El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
algunos gesticulaban exaltados; en el fondo de la instantánea se adivinaba otro hombre que, con gesto serio, parecía dirigirse a los demás.
A las ocho en punto Albert ya estaba vestido y listo para cenar. Bajó sigilosamente y muy despacio hacia el comedor. No era tímido pero aquella nueva situación le abrumaba. No recordaba haberse sentido nunca tan solo, ya que hasta la fecha sus salidas se habían limitado a ir a montar a caballo o a jugar al cricket, o bien a acudir al teatro que tenía a escasos metros de su barrio berlinés, siempre acompañado por familiares. En la cola que comenzaba a formarse en la puerta del comedor se presentó a dos muchachos que, como él, parecían solos y miraban hacia abajo intentando pasar el mal trago de tener que darse a conocer. Le sorprendió la amabilidad que desprendieron al optar él por presentarse, y posteriormente se sentaron a cenar juntos un puré de patatas con un bistec de ternera duro y lleno de cartílagos.
Para la sobremesa y asueto, la residencia Freimann disponía de un enorme salón-bar, con varios sillones y mesas donde estaba toda la prensa del día así como diferentes juegos de mesa y barajas de cartas. También había un pequeño kiosco regentado por un enano de gran barriga que se llamaba Arthur, donde se podían comprar refrescos y café. Albert se sentía mejor a cada minuto que pasaba, ya que los amables residentes seguían llegando a la mesa que compartía con los muchachos, y esa noche conoció a varias decenas de recién llegados como él. A las diez en punto el recepcionista comenzó a apagar las luces y los internos se dirigieron a sus habitaciones algo nerviosos, pues les aguardaba el primer día de clases de su vida universitaria en sólo unas pocas horas.
Apenas pudo dormir y casi al alba se despertó. El conserje recomendó a Albert que fuese andando al campus, y que debía cuanto antes aprender a moverse por la ciudad. A las siete y media salió de la residencia solo, y tardó casi una hora en llegar a la facultad. El edificio era sencillo, de color negro y con mucho cristal, y le resultó moderno en comparación con su ciudad. No había más de treinta alumnos en la clase a la que entró, y decidió sentarse en la última fila junto a un repeinado muchacho que lo miró amigablemente. El profesor de Análisis Matemático era un hombre gordo, con la piel blanquísima y rojeces por toda la cara. Comenzó a hablarles de la dificultad de la carrera que ese día empezaban, del sacrificio que requería y de lo necesitado que se encontraba el país de talentos que crearan puentes, carreteras y edificios, que lideraran el progreso y, en definitiva, la reconstrucción de Alemania.
—Han nacido ustedes en un país arruinado. Una nación más pobre que las mismas ratas por culpa de una guerra y un tratado que nos va a hacer morder el polvo durante décadas —dijo en voz alta el grueso profesor—. Hemos cometido muchos errores, pero no podemos pagar tanto por ellos, es imposible. No es justo. Imagino que leerán y oirán como están las cosas en nuestra querida República —añadió con sorna el matemático—. Los asesinatos, las manifestaciones, las revueltas. Alemania está en peligro y su glorioso futuro depende de gente como ustedes —concluyó.
Albert estaba exultante tras la arenga y la lección del primero de los profesores. Continuó las seis horas de clase sentado en la misma silla. Sólo se había levantado en la cuarta hora para ir al baño. Tomó apuntes a toda prisa de todo lo que se decía y en todas las asignaturas. Todas le interesaban, incluso la Física Elemental y Teórica. La campana sonó a las dos y media y sin que su cuerpo notase cansancio alguno salió hacia la residencia en busca de un merecido almuerzo, previo a las clases de la tarde, pero un extraño percance lo estaba esperando. Un grupo de jóvenes huía de la policía montada, y en la frenética carrera chocaron de frente con Albert, que no los vio venir por la esquina en la que acababa de torcer. Al caer se dio un golpe en la nariz y enseguida comenzó a sangrar. Solo y confuso llegó a su habitación de la residencia Freimann tras casi una hora de camino, en la que sólo paraba a comprobar si aquella gasa se había saturado de sangre. Se lavó con cuidado, y el encargado del botiquín de la residencia le diagnosticó únicamente una pequeña contusión. En el almuerzo comentó el suceso con algunos compañeros, y todos coincidieron en barruntar que habían podido ser grupos de ultraderecha o nacionalistas que a menudo se manifestaban e improvisaban mítines en plazas y teatros. Ralph, un joven que comenzaba a estudiar Leyes y Economía parecía estar más informado.
