de la recepción mientras el miope y lo que intuyó dos secretarias revisaban los datos del muchacho y le abrían una ficha colegial. No se había quitado el abrigo ni la gorra, y enseguida se sintió triste y solo. Una extraña sensación de claustrofobia le invadió y quiso salir a toda prisa del edificio. Sus extremidades comenzaron a temblar y sintió ganas de llorar. Pensó en sus hermanos y en su madre, pero al recordar las lecciones del general apretó fuerte la temblorosa mano y las mandíbulas. «Ya eres un hombre», le había dicho su padre en Berlín antes de un frío abrazo, «y es un orgullo que vayas a ser ingeniero». Conforme sonaban en su mente las palabras de su padre la nostalgia y el pánico desaparecían muy poco a poco; respiró hondo y, a lo lejos, la voz del miope volvió a sonar.
—Muy bien, muchacho. Aquí está su ficha y su carnet de la residencia. Albert Joseph Kummer, diecisiete años, ingeniería. Habitación 218, segunda planta. Tiene usted un compañero de habitación, llegará mañana. Su nombre es Joachim von Ribbentrop, y está realizando su tesis doctoral en Historia Contemporánea. Si no me equivoco, estudia el convulso siglo pasado… Es un muchacho excelente que congeniará con usted, estoy seguro —concluyó aquel simpático jefe de secretaría, dándole una palmada afectuosa en el hombro—. Bienvenido otra vez. Es un orgullo tener aquí a un Kummer. Recuerde que a las ocho se sirve la cena.
Albert agarró de nuevo con fuerza las dos maletas y subió a la habitación, con no poco esfuerzo. Las dejó a la entrada y se sentó en la silla de una de las dos mesas de estudio, cansado. Miró por la ventana que daba al patio central interior y vio muchas habitaciones iluminadas y a muchos jóvenes que, como él, comenzaban ilusionados una nueva vida que los convertiría en médicos, abogados, ingenieros, historiadores, economistas y un largo etcétera. Deshacían maletas y ponían en aquellos minúsculos apartamentos fotos de novias, de padres, carteles y algunos retratos. Se dio una ducha de casi media hora y mientras colgaba la ropa se percató de que su compañero tenía una foto en su mesilla