El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado

El trapero del tiempo - Rafael Gª Maldonado


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de su agrupación o, cómo no, a intentar estudiar Biología. Era bueno escribiendo, y los mandamases de la formación le hacían redactar y pasar a máquina el pequeño boletín que repartía el partido por la ciudad. Antoine había llegado a los dieciséis años al PCF gracias a una chica y alentado por su madre, desprovisto aún de ideología y de conciencia social. En sólo dos años ya no tenía a aquella muchacha, pero el marxismo y el mundo obrero serían ahora su única esperanza de ver mejor la Francia que le había tocado vivir. La agrupación era numerosa, con mucha gente joven y tenía el atractivo de estar dirigida por el ya mítico George Marchais, que en muy pocos años se convertiría en el primer secretario nacional, y que había decidido una liberalización moderada del partido, de las políticas internas y de la propia vida privada, aunque seguía aplicando mano dura con los disidentes intelectuales, lo que causaba un gran desasosiego en Dupont, pues humildemente siempre aspiró a ser uno de aquellos doctos científicos y escritores que se oponían a la libertad. Por si fuese poco, en aquellos años se había producido un acercamiento al Partido Socialista de François Mitterrand, y se llegó a firmar incluso un programa común, algo que entusiasmó al joven Dupont, que creyó, iluso, que el PCF se alejaba de la rancia y asesina Unión Soviética y de las mentiras revolucionarias maoístas, que sólo ensuciaban y desprestigiaban el sentimiento y el corazón de las personas de izquierdas. Poco a poco fue ganándose a la gente con su carácter bonachón y timorato, y así comenzó a escribir en la gacetilla propagandística. Las derrotas de la coalición, el aumento de la popularidad de Mitterrand y el atractivo programa socialista le estaban haciendo posicionarse cada vez más cerca del socialismo, tanto, que a falta de sólo un par de años para las presidenciales Antoine, Pierre y Martha habían decidido apostar por la coalición de izquierdas para frenar una posible reelección de Giscard d’Estaing, que en aquellos días era aún dudosa.

      —¿Le interesa la política, profesor Adames? —preguntó Antoine tras un breve silencio, en lo que creyó la cuestión más arriesgada que podía hacer a una persona desconocida a la que empezaba a apreciar de una manera distinta.

      Adames parecía no haber escuchado la pregunta, hasta que a los pocos segundos contestó, mirando a la vez a su reloj Omega.

      —Por supuesto, muchacho. ¿Por quién me ha tomado? ¿Cree que no estoy en el mundo? —contestó el profesor—. El problema es que uno pone demasiadas expectativas en ella, y luego, al igual que en las relaciones de amistad y de pareja infructuosas, no somos correspondidos. Y claro, entonces llegan el dolor y la decepción con tus congéneres, con aquellos que se aprovechan de las ilusiones de demasiada gente para detentar poder u obtener beneficios personales; pero como en todos sitios, siempre hay justos en Sodoma. La política, como todo, bien ejercida y por gente eficaz y válida, es la más noble de la tareas.

      Antoine no esperaba aquella respuesta tan completa. Lo miraba absorto.

      —¿Participa usted en política, joven? —preguntó acto seguido el profesor Adames, al tiempo que ofrecía agua de su rudimentaria cantimplora a Antoine.

      El muchacho se pensó la pregunta y tardó en contestar. Ignoraba por completo la posible ideología de su profesor, y temió que éste le interrogara acerca de su izquierdismo o incluso le molestase. No parecía una persona reaccionaria ni mucho menos un fascista, pero también tenía claro que no era un correligionario del PC. Dudó unos segundos, haciéndose el despistado y fingiendo ajustarse la aleta mientras lo pensaba, hasta que finalmente contestó.

      —Sí, profesor, intento aportar algo al país. No me gusta demasiado la Francia ni el mundo en que vivimos. Mi granito de arena, ya sabe… —respondió valiente Dupont.

      Se sintió aliviado al ver que Adames no profundizó en ello, y que sólo respondió con un escueto: «Hace muy bien, pero que no le coman el coco, procure pensar por usted mismo; que nadie lo haga por usted». Le sorprendió que ni le preguntase lo que hacía o en qué partido militaba, lo único que supo decirle es que pensara por él mismo, y fue el profesor quien, temiendo importunar al muchacho, cambió de tema de conversación.

