El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado

El trapero del tiempo - Rafael Gª Maldonado


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apremiándolo hacia el coche, mientras le decía que era tarde y hora de marcharse.

      Esta vez en el majestuoso coche Delahaye sólo volvían los dos. Ignoró dónde se habían quedado el Gerhardt y Alfred. Albert estaba sudando, mareado y sentía mucho sueño, pero la curiosidad por lo ocurrido le hizo imposible no preguntarle a Joachim.

      —¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿De qué conoces a ese hombre? —preguntó Albert—. ¿Qué pretendía?

      Joachim puso la mano en la pierna del chico, dándole dos palmadas con afecto.

      —Verás, Albert. Ya sabes lo complicada que es la actual situación de nuestro querido país. A muchos nos duele ver lo que está sucediendo con Alemania, y queremos otra cosa. Otro Gobierno. Ese hombre que has visto, Albert, es distinto a los demás. El que viste no es un político ni un militar común. Él no quiere poder ni dinero, ni siquiera tiene un sueldo; sólo piensa en nuestro país y en el bien para todos nosotros, los hijos de Alemania. Me gustaría que lo escuchases un día porque sus palabras son la luz, muchacho. A mí a veces se me saltan las lágrimas de emoción cuando lo escucho. Esta noche sólo buscaba el apoyo del gobernador de Baviera. Queríamos que su partido se uniera al nuestro y dar el salto a Berlín con un gran proyecto político. Nuestro partido. El partido nacionalsocialista.

      —¿Pero quién es? ¿Cómo se llama? —insistía Albert.

      —El es el líder que necesita nuestro país. Tu país y el mío, amigo. Su nombre es Adolf Hitler —dijo el rubio, con una sonrisa y un orgullo que pocas veces había visto sentir a un hombre.

      Capítulo Vii

      El mar

      —No nos hallábamos libres de todo temor. Seres marinos venían a favor del viento y nos perseguían directamente.

      E. A. Poe, Las aventuras de Arthur Gordon Pym

      Debe de ser por aquí —dijo Gregorio Adames, mirando intermitentemente un plano ajado de Marsella que encontró en el apartamento del Puerto Viejo y a la vez al mar, que ese día aparecía al fin muy sereno, y en el que la luz relejada por un tímido sol le daba un color plateado. Dos enormes rocas, de unos treinta metros de alto cada una, formaban un pequeño valle, que al estrecharse creaban una pequeña cala prácticamente inaccesible desde el paseo marítimo de Sainte-Croix.

      Se apearon del destartalado coche de Antoine en un aparcamiento público rodeado por vallas blanquiazules que hacía sólo unos meses había estado abarrotado de turistas, pero que ese día estaba desierto; sólo para ellos y a muy poca distancia del mar. En la playa, ese primer sábado de noviembre no había nadie, sólo un viejo pescador que, arrastrando su barca hacia el mar, los miró de reojo y al que, a tenor de su gesto de sorpresa, extrañó que un muchacho y un señor apareciesen allí a esas horas y con mochilas, varios libros y un traje de buceo con aletas, tubos y gafas. Mientras Adames sacaba el material de buceo, Antoine no daba crédito a lo que pretendía hacer aquel excéntrico profesor.

      —¿Piensa usted meterse ya en el agua, profesor? Hace un poco de frío, y pienso que deberíamos ver antes el yacimiento, ¿no cree? Aún estamos lejos, si no se equivoca este mapa. Queda algo de camino todavía, en esa dirección.

      La visita al yacimiento de moluscos que, insistentemente, les comunicó Fournier había tenido que retrasarse unas semanas por el mal tiempo, pero la espera había merecido la pena.

      —No tenga prisa, muchacho. Hace más de dos años que estoy esperando este momento, y viendo cómo está hoy el mar no creo que resista ni un minuto más. El día es muy largo —decía Adames, con alegría desbordante, mientras encima del minúsculo bañador ajustado negro se enfundaba el grueso neopreno gris oscuro.

      —Anímese y póngase ese traje, Antoine. Era de un amigo y creo que le estará bien. No notará el frío, se lo prometo.

