El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado

El trapero del tiempo - Rafael Gª Maldonado


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historia es demasiado larga, viejo amigo —contestó apesadumbrado—. Espero que tengas tiempo para que te la cuente —dijo entonces, con menos efusividad de la inicial. Lo agarró cariñosamente por el hombro y, apremiándolo a entrar en la cafetería donde había dejado a la mitad su limonada, le narró su situación. Adames aún caminaba con bastón, algo que extrañó al catedrático.

      Anduvieron durante toda la mañana, y Adames lo esperó incluso a las puertas del hospital clínico de Reims, donde Fournier se había interesado por los progresos de la salud de su suegro y de su maltrecho corazón. Luego almorzaron en el restaurante brasserie Du Boulingrin un venado con verdura, y tras un café expreso dieron una vuelta alrededor de la basílica de Saint-Rémi, una autentica joya del siglo IV en la que los dos amigos pasaron el resto de la tarde hablando y analizando minuciosamente la abadía. No sólo el mar los había unido hacía tiempo: la magia de la ciencia y la historia los apresó a ambos desde muy jóvenes. Adames, inseguro, prefirió no seguir contándole más sobre él. Aunque confiaba plenamente en aquel biólogo, era suficiente por el momento. Se vio con fuerzas y ganas para iniciar otro tema de conversación.

      —¿Sabías que fue consagrada por León IX en 1049? —preguntó de pronto—. Un Papa interesante. A ti no hace falta que te recuerde la consumación del Cisma de la Iglesia Oriental.

      François lo miró extrañado, con una sonrisilla escueta mientras asentía. Este seguía siendo un hombre seductor y vitalista, y se sentía aún impresionado por la historia de aquel hombre.

      —No has cambiado, Gregorio, ni un ápice. Aunque no con tan buen aspecto, sigues como siempre, sabiendo más datos que nadie, y peor aún, que por desgracia no interesan a nadie —dijo Fournier, ahora con una sonora carcajada, con la que quiso restar tensión a aquella terrible crónica vital—. Me alegro mucho de volver a verte, compañero.

      Siguieron su paseo con múltiples paradas y visitas hasta tarde, reviviendo situaciones y anécdotas pasadas e intentando ponerse al día. Había pasado mucho tiempo desde aquel tres de noviembre de finales de los cincuenta, cuando se conocieron en el norte de Italia, en la casa de un compañero, enamorado del mar como ellos, el profesor Renato Fini, y decidieron poner a prueba sus memorias recordando aquel día tan importante para el exitoso futuro que ambos tenían entonces por delante.

      Una cálida tarde de otoño de hacía ya demasiados años se habían reunido en Villa Francesca, en las afueras de Milán, cuatro jóvenes científicos expertos en el fondo del mar y sus misterios. Todos se conocían por sus nombres o sus pseudónimos y, gracias al profesor Fini y su poderosa influencia dentro y fuera de la Universidad, pudieron reunirse en su lujosa casa milanesa. Por entonces, Renato Fini aspiraba a lo más alto dentro de una poderosa organización.

      Los cuatro hombres habían hecho coincidir sus vacaciones con la cita en casa del profesor Fini. Este hizo también de la visita una oportunidad para que sus esposas se conociesen y de paso descubrieran las maravillas de Italia. Carla, la bella esposa del potentado Italiano, organizó a la perfección unas fantásticas excursiones a lugares inolvidables y a los museos de la ciudad, así como una breve visita a Florencia y Venecia. Fini necesitaba tiempo con los cuatro científicos, y la complicidad de Carla lo permitió. Tenían cuatro días por delante para hablar de ciencia, de arte, de historia y, sobre todo, de la obsesión de los cinco: el fondo del mar. Las presentaciones fueron breves, y a Adames le sorprendió el aspecto físico de los cuatro señores de los que sólo conocía la letra de las numerosas cartas que entre ellos circulaban por casi toda Europa. A todos, salvo a Fini, los imaginó distintos. Fournier llegó desde Francia, John Krugman de Canadá y Scott Smith de Irlanda. El anfitrión era italiano, nacido en Taranto, cerca de Nápoles. Sus edades, salvo la de Fini, algo mayor, estaban próximas, y el único problema inicial había sido el idioma en el que se entenderían aquellas jornadas. Se acordó por unanimidad que fuese el inglés, que había sido el idioma de la mayoría de las misivas que llevaban cruzándose varios lustros. Consiguieron entenderse de forma razonable con la inestimable ayuda del hijo mayor de Fini, que trabajaba en la delegación europea en Italia de la ONU y manejaba con soltura varios idiomas.

