El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado

El trapero del tiempo - Rafael Gª Maldonado


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tampoco podría acudir.

      Gema seguía estudiando oposiciones y viviendo a salto de mata con su marido Elías, que intentaba buscarse la vida como perito industrial. Por último, la mirada final a la instantánea fue para Larita, su pequeña, por la que siempre sintió predilección al saberla más parecida a él en casi todo, incluso físicamente. Era muy lista, inquieta y con el mismo afán de conocimiento. Estaba preciosa. Tenía un ramito muy pequeño entre las manos y el pelo recogido. Era su gran día y se acababa de casar con un buen muchacho, y se sintió orgulloso porque de alguna manera tenía, aunque muy lejos, una gran familia.

      La otra fotografía era de los ya recién casados saliendo de la iglesia. Muy contentos y saludando a los asistentes. Adames asentía, ufano, y se levantó a por una limonada a la nevera, acordándose de aquella noche de hacía casi diez años, en la que en la calle del Libertador conoció a aquel joven estudiante de medicina y futuro psiquiatra.

      Habían llegado tarde a la ciudad, aun habiendo salido al amanecer desde el pueblo. A Gregorio nunca le gustó conducir, sabía que lo hacía mal, y siempre prefirió llegar tarde que no hacerlo nunca. Pocas veces superaba los ochenta kilómetros por hora. El matrimonio llegó a su destino con el interés de ver la residencia donde Lara cursaría la carrera de Derecho, y de paso conocer al muchacho, que ya empezaba su tercer año en el hospital como residente. Los tres esperaron a Guillermo en el legendario mesón El Torreón. Este llegó a los diez minutos, ataviado con un polo Lacoste burdeos, un pantalón de pinzas beige y con el pelo repeinado, algo que extrañó a su novia y la hizo reír, ligeramente avergonzada. Guillermo llevaba impaciente todo el día, e incluso había ensayado las presentaciones y lo que iba a decirles a sus futuros suegros, por lo que se alegró de que el primer trámite fuese rápido y más fácil de lo que creyó.

      A la mujer de Adames le gustó el chico desde el principio, en cuanto lo vio aparecer por la puerta que daba a la placita. Era alto y moreno, y le encantó su voz radiofónica que, aunque entrecortada y temblona ante la aquella situación, resultaba muy bonita. Y además era educado y buen estudiante, ¿qué más quería para su hija? El novio había traído como presente una bandeja de milhojas, algo que hizo salivar a Adames, sumamente goloso, y no se atrevía a iniciar un tema de conversación, sólo contestaba a las preguntas de la señora. Gregorio tampoco fue nunca muy hablador, además era muy tímido, y parecía más serio de lo que era en realidad. Se limitó a observar detenidamente al muchacho.

      Aprovechando la maravillosa y despejada noche que reinaba sobre la capital que había sido antaño sede de la cultura y la sabiduría, fueron dando un paseo hasta el palacio del monarca que un día gobernó todo el mundo conocido, y tomaron una copa en el hotel Emperador, donde sólo dos años antes se había celebrado la boda de su hija Verónica. Gregorio, ya más dicharachero y hablador, le explicó a Guillermo en la terraza del hotel que Lara se puso malísima ese día de tanto comer tarta, y prometió enseñarle el vídeo que, con cámara súper 8, había rodado del enlace y el posterior convite.

      El matrimonio dejó a su hija en la residencia de la Gran vía, y posteriormente se marchó al hotel, que estaba muy cerca, acompañado por Guillermo. Allí, el futuro psiquiatra se despidió de la pareja y se fue solo hasta su casa, en la acera del río Roda, dando un paseo. Adames se había despedido de su mujer, y salió del hotel unos minutos después que Guillermo, con la intención, según les contó, de visitar a un viejo amigo. A los pocos minutos Guillermo, que había entrado a comprar tabaco en un bar cercano, lo vio introducirse en un sórdido local muy cerca de allí, en cuya fachada creyó leer el nombre de un viejo ilustrado del siglo de las Luces. Estaba contento. El padre de Lara le había resultado un hombre raro, y pensó en lo que tantas veces le había repetido su novia: que su padre no era lo que aparentaba. Luego supo, algunos años más tarde, cuánta razón tenía aquella mujer, y quién era en realidad aquel hombre tímido, reservado y enigmático al que vio perderse misteriosamente en la cálida noche.