      —¿Le parece que sigamos en dirección al yacimiento?, habrá que ver qué es lo que han descubierto esos británicos —dijo mientras se ajustaba de nuevo las gafas y el tubo.

      —Sí, claro, profesor. Veamos si son chitones o tal vez bivalvos mediterráneos. Puede que nos sorprendamos.

      —Coja aire, muchacho —dijo mientras se zambullía en el mar, que empezaba a tornarse en un verde intenso—. Esos viejos moluscos nos están esperando.

      Esa vez el profesor procuró disminuir la marcha, y fue en todo momento al lado del joven, incluso habían atado las dos boyas de señalización al mismo cinturón. Pararon en un montículo de roca muy oscura, en el que el profesor descubrió, mientras escarbaba con su machete en busca de una especie de lapa, un pequeño grupo de corales amarillos entre algas verdeazuladas. Fue entonces cuando, al sacar de nuevo las cabezas a la superficie para tomar aire vieron la mano en alto de lo que parecía una muchacha a lo lejos, que les llamaba la atención. Debajo del gorro de plástico amarillo como su impermeable a juego parecía adivinarse una melena castaña, y conforme avanzaban hacia ella, una voz iba advirtiéndoles en inglés que no debían acercarse: «Do not approach», decía, indicándoles la orilla situada a la derecha del valle rocoso en la que habían descubierto los moluscos fósiles, a modo de señalización para que salieran del mar por aquella zona segura. Mientras, los demás operarios seguían cavando y metiendo en sus bolsas los trocitos de moluscos que encontraban entre el rompeolas lleno de rocas, sin importarles la aparición de dos buceadores despistados.

      Adames se había quitado las aletas en la orilla, y antes de que el joven Dupont hubiese salido del agua, fue en dirección hacia la muchacha que les había advertido hacía unos segundos, impaciente por que alguien le dijera algo del descubrimiento fósil.

      Antoine había llegado por fin a la playa, algo menos cansado que en la ida hacia la roca donde habían conversado largo y tendido y a la que le costó llegar. El profesor lo había dejado desatando las boyas, y había salido corriendo hacia los científicos. A los pocos instantes vio que el profesor estrechaba con un fuerte apretón la mano de la joven del gorrito amarillo. Estaba a unos cincuenta metros, y esta vez era el profesor el que le hacía a ella gestos, a la vez que lo apremiaba a él a salir de la orilla. Mientras Dupont conseguía ponerse en pie, el profesor ya había comenzado a saludar a los demás investigadores, y conforme iba hacia donde estaban los biólogos marinos —un recinto acordonado y precintado que recordaba a la escena de un asesinato— pudo comprobar que el descubrimiento de los arqueomalacólogos ingleses era algo diferente a lo que suponía. A sólo unos metros de donde se encontraban charlando el profesor Adames y el grupo de investigadores, Antoine se detuvo al ver, a escasos tres metros de distancia, el fósil de un prosobranquia, una especie de caracol marino, cuyo tamaño descomunal había frenado en seco al joven futuro oceanógrafo. Vio que el profesor también lo miraba a la vez que intentaba prestar atención al inglés barbudo, que seguía esforzándose para que el profesor comprendiera el curso de aquella investigación arqueológica marina.

      Antoine comenzó a recordar las entretenidísimas clases de la señora Royal, profesora que había marcado enormemente a Dupont y su futuro académico y profesional. La profesora de Biología Celular y Genética fue la que recomendó al alumno dos años antes al entonces decano François Fournier, advirtiendo pronto sus aptitudes, y la que consiguió de nuevo su beca de licenciatura y futuro doctorado. Sin embargo, su prematura muerte encerró a Antoine en una depresión de la que había comenzado a salir recientemente. La misma persona que le había abierto las puertas de la ciencia y la investigación abrió, con su repentino fallecimiento, la terrible certidumbre y angustia de lo efímero de la vida, de la amenaza que el cruel destino nos tiene preparada en cualquier esquina y en cualquier momento.

      Al ver más de cerca el fósil de aquel enorme prosobranquia en la roca, supo enseguida de la envergadura del descubrimiento, pues caracoles marinos de ese tamaño hacía posiblemente miles, tal vez millones de años que habían dejado de poblar esas cálidas aguas. Lentamente, y sin dejar de mirar al gasterópodo gigante, se unió al profesor, que de lo absorto que estaba ni reparó en que ya se encontraba junto a él. Tuvo que ser la muchacha la que le ofreciese


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