El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado

El trapero del tiempo - Rafael Gª Maldonado


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difícil.

      —Me alegro mucho. Yo soy de letras pero nos llevaremos muy bien. Hoy día hay que saber de todo, y sé que aprenderemos muchas cosas juntos —le animaba Joachim, poniendo la mano en el hombro del muchacho.

      Siguieron hablando y fumando largo rato, preguntándose por sus vidas, sus familias y sus aficiones. La botella de soda y el tabaco se terminaron y Joachim bajó a por otra a la habitación de un compañero de departamento.

      —Sabes, Albert, me gustaría que mañana me acompañases al centro de la ciudad, a tomar una cerveza. Quiero enseñarte esto un poco. Como sabes llevo aquí ya unos años, y Múnich es una ciudad algo grande y alocada, pero te encantará.

      —Claro que sí. Sería fantástico —contestó Albert—. No conozco aún a casi nadie.

      Era la tercera tarde que los dos compañeros de habitación salían de la residencia Freimann hacia el centro de la ciudad. Habían congeniado enseguida y el joven Kummer disfrutaba enormemente de la compañía de Joachim. Este había nacido en Canadá y también era hijo de un militar. Tenía ocho años más que Albert, al que le extrañaba que colmara de atención a un jovenzuelo como él. Le enseñó la historia de la ciudad de una forma tan perfecta y detallada que a veces Albert se desesperaba. Lo llevó a los museos, al teatro y al cine. El día anterior le había presentado a su novia Anne y habían cenado juntos en un majestuoso restaurante de Leopoldstraße. Hacían una pareja preciosa. Ella también era rubia y muy alta y, si cabía, aún más divertida y amable que Joachim.

      Tras salir de una elegante boutique en la que Albert se hizo su primera camisa a medida en Friedrichstraße, Joachim quiso que conociera a sus amigos íntimos, que se hospedaban durante todo el curso en una vecina residencia estudiantil, a sólo unas manzanas de la Freimann. Habían quedado para jugar a las cartas y Joachim lo llevaría con él. Albert no sabía jugar y tuvo que conformarse mirando las partidas por encima de sus cabezas. Se sentía mucho mayor entre todos esos hombres que ya eran en su mayoría licenciados o doctores. Le llamó mucho la atención el más bajito, que apenas hablaba pero llevaba ganando casi todas las manos y que era médico residente. Joachim también estaba contento, y cada dos o tres partidas le pasaba a Albert la mano por el pelo, con un gesto cariñoso, y hacía por introducirlo en la conversación, que fue desde el principio incomprensible para él: literatura, cine, política, historia y mujeres.

      —Bueno, Albert, esta noche vamos a cenar en Burgerbräukeller —dijo el más obeso de los amigos de Joachim con un cigarro entre los labios mientras barajaba las cartas—. Los amigos de Joachim son nuestros amigos, así que espero que vengas con nosotros —concluyó el gordo. Se llamaba Gerhardt.

      Albert, que estaba sentado justo al lado de Joachim, miró a éste en un gesto de duda, esperando la aprobación del compañero, que sonreía, divertido.

      —Por supuesto que vendrá —dijo Joachim—. Iremos todos en mi coche.

      Sobre las siete y media llegaron a la residencia Freimann y, tras fumar un último pitillo, tomaron una ducha y empezaron a acicalarse. Mientras se afeitaba, Joachim le preguntó al joven compañero qué tal se le daban las chicas, y le extrañó que un muchacho tan atractivo aún no se hubiese fijado en ninguna mujer. Albert se sonrojó e intentó cambiar el tema de conversación ante la comprensión del rubio.

      El coche de Joachim era un autentico lujo. Un Delahaye negro y reluciente que dejó su padre antes de marcharse de casa, y del que disponía a su antojo. Recogieron a Gerhardt y a Alfred en la vecina residencia y media hora después llegaron a la cervecería de las afueras de la ciudad. Albert jamás había visto nunca tanta gente junta en un establecimiento; tenía una terraza inmensa, con más de un centenar de mesas y estaba cubierta por una enorme carpa transparente que le recordó a la de un circo. Había oficiales de todo rango y procedencia. Albert miró sus uniformes y creyó ver policías y oficiales afectos a Kahr, actualmente al mando en Baviera. También vio señores elegantísimos que bebían coktails y cervezas enormes mientras charlaban en ocasiones acaloradamente. En el salón interior, dos hombres parecían dirigirse a decenas de personas acerca de la caótica situación actual de la región. Joachim y sus amigos se sentaron en una mesa circular próxima a la barra principal, y a los pocos minutos dos elegantes y jóvenes damas que llegaron juntas abrazaron a Joachim y a Gerhardt respectivamente, y estos las invitaron a tomar asiento junto a ellos en la mesa circular. Albert, mientras tanto, bebía a pequeños sorbos su cerveza tostada, y no podía de dejar de observar el variadísimo ambiente de la cervecería. Discusiones políticas, borrachos, pertinaces meretrices que se sentaban encima de algunos caballeros y militares. Mientras contemplaba un pulso de fuerza en la mesa que quedaba a su espalda entre dos tipos ebrios, una de las jóvenes amigas de Joachim lo interrumpió.

