El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado

El trapero del tiempo - Rafael Gª Maldonado


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diez menos tres minutos de la noche cuando la inmensa verja, que daba al aparcamiento privado de la enorme finca y chalet del ministro franquista Alfonso Villalcázar, se abría con ayuda de dos guardeses para que entrase el automóvil de Albert Kummer. Serafín aparcó junto a un coche de la Benemérita, en la puerta principal donde se realizaba la recepción, y rápidamente se bajó a abrir la puerta al matrimonio alemán. La mujer del cónsul estaba preciosa, con un escueto y sencillo traje de chaqueta con falda blanca y el pelo recogido y rubísimo. El cónsul bajó después y con un gesto efusivo saludó al ministro y flamante hombre de negocios con un caluroso apretón de manos. Hacía muchos años que se conocían y se notaba que la relación entre el Régimen y la Alemania Federal era espléndida. Comenzaron las presentaciones, y el pasamanos se le hizo eterno. La hija del ministro era bajita y chata, pero no era fea. El prometido sí lo era. Era muy moreno y con el pelo lleno de fijador y los ojos muy cerrados. Luis Blanco era muy rico pero no tenía clase alguna. Al cónsul le pareció vulgar. Posteriormente, los invitados pasaron al esplendoroso jardín donde se daba el ágape, donde había muchísimas mesas con champán y cóctel con canapés. El cónsul calculó unas cien personas entre las parejas que charlaban y los amigos de los novios. Había en el jardín dos piscinas con dos grupos de jóvenes, uno formado por chiquillos y otro de muchachas que se bañaban y jugaban a la pelota; el resto eran mesas redondas, barras de bar y una orquesta de siete músicos con elegante frac color claro.

      No había terminado la primera copa cuando el cónsul comenzó a notar que las fiestas y los compromisos sociales le causaban un profundo aburrimiento, y se preguntó para qué diablos había acudido. Dejó hablando al conocido promotor inmobiliario de Estepona, Domingo San Martín, y se marchó solo a dar un paseo por el majestuoso jardín. No había caminado ni diez pasos cuando su atención se detuvo en una exuberante joven con biquini blanco que saltaba desde el trampolín más alto de la piscina del chalet del conocido prócer. Creyó, por la edad que aparentaba, que sería una amiga de la prometida, acaso familia. Le calculó unos diecisiete o dieciocho años, podría ser incluso más joven. Tragó saliva, maravillado, y no pudo en al menos diez minutos apartar ni un segundo la mirada de la joven que parecía disfrutar del sensual contoneo de su lozano cuerpo lleno de curvas. El agua hacía transparentarse el biquini blanco que vestía, y rápidamente el cónsul intuyó los pezones pequeñitos y muy oscuros en unos pechos carnosos y turgentes que parecían salirse del minúsculo bañador. En otra de las ocasiones en que la niña subió al trampolín el cónsul comprobó también la zona oscura que se adivinaba entre las piernas. Había cinco chicas, pero el cónsul no miró a ninguna más. Esa jovencita había destruido su fortaleza en tan sólo unos minutos y lo había convertido en un vulgar preso de la lujuria más salvaje. Albert Kummer había detectado una presa, y en la Costa del Sol todo el mundo sabía que al cónsul ninguna pieza se le escapaba.

      Retornó desconcertado al pequeño grupo en el que estaban su mujer y el promotor con su señora. Saludó a los nuevos miembros que se habían incorporado cortésmente, y ofreció a Mathilda una nueva copa de Moët, su espumoso favorito. Se levantó de la silla de nuevo a los cinco minutos, y se fue hacia la barandilla del jardín que daba a la playa con la intención de situarse más cerca de la piscina de las niñas. Ahora jugaban dentro y se pasaban entre ellas una pelota roja. El movimiento perfecto y constante de los senos de la niña lo maravillaba. La pelota, de un golpe, cayó cerca de él, y la chica, tímidamente, acudió a cogerla. Esta se agachó de espaldas y el cónsul no pudo apartar la vista de los glúteos prietos en aquel bañador traslúcido, ni de la pequeña rajita que sobresalía por el biquini, que estaba algo caído. El alemán se retorcía de deseo y tuvo que morderse el puño derecho intentando aplacar la lascivia feroz.

