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El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
Dos días enteros duró el crudísimo enfrentamiento entre las tropas rebeldes auxiliadas por la Corpo Truppe Volontarie junto a batallones rifeños y las Brigadas Mixtas de la Axarquía, con escasísimos soldados profesionales. Los combates resultaron interminables. Ruido de ametralladoras y fusiles a todas horas, cañonazos y obuses de montaña hacían retumbar el pueblo y el refugio, desde donde también se escuchaban los aviones.
Antonio Barranco tenía, desde hacía años, una deuda contraída con José Quiles, y sufría mucho por no poder avisarle de lo ocurrido ni llevar a sus hijos a casa, pues conocía de sobra el momento tan terrible que debía de estar sufriendo esa familia al creer desaparecidos a sus dos hijos mayores. Él estaba encargado del orden público junto con veintitrés hombres, y no combatiría en el frente. Ya no era joven ni tenía la suficiente agilidad ni fuerza, pero gozaba de gran prestigio en la Benemérita.
A cinco minutos de las dos de la tarde del tercer día de contienda en Nerja se produjo un silencio sepulcral en el pueblo. Los milicianos empezaron el repliegue hacia el este, en dirección a Almería junto a unos cinco mil civiles, muchos de ellos llegados desde la capital. Fue el día más frío del invierno y en los montes de Frigiliana se adivinaban ciertas manchas blancas de nieve. El guardia civil Barranco decidió que era el momento de llevar a la casa de calle Carabeo a los dos hijos del médico. Una vez que el sargento dio la voz los dos muchachos salieron por el túnel a toda prisa, torpemente, tras despedirse afectuosamente de la familia del militar, y se metieron en el viejo coche que la guardia civil disponía para la vigilancia de los caminos y las zonas más recónditas de la región en busca de ladrones y bandoleros, dando cierta seguridad a los agricultores y jornaleros, por aquel entonces tan necesaria.
En sólo dos días los dos muchachos habían establecido una entrañable relación con los hijos del guardia, y no les resultó nada fácil la despedida. Roberto había estado enseñando a las pequeñas juegos de cartas, y Adolfo se distraía con la mayor jugando a las damas. Prometieron volver pronto, y Roberto nunca olvidaría la mirada cómplice de la menor de aquellas niñas.
Antonio Barranco conocía de sobra todas las posibilidades y rutas para ir a la casa del médico, y meditó unos minutos antes de iniciar el camino. Eligió por fin el que creyó menos arriesgado, atravesando el río Chillar por un puente aparentemente intacto, con menos riesgo de encontrar algún miliciano, y acertó. Cerca de las dos y media llegaron sigilosos a la hermosa casa en la que vivía el doctor con su esposa e hijos. La fachada era blanca con cierres de acero y tenía varias ventanas que daban a la calle Carabeo. En una de ellas estaba asomada Fuensantita, que al verlos aparecer corrió hacia dentro para dar la noticia a la familia que la había acogido siendo sólo una niña. Les abrió la puerta, y en el momento que entraban, la señora Elisa bajaba corriendo las escaleras gritando.
—¡Hijos míos! ¡Adolfo! ¡Roberto!, gracias a Dios, ¿Dónde habéis estado? —preguntó con la respiración entrecortada. Se abrazó a los dos con fuerza, intentando contener el llanto. Le temblaban las piernas y por momentos se derrumbaba por la emoción.
Antonio Barranco se había quitado el tricornio y lo sujetaba entre las manos, con la cabeza ligeramente agachada, mirando de reojo la emotiva escena. Los dos hijos menores del médico los miraban extrañados y temerosos desde detrás de la barandilla de la inmensa escalera que conducía a las habitaciones, en la planta de arriba.
—Señora Elisa, los muchachos no han hecho nada malo. Les sorprendió el tiroteo que se ocasionó tras la bomba de la iglesia del Salvador y los llevé a mi casa. Corrían mucho peligro —dijo el guardia con voz muy baja—. Su marido lo entenderá, si pudiera…
Roberto y Adolfo hicieron caso a su madre y fueron arriba junto con sus hermanos pequeños. Roberto cogió a su hermanita en brazos y fueron hacia el cuarto de estar donde solían jugar. Fuensantita los besó entre llantos y bajó corriendo a prepararles algo de comer.
Elisa se secaba las lágrimas con el delantal mientras iba hacia el jardín seguida del sargento Barranco. Allí comenzó a hablarle de la reciente y desastrosa situación de aquella casa.