      Adames se encontraba en su apartamento marsellés, mirando al mar fijamente desde la ventanita del dormitorio mientras recordaba. Volvió en sí y le sorprendió verse con una sonrisa en los labios, tal vez la primera desde hacía meses.

      La mañana en la que el doctor Fournier dictó la clase más aburrida del curso a sus alumnos resultó ser la más calurosa y veraniega de todo el otoño, y la más importante en la vida de Antoine Dupont.

      François Fournier había llegado a clase, como todos los días, en su ya mítico y legendario Aston Martín azul marino. Ese día lo había descapotado y más que un profesor universitario su aspecto recordaba al de un doble de James Bond. Era un hombre de costumbres y, como cada mañana, degustó su croissant con jamón y queso y un café con leche muy cargado. Terminó de leer los titulares del periódico y se metió en la clase a hablar a sus alumnos sobre Arqueomalacología. No habían terminado de acomodarse los muchachos cuando comenzó a hablar con su característica voz engolada, dando vueltas por la clase, sonriendo a las alumnas más agraciadas.

      —¿Saben dónde está la playa de Sainte-Croix? —preguntó Fournier alzando la voz tras dar los buenos días—. Una pregunta fácil para empezar, no se quejen.

      Los alumnos, extrañados, se miraban unos a otros. La clase estaba llenísima ese día.

      —¿Nadie lo sabe? —insistía el profesor—. ¿Sabe alguien donde está Martigues?

      Ni un solo alumno levantó la mano para responder. Fournier, en un gesto de contradicción y mientras resoplaba y negaba con la cabeza malhumorado, afeó la actitud de los alumnos, para asombro de estos.

      —¿Salen ustedes de sus casas? ¿Leen los periódicos? ¡Hagan algo más que beber cerveza y protestar contra el gobierno! —gruñó irritado el catedrático.

      Se oyeron algunas risas en el aula, pero al momento el silencio fue sepulcral.

      —En la playa de Sainte-Croix —se explicaba—, justo aquí al lado de Marsella, al oeste, en Martigues, acaban de descubrir el mayor yacimiento arqueológico de moluscos de los últimos cincuenta años. ¡Aquí mismo! Supongo que serán conscientes de la suerte que tienen…

      Los alumnos se miraban, aún estupefactos por la inusual violencia verbal de aquel atractivo catedrático, que sólo pretendía que se interesasen por aquel hallazgo como los futuros oceanógrafos que iban a ser próximamente.

      —Hoy, aprovechando el genial descubrimiento de nuestros colegas británicos, voy a hablarles de esa ciencia, la Arqueomalacología.

      Antoine Dupont, que estaba al final de la clase como siempre, se percató del gesto de sorpresa del profesor ayudante, Adames, que se sentaba en la primera fila, al escuchar a Fournier. Le pareció extraño que no estuviese al tanto de aquella noticia. Lo veía tomar notas como un loco, que intercalaba con vistazos a un grueso libro que sacó del maletín y en el que sólo acertó a leer la palabra Malacología.

      Fournier vio que Dupont no le miraba y parecía despistado, por lo que decidió lanzarle una de las preguntas con las que intentaba amenizar las clases.

      —Dupont, ¿qué le sugiere esta ciencia?, ¿la considera interesante? ¿Sabe que hay moluscos que pueden enseñarnos más de nuestro pasado que los libros de Historia?

      El rostro pálido de Antoine se tornó rojo en pocos segundos. Notó de inmediato el pulso golpeándole en la sien. Tragó saliva e intentó responder.

      —No sé, profesor, supongo que sí… —contestó tembloroso Dupont que, aunque una mente brillante, seguía siendo demasiado tímido.

      —Supone bien, Dupont, gracias a los moluscos podemos obtener información variada del pasado: alimenticia, climatológica, sobre el comercio, la captación de recursos, temperatura del mar y de la tierra y un largo etcétera. No debería recordarles que pueden aparecer de forma aislada o formando concheros —continuaba el profesor Fournier, sin detener un parlamento que le entusiasmaba y del que era un gran experto. Era el único catedrático que seguía impartiendo tres horas de clase al día.

      Tras una hora y cinco minutos se despidió de los alumnos menos eufórico e irascible de lo que llegó. Le apenó no haber entusiasmado a unos futuros


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