El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
frescos de Alonso Cano y a la propia estructura del siglo XVII. Cinco civiles murieron en el acto, tres de ellos aún niños, uno de los cuales se desangró por la femoral durante la infructuosa carrera de su padre hasta el refugio. Los heridos eran casi un centenar. Veinte segundos después impactó la otra bomba en medio de la iglesia del Salvador y movió los cimientos del ayuntamiento. El templo quedó destrozado y en pie sólo resistió el campanario. La polvareda ocasionada tardó varios minutos en disolverse, y una vez pasaron hacia el este los cinco aviones rebeldes dejaron a su paso un espectáculo sangriento y desolador. Los muertos se contaban por decenas: hombres de paisano, pescadores y viejos con pequeños papeles donde envolvían la escasa comida que tenían entre las manos, algún miliciano, mujeres y niños, jornaleros que volvían a casa tras un día de trabajo difícil y arriesgado que había finalizado al divisar entre las nubes a los aviones golpistas. Tenían razón aquellos augurios. Los rebeldes ya estaban en Nerja.
Cuando Roberto salió de su casa en la calle Carabeo en dirección a la plaza de la iglesia junto a su hermano Adolfo, alarmados por los tremendos impactos, su padre aún intentaba salvar la vida del sargento Calle tras algunos meses entre la vida y la muerte. Intentó, desde su consulta-cárcel, detener a los muchachos. Pero le fue imposible.
Roberto llegó a la plaza del ayuntamiento y quedó de inmediato paralizado. Jamás había visto un herido y mucho menos un muerto, y muy pocas veces la sangre. Ese día y en un solo instante conoció las tres cosas en abundancia. Se mareó y casi perdió el conocimiento entre aquella polvareda y el olor a quemado. Con diecisiete años acababa de darse cuenta por segunda vez de la triste y cruda realidad de una guerra y de la muerte. Dos pescadores impactaron contra él en su huida desesperada y lo hicieron caer al suelo, de donde lo recogió un conocido viejo anarquista de la FAI que seguía guiando a la población hacia los refugios antiaéreos.
Parte de la multitud se agolpaba sobre los heridos, y varios coches intentaban por medio del claxon llegar al centro del desastre y la tragedia. Su hermano Adolfo, que había llegado sólo unos instantes después, lo intentó llevar de nuevo a casa, tirándole fuertemente del grueso jersey de lana, pero Roberto seguía inmóvil. En eso, varios soldados franquistas seguidos por un italiano al que reconoció por sus gritos y por el uniforme negro, comenzaron apresuradamente a montar sacos entre los restos de la iglesia del Salvador y a cargar los fusiles y la artillería ligera. Un moro y un subteniente comprobaban la ametralladora Maxim. El ejército rebelde había llegado a Málaga pero la República no se lo iba a poner fácil. Milicianos y escasos soldados leales como ayuda, bajo las órdenes del capitán Martínez, comenzaron a hacer lo propio justo enfrente, entre la intersección de la calle Pintada y la calle Carabeo. El tiroteo comenzó enseguida y ni siquiera dio tiempo a evacuar a los heridos que aún había en la plaza y cerca del mirador, ni a los escasos supervivientes del obús que había caído del cielo sólo unos minutos antes. Los gritos de los primeros heridos de aquellas balas hacían más ruido que los aviones que aún seguían dando intimidadoras pasadas por encima del pueblo.
Roberto y Adolfo consiguieron esconderse en un portalillo de la calle Granada al tener cortada la dirección a casa por el rudimentario ejército republicano. Adolfo no paraba de llorar y se tapaba los oídos y temblaba a cada ráfaga de ametralladora. Roberto tiritaba también pero se mantuvo algo más calmado. Oyó entre las detonaciones la voz de una niña que pedía ayuda, pero no sabía de dónde provenía y no se atrevió a salir de aquel portal. Daba vueltas a qué hacer y no lo supo. Cerró los ojos y abrazó a su hermano con fuerza cuando intuyó que otro de los aviones parecía volar a dos metros de su cabeza. Y fue entonces cuando la mano del sargento de la guardia civil Antonio Barranco lo agarró del brazo derecho y los condujo a toda prisa hacia el refugio que éste se construyó un año antes en su casa de la calle Chaparil. Adolfo seguía en estado de shock y Roberto parecía haber perdido la voz. Seguían temblando de frío y de pánico. Los dos notaron la orina en los pantalones y sintieron vergüenza.