      La primera jornada de trabajo en casa del profesor fue larga y tediosa, pero no menos apasionante, en la que se sucedieron las charlas, debates y conferencias, y que culminó con algo que dejó boquiabiertos a los allí reunidos. Tras tomar todos la palabra y mostrar las novedades en sus diferentes áreas, le tocó el turno a Gregorio Adames. Carlo Fini lo traducía tras media hora de parlamento y, al tiempo de finalizar, Adames mostró una enorme foto, en la que demostraba haber descubierto y fotografiado la reproducción en el Mediterráneo de la especie de molusco gasterópodo patella safiana. Algo insólito, pues en los cerca de doscientos años en los que se había desarrollado la Malacología como ciencia nadie había probado tal situación en aquella zona. Era esta una especie de lapa que había convivido con griegos y romanos en la antigüedad, pero que se creía imposible que volviese a aparecer en esas cálidas aguas, lo que había llevado a algunos científicos como Fini a certificar su extinción, algo que le procuró galardones y reconocimiento internacional.

      François Fournier, que entonces sólo contaba treinta y dos años y acababa de conseguir la cátedra de Ecología Marina, tampoco podía entender cómo Adames había logrado tal instantánea. Los señores Krugman y Smith daban vueltas a sus plumas y se habían echado hacia atrás en el respaldo de los sillones, impactados. Fini dio un salto de la mesa y, tras disculparse, se ausentó unos instantes a su despacho del torreón de la inmensa villa milanesa en la que vivía desde muy joven, con la citada foto entre las manos, mirándola fijamente, dándole vueltas y acercándola a sus ojos. En esa torre se encerraba durante horas intentando dejar a un lado los asuntos universitarios y de la organización clandestina a la que pertenecía desde los treinta años y en la que entró como aprendiz. Ese día Gregorio Adames, con su instantánea y su hallazgo, había roto y tirado a la basura sus estudios fósiles de los últimos doce años.

      «¿Cómo puede ser cierto lo que ningún experto había supuesto desde el siglo XVIII? ¿Cómo un joven malacólogo aficionado ha conseguido verlo e incluso lo ha fotografiado? ¿Qué haría ahora? ¿Qué diría en clase a sus alumnos? ¿Cómo rectificaría sus conferencias?», pensaba atormentado el catedrático, conocido en todo el mundo por su magisterio y sabiduría en el estudio de la Malacología Evolutiva.

      Se sintió fatigado y confuso, y le comenzó a doler la cabeza. Aquella fotografía con ese gasterópodo hermafrodita de patella en pleno acto reproductivo en una playa diminuta del sur de Europa acababa de echar por tierra dos tesis doctorales y la mitad de la carrera científica del especialista en Arqueomalacología Renato Fini. «¿Quién demonios es ese tal Adames en realidad?», masculló de nuevo, antes de descolgar el teléfono.

      La segunda noche en el apartamento del Puerto Viejo de Marsella transcurrió entre apuntes de francés y las aventuras y espías de Le Carré. Había colgado en el saloncito el único cuadro que había podido arrastrar hasta allí desde Reims, y a las once en punto se metió en la cama, satisfecho por sus primeras clases y con la ilusión de que en el apartado de correos de la oficina principal de Marsella, que había contratado dos días antes, estuviese la correspondencia que esperaba impaciente desde hacía ya cuatro semanas. La número diecinueve de las cartas que a Gregorio Adames le servían para saber que la vida que ya no tenía seguía existiendo.

      Capítulo II

      Ruido de sables

      —Es necesario que la naturaleza vencida muera sobre el campo de batalla. Es preciso que la realidad suceda al sueño, y entonces es el sueño el que domina absolutamente, y la vida se hace sueño y el sueño se hace vida.

      A. Dumas, El conde de Montecristo

      Escuchó disparos y se asustó. Roberto, sorprendido, miró fijamente a su hermano Adolfo y supieron enseguida que algo no iba bien. Dejaron el jilguero con el que intentaban engañar a los pájaros en el cimbel y fueron corriendo monte abajo, hacia el pueblo que los vio nacer hacía ya dieciséis y diecisiete años.

      Su madre los había dejado subir al monte durante unas horas, con cierta


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