—Se ha creado un nuevo partido, una nueva organización obrera. Son nacionalistas y están muy bien organizados —dijo el muchacho.
—¿Estás seguro? —intervino Albert—. Los que me arrollaron parecían todos jóvenes normales como nosotros, iban bien vestidos y llevaban algo en el brazo, pero no pude verlo con claridad. No creo que fueran violentos. Únicamente tuve mala suerte, y estuve en un mal sitio en un mal momento.
Otto y Ralph se levantaron a llevar sus bandejas a la cocina, y a la vuelta venían con un periódico entre las manos con un titular enorme que rezaba: «Las SA apalean a dos agentes de policía en Friedrichstraße».
—¿Quiénes son las SA? —preguntó Albert, que sujetaba el algodón de la nariz con la mano derecha evitando que saliese más sangre.
—Son los Camisas Pardas, Albert. Son una especie de policía que han creado los del partido que probablemente chocaron contigo —aclaró Robert—. Mantienen el orden en las reuniones que organizan y hacen la vida imposible a los demás partidos políticos de la República.
Ralph sacó una cajetilla de tabaco y la ofreció al grupo.
—La han tomado con las formaciones de izquierda, con los extranjeros y los judíos, a los que echan la culpa de todo —explicó Ralph, negando con la cabeza mientras leía.
—Pero la paliza, ¿a qué ha venido? ¿Por qué dos policías? —insistía Albert.
—No han podido soportar que se haya permitido a Francia ocupar el Ruhr con tanta facilidad, al parecer. Es lo que pone aquí —dijo Robert, señalando el periódico.
«El Canciller Gustav Stresemann ya no tiene ninguna autoridad aquí en Baviera. Los nacionalistas han aupado al poder a Von Kahr en Múnich y en Marienplatz el tiroteo entre la policía y los Camisas Pardas se tornó una carnicería», continuó Robert, leyendo la noticia de aquel diario.
Los muchachos permanecieron pensativos un buen rato. Ralph no paraba de fumar y se le notaba algo angustiado. Luego siguieron conversando en el salón-bar sobre la inestable situación. Unos se aventuraron a prever que la República vencería. Sólo Otto, el más iracundo e impulsivo, apoyaba sin fisuras al canciller Stresemann, y Klaus, que odiaba la política, se posicionó del lado de los nacionalistas. Albert no se atrevió a opinar, aceptó el cigarrillo que Ralph le ofreció y subió a su habitación con dos o tres de los periódicos del día. Tenía molestias en la nariz y creyó que era necesario cambiar el algodón que le taponaba la hemorragia.
Una vez pasó a limpio los apuntes del día, Albert sacó de su maletín los periódicos y uno a uno los fue leyendo, incluso subrayó algunos conceptos y datos. Nunca entendió ni se había interesado por la política, y jamás mencionó el tema con su padre, el condecorado general Kummer. Ya era un hombre y debía aprender, además la situación era harto compleja y lo vio necesario. Al menos dos horas más tarde, Albert escuchó la cerradura de su habitación, y una voz cálida y muy grave lo interrumpió.
—Tú debes de ser mi compañero Albert Kummer —dijo el joven y rubísimo historiador mientras se quitaba el elegante sombrero—. Me llamo Joachim.
—Es un placer conocerte —dijo Albert, que se levantó de un salto de la mesa y acudió raudo a estrecharle la mano. Era igual de alto que él pero más delgado y con el pelo más largo y lacio. Vestía un traje gris de espiga y corbata. A Albert le resultó un hombre muy apuesto. De inmediato le invitó a sentarse enfrente suyo mientras él se quitaba la corbata y se acomodaba un poco.
—Vaya por Dios, ¿y esa nariz? ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó extrañado Joachim.
—Un simple golpe, no es nada. Estoy bien, gracias —dijo Albert tocándose el algodón.
El rubio se sirvió un vaso de soda y le sirvió otro al joven Kummer.
—Has empezado ingeniería, ¿no es cierto? —preguntó Joachim, curioso.
—En