El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado

El trapero del tiempo - Rafael Gª Maldonado


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religión, los hombres se vuelven locos y se matan entre ellos —dijo Arturo, recordando las palabras del sabio maestro, que había huido de Nerja horrorizado por las noticias de Sevilla. Era militante del Partido Socialista.

      —Dicen que las cosas van fatal en Madrid, que el presidente Azaña ha cambiado varias veces de gobierno en pocos días. No sé cuántos van ya. Y por lo visto, el actual presidente del Consejo, Largo Caballero, es el único que ha sido capaz de armar al pueblo, que como sabes es inculto y resentido en su mayoría. Ha formado un ejército cuya única instrucción es el odio a los burgueses, los terratenientes y los ricos. A por nosotros, Roberto, vienen a por nosotros. Y lo peor es que los que le pegaron a tu padre abominan de Dios y de la Iglesia —añadió alarmado el hijo del farmacéutico—. Ser ateo es despreciable.

      A Roberto no le convencía ni le acobardaba el argumentario de su amigo, y seguía dándole vueltas a la cabeza mientras hacía que miraba si el corcho se sumergía en el mar.

      —Nunca he creído que el Dios al que rezan nuestras madres esté enterado de nada de lo que sucede aquí abajo. Nada tendría sentido, visto lo visto.

      «¿Qué era y para que servía esta guerra? ¿Era tan necesaria como su entorno creía? ¿Por qué si todo en su vida marchaba bien se había organizado todo aquel horror que mantenía a su querido pueblo atemorizado y recluidos en sus casas a vecinos que hasta hacía meses eran amigos? ¿Por qué tuvo que ser el año en el que partía a Granada a la Universidad?», seguía preguntándose Roberto. Transcurrió de nuevo casi una hora sin que aquellos muchachos abriesen la boca. Las capturas del mar, al igual que las palabras, escaseaban aquella tarde.

      —No sé por qué dicen que mi padre es un fascista y que odia a los pobres. También dicen que quiere que venga Franco —decía Roberto negando con la cabeza—. Sólo pocas familias como la tuya lo conocen de verdad, Arturo. Aun así lo persiguen los rojos.

      —Del mío dicen cosas parecidas —intervino el muchacho—. Y él nunca habla de política ni sale de su farmacia, si acaso algún domingo vamos a Málaga a almorzar con mis abuelos y tíos. Pero las cosas, como te digo, se estaban saliendo de madre…

      Escucharon ruidos nuevamente y miraron hacia atrás, hacia el rudimentario paseo marítimo que empezaba a construirse en el pueblo, y vieron pasar a un grupo de milicianos anarquistas fieles a la República andando tranquilamente detrás de dos hombres esposados y cabizbajos a los que apremiaban con insultos y mofas.

      —Por si fuese poco —dijo Roberto—, hay cinco familias que se han instalado en mi casa y han destrozado el laboratorio de investigación, donde con unas plantas extrañas mi padre y un colega extranjero han descubierto algo muy importante…

      Se empezaba a hacer de noche, volvían de la playa tras recoger la caña y el sedal junto con los dos únicos sargos pequeños que esa tarde habían picado. Seguían debatiendo y maldiciendo la incomprensible guerra y fue entonces cuando Roberto pudo ver de nuevo el rostro asustado de su padre a través de la ventanilla de un automóvil Oakland color verde carruaje. Iba a toda velocidad, tripulado por un miliciano y seguido de dos motocicletas Ossa. Parecían dirigirse hacia la colina donde se empezaban a dar los primeros enfrentamientos, cerca de Frigiliana, entre falangistas malagueños rebeldes junto a italianos, y milicias fieles a la República que presidía Manuel Azaña.

      Roberto volvió a temer por la vida de su padre. No se despidió de Arturo y corrió a toda prisa hasta su casa a avisar a su madre y a su tío Santiago. Se dejó allí la caña y el minúsculo pez mientras su amigo le deseaba suerte desde lo lejos.

      José entró en la tienda de campaña que servía de enfermería en el combate y se encontró al sargento Calle en un grito de dolor. La herida era muy fea. Tenía un trozo de tela del pantalón dentro y el dolor inmenso del balazo en la ingle hacía que el muchacho herido, de 19 años, no se estuviese quieto y únicamente gritase intentando incorporarse.