      —¿Nadie me va a presentar a esta belleza? —preguntó la rubia, también ebria, señalando con su delgadísimo brazo a Albert—. Me llamo Eva, ¿y tú, encanto?

      —Es Albert Kummer, mi compañero de habitación en Freimann. Acaba de llegar a la Universidad y será un brillante ingeniero —aseveró Joachim, cogiéndolo por el hombro.

      Albert contemplaba sonrojado a la delgadísima y extravagante mujer. Fumaba de perfil como había visto en el cine y daba movimientos bruscos y secos a la cabeza. Parecía querer llamar la atención. Estaba cada vez más borracha, y los chicos empezaban a poner mala cara y a impacientarse. En especial Joachim, que miraba su reloj cada pocos segundos y empezaba a sudar en exceso. Miraba constantemente a la carretera y al aparcamiento y a la vez a Gerhardt, que cada cinco minutos entraba en el salón donde los señores del atril seguían con su discurso. A las diez y cinco minutos de la noche, una larga fila de coches se detuvo en la puerta de la cervecería. Eran más de veinte los vehículos, y de ellos comenzaron a bajar decenas de hombres. Iban en su mayoría armados y con un uniforme marrón caqui, que pronto intuyó Albert podían ser los famosos SA. Iban entrando de uno en uno en la terraza, y el griterío y el ruido de la taberna se fueron quedando en un silencio sepulcral. Hicieron dos filas y se dirigieron hasta el salón. En medio de los dos grupos de uniformados avanzaba otro hombre con atuendo distinto, verde y negro, con el rostro desencajado. Joachim se levantó de la mesa a toda prisa y acudió raudo a parar y a departir con el hombre al que escoltaban las supuestos SA. En la mesa sólo estaban ya él y una de las chicas. Joachim intentaba en vano calmar al hombre de aspecto siniestro, que comenzaba a alzar la voz en la puerta que daba al salón interior, exigiendo poder entrar. Levantaba los brazos y gritaba, apartó a su compañero y entró finalmente en el salón rodeado de las tropas de asalto con camisas pardas, que rápidamente formaron un cordón entre los asistentes al acto político. En ese momento, el presidente Kahr tenía la palabra y había enmudecido al ver entrar a aquel hombre con tanta gente armada.

      —Vengo a pedirle su ayuda, señor Kahr —rogó el individuo, con gesto chulesco y amenazante, con los brazos en jarras—. Debemos iniciar de una vez por todas la marcha sobre Berlín —insistía—. Hay que derrocar de una vez a un gobierno débil, incapaz e incompetente. Necesito sus fuerzas militares, gobernador —concluyó el hombre siniestro de tez pálida y bigote minúsculo y cuadrado.

      Gustav von Kahr hizo un ademán de gesto afirmativo y bajó del atril, estrechó la mano de aquel cabecilla de las tropas de asalto y le conminó a entrar en lo que parecía una improvisada sala de reuniones de la cervecería, junto a una escalera por donde las prostitutas subían a las habitaciones con sus ebrios clientes, ajenos a todo.

      Media hora más tarde, el hombre de oscuro, que preso de la ira había aguado aquella monumental fiesta, salía de la habitación que había dispuesto Kahr para el encuentro, con el gesto más contrariado aún y gritando a la vez que miraba al frente, dirigiendo a sus hombres hacia la salida, maldiciendo al gobernador y a su mezquino gobierno. En el aparcamiento las tropas de asalto encontraron a numerosos efectivos del ejército y la policía que, rápidamente, comenzaron a cachearlos y a pedirles la documentación. Aquel líder violento pronto había advertido que la estratagema de la reunión había sido una maniobra del presidente Kahr para ganar tiempo, con el fin de detenerlos. Sabía que el gobernador era un cobarde y un traidor, pero tenía que intentarlo. Alemania estaba por encima de todos aquellos miserables políticos corruptos.

      Albert


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