La gruta a través del modesto jardín de la casa del sargento, a la que llegaron a salto de mata escondiéndose a cada detonación entre los portales, conducía al refugio. Era muy estrecha, y los dos hermanos pensaron que no tendría fin. Se les hizo interminable el tránsito de rodillas y con la cabeza casi en el suelo, pero llegaron a un habitáculo más grande de lo esperado. Había un banquito de madera con una mesa larga y cuatro camastros en el suelo. Una vez sentados, el guardia les ofreció una manta entre la que intentaron calentarse. Hacía un frío terrible y demasiada humedad. Sólo un año antes, el sargento de la guardia civil de caminos y medio rural, Antonio Barranco, había construido esta guarida porque intuyó el curso de los acontecimientos, además de por el miedo a represalias del bando republicano contra su familia; aunque Antonio Barranco jamás entendió de política. Nunca vertió juicio alguno sobre un cargo público ni sobre una sola ley. Fue un muchacho muy inteligente y capaz, pero en aquella España de finales del siglo XIX el hijo de un peón caminero de Maro no podía aspirar a mucho más que al cuerpo de Carabineros o la guardia civil, y si acaso al ejército profesional como máxima ambición. Y así había sido. Con su humilde trabajo y su vida nómada de destino en destino —llevaba diez en los últimos veinte años— procuró seguir con su vida de trabajo duro, de hombre humanista y curioso, lector y amante de la naturaleza. La noche en que el comandante en Málaga, el indeciso Francisco Patxot —que dudó hasta el último momento si apoyar a los militares rebeldes—, lo llamó a filas en el verano de 1936, supo que él formaría parte del ejército golpista. No se alteró. No hizo preguntas. No reflexionó. Encendió un pitillo de picadura y se fue a casa. Esa noche, al acostarse, le dijo a su mujer que se avecinaban malos tiempos y que al día siguiente comenzaría a cavar un túnel y a hacer un refugio.
«Maldita la hora y el día en que este país se fue al diablo», pensó antes de caer dormido. La guerra había comenzado y tenía miedo.
Los dos muchachos continuaban paralizados por el horror y el tiroteo que acababan de presenciar en la plaza. Hasta ese momento la guerra para ellos había sido muy distinta: algunas ráfagas de balas muy a lo lejos, detenidos que cruzaban por el pueblo esposados, familias que habían dejado de hablarse y algunas noticias de combates en las montañas, muy cerca del puente de las Águilas en Maro, así como rumores de los combates en algunas capitales. También había gente que huía despavorida, como lo había hecho don Fernando, el maestro. Y por supuesto estaba la humillación a la que estaba siendo sometido su padre desde aquel horrible día en la casa de la playa. Había sido acusado sin prueba alguna y seguía confinado y enfermizo en su propia casa. Las tazas de caldo clarísimo que el guardia civil les ofreció les sentaron bien y servían para calentarles los gélidos huesos. A los pocos minutos se dieron cuenta que desde uno de los camastros, tras las mantas, una voz de mujer comenzó a hablar.
—No temáis, hijos. Aquí no os pasará nada. Los aviones se irán pronto —dijo la señora Elvira, en tono maternal y cálido, mientras intentaba incorporarse. Se acercó a los muchachos y les acarició la cabeza, y fue entonces cuando se percataron de que en el camastro había también alguien más. Cuatro niños. Un muchacho y tres niñas que parecían estar acostumbrados a aquel espanto y no tener miedo. El hijo pequeño del militar miró tímidamente a los muchachos y se sentó en las rodillas de su padre, con una pequeña bombona de oxígeno con mascarilla entre las manos; las dos niñas mayores los miraban desde la cama sin decir palabra. La pequeña, de unos doce años, fue corriendo hasta su madre y se agarró muy fuerte a ella. Roberto, jadeante aún, la miró mientras se secaba las lágrimas y la niña le sonrió, avergonzada.
—Son los hijos de don José, Elvira —dijo el guardia Barranco, intentando explicarle la situación—. Los encontré en un portal de aquí cerca; les ha pillado de lleno el tiroteo cuando volvían a casa. La bomba se ha llevado media plaza. Hay muertos y muchos heridos —añadió en voz baja mientras le tapaba los oídos a su hijo. Las niñas comenzaron a llorar y se abrazaron a su madre.
El sargento encendió otro cigarrillo, prosiguiendo en su intento de consolar a la familia, tranquilizándolos con su dicción queda y pausada mientras repartía caricias y besos. Luego se sentó cerca de su mujer, al tiempo que los muchachos sorbían la sopa y sus hijos los miraban embobados.
—Franco llegará a Málaga mañana o pasado, y tomará toda la Axarquía. Los republicanos están muy nerviosos y si no me equivoco