      —Tómate esto —dijo José, animando al herido mientras le abría la boca con fuerza para introducir la gragea—. Te dormirás pronto y no te dolerá.

      Se incorporó con las manos llenas de sangre, sudoroso, y miró al superior del chico.

      —Debería llevármelo a Nerja para operarlo. De lo contrario morirá desangrado o de una infección en pocos días —diagnosticó el doctor.

      —Llévatelo, ya tenemos suficientes muertos —dijo el enfermero, completamente ensangrentado, con la bata más roja que blanca.

      La casa de José estaba en vilo. Fuensantita había intentado convencer a la familia de que José había ido a atender a un oficial enfermo. Pero era muy difícil no temer lo peor otra vez. Elisa había sufrido de nuevo un ataque de pánico.

      El sargento Calle llegó al despacho de la casa del doctor sin apenas conocimiento, medio dormido y delirando. José ordenó desnudarlo y tumbarlo en la camilla.

      —No me gusta nada esa herida y ya ha perdido mucha sangre. Creo que la femoral está afectada. No sé si hay infección —dijo mientras cogía el bisturí del cacillo que hervía.

      —Cúralo, gordo, ¿me oyes, facha? Como se me muera el hijo de mi compadre vamos a tener tú y yo unas palabritas. O algo más —dijo amenazante un subteniente calvo y rubiato lleno de pecas.

      Dos horas después de comenzar la operación el doctor Quiles se quitó la mascarilla y llamó al calvo pelirrojo.

      —Debe quedarse aquí esta noche —insinuó el médico mientras terminaba de coser la entrepierna del muchacho—. Puede que se despierte durante la madrugada y el dolor sería insoportable. Sigo teniendo algo de morfina y de láudano, pero no para muchos días. ¿Podrían traerme más medicamentos de Málaga? —dijo mientras le extendía al pelirrojo unas recetas.

      —Veré qué podemos hacer. En la capital las cosas están muy feas, y se rumorea que tu amigo Franco está al llegar con los aviones. —El brigada encendió un cigarro y se largó—. Voy a poner un hombre aquí por si se despierta —dijo malhumorado desde lo lejos—. Que me llamen si se muere. Estaré descansando en el jardín con los demás.

      —Vaya tranquilo, señor, yo traje al mundo a este muchacho y con doce años le curé una tuberculosis. Es un hombre fuerte. Váyase tranquilo.

      José se lavó las manos y fue a la cocina. Los niños dormían y su mujer lo recibió con un abrazo enorme. Le dio un beso en la mejilla y le dijo que la quería.

      Capítulo Iii

      El cónsul

      No os culpo tanto por vuestra voracidad, querido amigo, eso es natural y no puede remediarse. Lo interesante es dominar ese carácter tan malvado.

      H. Melville, Moby Dick

      Albert Joseph Kummer era un hombre elegante y distinguido. Era alto, fornido y poderosamente atractivo. Hacía tiempo que había superado los cincuenta años, pero sabía lo irresistible que seguía resultando a las mujeres, algo que supo desde muy joven, desde que con sólo quince años tuviese su primera relación íntima con la nodriza que convivía con la familia Kummer en la majestuosa casa en la que se crio, cerca de la catedral de Berlín. Tuvo una infancia acomodada, repartida entre colegios elitistas y clases de música e idiomas, en las que el estudio del español ocupó una parte importante de las materias. Jugaba al cricket los fines de semana, y amenizaba las fiestas de su familia con pequeños conciertos de violín, que entusiasmaban a su abuelo Boris.

      Por aquel entonces, Martha Shultz llevaba trece años sirviendo como institutriz en casa su padre, el general Kummer, y una fría noche del crudísimo invierno de 1922 no pudo resistirse a los encantos adolescentes de aquel jovenzuelo con cuerpo de hombre que, sin cumplir los dieciséis, ya alcanzaba el 1,80 de estatura. Albert tenía en esos años la espalda ancha y el mentón prominente, los labios carnosos y el torso musculado; atributos que nublaron la vista de la nodriza, que se dejó llevar en demasía ante la contumaz insistencia de aquel joven burgués. Los cinco hermanos pequeños de Albert se amontonaron tras la puerta del dormitorio enorme que el muchacho tenía en la segunda planta,


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