      Suspiró hondo y siguió saludando al resto de invitados y conocidos españoles, alemanes e ingleses que se encontraba a su paso, hasta que se situó en el banquito de la piscina donde las chicas habían dejado sus toallas. Sacó la pitillera de plata argentina, encendió otro cigarrillo, y se sirvió otra copa de la botella del mejor champán de la casa, que se había llevado con él. Simuló la pose de galán de cine que tanto le gustaba y de la que tanto había abusado en su larga trayectoria de conquistador, esperando que la muchacha reparase en el maduro hombretón de metro noventa y con impecable esmoquin con chaqueta blanca. La chica no tardó en verlo, y se sintió cohibida y observada. Esta lo volvió a mirar de reojo y le dijo algo a su amiga al oído. Todas lo miraron y se rieron de vergüenza. «Qué guapo», se escuchó. «Es extranjero», dijo otra. Salieron de la piscina corriendo y se metieron en una de las salas de la casa en la que había una fiesta para jóvenes con globos y tarta.

      Albert Kummer no era un hombre impaciente. Sabía que todo en la vida llevaba su tiempo. Incluso que las mujeres que uno desea de inmediato no se ablandaban en el momento. Ya tenía una presa, pero esta vez, sin embargo, la cacería sería más dificultosa de la cuenta, porque hacía demasiado tiempo que no jugaba sus partidas corriendo tanto riesgo. Se empezó a sentir poderoso de nuevo, con ganas de lucha y conquista. Sabía que la muchacha lo había mirado y que, si no era muy torpe, sabría cuáles eran sus intenciones. Ni un solo ciudadano de la Costa del Sol ignoraba cuál era el pie del que cojeaba el cónsul, y no pocas muchachas atrevidas hacían lo que fuera por intimar con él. Era irresistible y lo sabía. Esa muchacha lo había desconcertado y lo celebró llenando hasta arriba un vaso con whisky escocés gran reserva, dejando allí la botella de champán intacta.

      Mathilda Kummer parecía estar pasándolo en grande. Se había sentado en una mesa grande y circular donde estaban algunas personalidades del municipio. El conocido y ya veterano alcalde, don Casimiro Molina, el promotor de Estepona y un médico al que había acudido en alguna ocasión, pero del que no recordaba el nombre. Las esposas departían en el lado izquierdo y los hombres en el derecho.

      —Señor Kummer —dijo levantándose el promotor San Martín—, no quiero que se marche de aquí hoy sin conocer al mejor médico de toda Andalucía. Los ciudadanos de Fuendetorres tienen la fortuna de que desde el 49 no se haya movido de aquí —insistía el magnate del ladrillo efusivamente, haciendo que el doctor se incorporase, ligeramente avergonzado, ante el gesto de asentimiento del resto del grupo.

      —Es un placer, señor cónsul —dijo el médico, que lucía un diminuto bigote y el abundante cabello engominado hacia atrás—. Sé que es usted un hombre importante. Me llamo Roberto Quiles, y aunque no lo recuerde, hace años lo visité en su casa. Deliraba por la fiebre, por lo que entiendo que no me recuerde.

      —Por si fuese poco, señor Kummer —añadió el promotor—, tiene un gran ojo para los negocios. En su día invirtió bien con el ministro y con nuestras empresas. Anímele a que siga, que vienen tiempos buenos.

      —¡Oh, vaya! Tendrá que disculpar mi despiste. Es un placer para mí también, pero no se crea, doctor, esto está creciendo tanto que pronto no sabrá nadie ni cómo me llamo —dijo bromista el alemán—. Y mucho menos mis compatriotas —exclamó ante las carcajadas del grupo.

      El cónsul apartó a Roberto de la mesa, buscando cierta intimidad. Estaba eufórico. Era sumamente hipocondríaco y aprovechó para preguntarle al doctor por una mancha que tenía en la mano, a la que Roberto no dio importancia alguna.

      —Soy muy amigo de su secretario Pablo Ansaldo, solemos jugar al dominó de vez en cuando —dijo el médico—. Su mujer y la mía son buenas amigas también. Es un auténtico sabio.

      —Es un buen hombre, doctor, aunque debería dejar de estudiar todas esas cosas raras que le gustan y centrarse más en los negocios de los alemanes y en sus problemas —dijo fingiendo reír—, que no son pocos.

      —¿Ha visto todo lo que sabe? Es una auténtica enciclopedia —preguntó sonriente el médico—. Su fuerte es la astronomía. Creo que conoce la mayoría de las estrellas.

      —Sí que lo es, doctor. Pero antes está el deber. El trabajo. La rectitud. Supongo que conoce la obra de mi paisano Schopenhauer: la voluntad, los placeres… en fin, es demasiado para el primer día, amigo Quiles —dijo el cónsul pasándole amistosamente una mano por el hombro al médico al tiempo que le ofrecía una copa y lo conminaba a pasear por aquel jardín majestuoso y con una decoración digna de una aristocracia extinta.

      —Gracias, señor Kummer,


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