      Antoine era el más friolero de su familia. Su madre solía coserle jerséis de cuello vuelto cada invierno, y ya tenía una colección de varios colores. No solía quitarse ni el abrigo en clase y dormía con calcetines y varias mantas. Raro era el día que desde el otoño a la primavera no llevara guantes de lana. Esa jornada, el profesor Adames lo acababa de poner en un aprieto. El mes pasado le había invitado amablemente a acompañarlo a la playa a ver el descubrimiento fósil que los ingleses habían hecho del yacimiento, pero creyó que era una exageración el que fuese a meterse en el mar a bucear. El profesor había salido del aparcamiento del paseo marítimo con las aletas y las gafas en la mano, ya vestido con el traje que lo protegería del frío, saltó a la arena y recorrió a toda velocidad los veinte metros escasos que distaban hasta la orilla, a sólo un millar de metros de las dos grandes rocas entre las que se encontraba el yacimiento de lo que el profesor supuso que serían polyplacophora. Adames miró hacia las rocas, y divisó a lo lejos a dos o tres operarios con impermeables y botas amarillas sumergidos hasta la cintura y que, con un pequeño piolet, escavaban entre las piedras e iban guardando los pequeños trozos fósiles en bolsas que colgaban de los cinturones. Después miró hacia atrás y vio que Antoine no se decidía a ponerse el neopreno y a sumergirse con él; seguía indeciso junto al coche.

      —¿No piensa venir a contemplar el fantástico fondo marino de su país? ¿Sabe las maravillas que puede haber ahí abajo? No sea cobarde, Dupont. Con eso que le he proporcionado no notará nada. Además, mire el sol que viene por ahí —dijo Adames señalando el horizonte en el que un hermoso astro rey comenzaba a brillar con fuerza—. Es una balsa hoy nuestro Mediterráneo. Estamos de suerte —dijo el profesor, antes de introducir las piernas en el mar y sentirse exultante.

      Antoine lo pensó mejor y decidió intentarlo. Creyó que el profesor se metería finalmente, que era un farol, y que se quedaría solo largo tiempo, algo que le pesó más que el frío que notaba. Con torpeza se vistió con el recio traje de aquel amigo de Adames y, tras volver a meter el grueso libro de Malacología y las mochilas en el coche, fue hacia la orilla, en la que el profesor Adames ya estaba sumergido hasta la cintura, con los brazos en jarras y las gafas de bucear puestas en la cabeza, mirando el horizonte.

      —El mar es mi patria, muchacho —dijo el profesor—. Tengo sesenta años y he vivido en muchos sitios, pero cuando me preguntan de dónde soy siempre pienso que soy de aquí, un hombre del mar. No sabe lo que ahora mismo estoy sintiendo tras tanto tiempo sin volver a mi verdadera patria y notar el agua salada en mi piel.

      Dupont, mientras tanto, intentaba calzarse las aletas con dificultad, sin prestar mucha atención a lo que decía el profesor.

      —¿Lo entiende, Dupont? —preguntó el profesor, que acababa de volver la vista hacia donde estaba el muchacho, a sólo dos escasos metros de donde él inhalaba aquel aire fresco y salino. Sonrió al verlo vestido con el atuendo de submarinismo dos tallas mayor.

      Antoine no supo cómo contestarle al profesor, que seguía respirando profundamente por la nariz a la vez que hacía estiramientos, volviendo hacia atrás y hacia delante los brazos, queriendo absorber litros de aire marino en sus ya cansados pulmones.

      —¿No ha buceado nunca, Antoine?

      —Una vez, profesor, en un viaje a Sicilia con mis padres y mis tíos. Pero era verano. Además Italia no es Francia —dijo Antoine, que se había acercado a probar el agua con la mano, sorprendiéndose de que no estuviese tan fría como suponía.

      —¡Qué gran país, Italia! Aún tengo buenos amigos allí. ¿En qué parte de Sicilia estuvo? Creo que viajé por allí en el 65, a Catania y Palermo —decía el profesor con esfuerzo en su deficiente francés—. Guardo un estupendo recuerdo.

      —Recorrimos toda la isla en coche, profesor. Yo tendría unos diez años, y si no recuerdo mal, buceamos en Siracusa, al lado de las ruinas de una vieja fortaleza —se explicaba—. Mis padres aún estaban casados por aquel entonces.

      Gregorio Adames seguía sumergiéndose poco a poco, y durante aquella conversación en la que Dupont se sinceró en exceso en relación a sus desavenencias familiares, Adames ya había introducido el cuerpo entero. El sol estaba ahora en todo lo alto del cielo sin una sola nube que le hiciera sombra,


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