—Ha ocurrido algo muy grave, Antonio, y no sé cómo voy a decírselo a mis hijos —dijo Elisa, y casi empezó a llorar de nuevo, pero se contuvo—. No sé si usted podría…
—¿Qué ha ocurrido, señora? —preguntó alarmado el fibroso sargento. Desde que comenzó la guerra había adelgazado varios kilos, quedándose prácticamente en los huesos.
La esposa del médico miraba ahora al mar entre los destrozos del jardín que habían ocasionado aquellas brigadas de comunistas y anarquistas. Bajo un inmenso ficus, la señora Elisa se sinceró con aquel bonachón.
—A mi marido ayer lo secuestraron los rojos. Se lo han llevado con ellos en su huida.
Se dio la vuelta y abrazó al guardia civil, pero esta vez no pudo reprimir el llanto.
—No puede ser, doña Elisa —dijo extrañado, aún con la mujer de su amigo sujeta a su cuerpecillo fibroso—, perdone mi franqueza, pero estamos en guerra, ¿está usted segura de que está vivo? No suelen hacer prisioneros. Están pasando a muchos por las armas —dijo sincero, haciendo llorar más aún a aquella desconsolada mujer.
Tras el abrazo lleno de rabia se puso el tricornio e intentó pensar, mordiéndose el labio inferior.
—No lo entiendo —volvió a decir—. No entiendo nada.
Elisa había escuchado, desde el cuarto en el que los milicianos la encerraron la tarde anterior, que los enfermeros y el único médico que tenían habían caído entre los destrozos de la Ermita, en la batalla de Frigiliana y en el horrible combate que se ocasionó el día pasado en plena playa. Tenían decenas de heridos, algunos de ellos gravísimos. Necesitaban a un médico y no podían prescindir de José.
Antonio Barranco estaba aturdido. Fue corriendo a su coche, pero la radio no funcionaba. Estaba bloqueado y la única noticia que tenían en el cuartel era la dirección de huida de la población civil: Almería. Se sentó de nuevo en el banco que había en el jardín, de donde apartó cáscaras de plátano y lo que parecía el cargador vacío de un máuser, y ni siquiera notó el frío. Estaba confuso e indeciso. «¿Cómo se le dice a dos jóvenes que lo más probable es que no vayan a volver a ver a su padre más?», se preguntaba. «¿Creerían los chicos el secuestro o lo verían como una simple excusa para negarles la realidad de una muerte más que probable?». La República, desde muy pronto, había comenzado a perder la guerra y sabía de sobra que de la desesperación y el odio podía brotar cualquier cosa.
Entre aquel caos de dudas que era ahora su cabeza en cuanto al proceder con aquellos muchachos, Barranco recordó que había conocido a Elisa Magallanes hacía unos cinco años. El hijo menor del sargento había nacido con terribles problemas respiratorios, y el médico militar de San Fernando —donde estaba destinado por entonces— lo había desahuciado nada más nacer. No le auguró más de un año de vida. Fue entonces cuando, en la más absoluta desesperación y ruina por culpa del elevado coste de las consultas y los tratamientos del pequeño, Barranco fue destinado a Nerja. Allí dio con el doctor Quiles, que confirmó el diagnóstico, pero probó con el muchacho unos ungüentos balsámicos que él mismo formulaba en su laboratorio del jardín. José lo mandó a Madrid, a ver a un médico amigo y especialista en patología pulmonar, y procuró que el humilde guardia sólo se costease el viaje. El complejo tratamiento con esteroides funcionó y el muchacho mejoraba. Don José, de alguna forma, había mejorado y alargado la vida de su hijo, y Antonio se sentía en deuda, pero nunca imaginó que se pudiese ver en la situación de comunicarle a sus hijos que no lo volverían a ver con vida. La mano temblorosa con la que fumaba delataba su angustia.
El guardia civil entró en el salón de la casa acompañado por doña Elisa y aceptó un café de pucherete que le ofreció Fuensantita. Esperó impaciente a que los niños comieran y se lavaran. Habían entrado tan aturdidos y hambrientos que ni se habían percatado de la ausencia de su padre. Elisa había subido y mandado a los chicos al salón donde Antonio aguardaba delante de las cabezas de venados y muflones con las que el doctor decoraba parte del salón, orgulloso de sus monterías por la sierra de Granada,