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El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
enderezar el automóvil del médico y hacían sonar el claxon, apremiándolos para que salieran corriendo de la arena, pues se veían de nuevo los hidroaviones a lo lejos. José volvió a mirar el pulso de la criatura, que se ponía cada vez más fría y de cuyo oído derecho comenzaba a brotar sangre. Comprobó que el impacto había destrozado los sensibles tímpanos de la criatura y le había provocado una hemorragia interna mortal. No sabía, en medio de aquel griterío, cómo darse la vuelta y decirle a aquel hombre desesperado que no vería crecer a su pequeña. Giró la cabeza y se encontró al hombre en lágrima viva y apretando el puño.
—¡Sálvala, gordo de mierda! ¡Cúramela, cabrón! ¡Cúramela!
—Es imposible, Daniel, la niña estaba rota por dentro… La bomba… No he podido hacer nada.
En eso, un fuerte golpe le sobrevino por la espalda cuando intentaba incorporarse de la arena con la niña aún en brazos. Una patada en el costado le hizo polvo el riñón izquierdo.
—¡Que la cures, hijo de puta, te digo! ¡Que es mi hija, cabrón! —insistía gesticulando con el puño apretado amenazante tras el puntapié.
José cayó de boca en la arena. Ésta se le pegó en la cara al mezclarse con el sudor y no conseguía ver nada. Otra patada en las costillas le hizo retorcerse de dolor y perdió el conocimiento. El miliciano se había quitado el fusil del hombro y golpeaba con el arma la espalda del médico con saña. El pelirrojo Daniel Moreno agarró a su mujer por el hombro y a la niña muerta, que permanecía aún al lado del cuerpo obeso y lleno de sangre del doctor Quiles en el que el miliciano había descargado toda la rabia, y se fue directo al coche, donde el capitán Martínez seguía apremiando al batallón y a la gente por miedo a una segunda bomba.
Pasaron cuatro horas y comenzaba a oscurecer. La playa de la Herradura se quedó desierta tras el paso de los miles de represaliados que continuaban su huida desesperada hacia el este de la región. Había comenzado a llover y la temperatura bajó casi cinco grados de golpe. Era febrero de 1937.
Algunas horas después, José Quiles pestañeó varias veces con el ojo derecho hasta que pudo fijar la mirada y ver las enormes olas que comenzaban a formarse en el mar. No sintió sus brazos, y un dolor espantoso comenzó a manifestársele en el abdomen. Comprobó que podía mover las manos, pero no tuvo fuerzas para incorporarse, tampoco para girar la cabeza hacia el otro lado. Lloró y vio cómo sus lágrimas se mezclaban con la sangre que tenía por toda la cara. Comenzó a recordar lo sucedido mientras llegaba la noche y la helada. Tres días de camino desesperado desde Nerja, donde lo habían sacado a golpes de su despacho aquellos fanáticos, delante de su mujer y de sus hijos pequeños. No había podido despedirse de Elisa, tampoco había podido coger ni siquiera su maletín de médico y su insulina. Lo habían metido en su propio coche aquellos bárbaros y lo habían obligado en cada parada de la huida a reconocer y a intentar sanar a aquel millar de pobres almas que sólo trataban de escapar de una muerte segura. Los tuberculosos empeoraban y la bacteria se propagaba con rapidez. Tifus, pulmonías, heridas terribles. Todo lo tuvo que atender sin apenas medios ni medicinas, con la presión de un encolerizado capitán y un alférez iracundo y cruel, el mismo que lo había dejado en aquel estado cercano a la muerte. Alcanzó a introducir su mano debajo del vientre y pudo presionar aquella hernia que los culatazos del fusil del pelirrojo le habían abierto, y se sintió algo más aliviado. Pudo al fin levantar la cabeza y en la casi completa oscuridad sólo divisó varios cadáveres y un humo y un fuego que comenzaban a apagarse por la lluvia. Estaba solo, completamente solo y herido. No tenía ni cincuenta años y sabía que iba a morir. Deseó haberlo hecho en aquel impacto terrible que mató a la niña y a aquellos viejos, deseó incluso haberlo hecho antes de que comenzara la guerra. Su vida no había sido ningún aprendizaje para nada de lo que estaba viviendo. Si bien supo desde muy joven, cuando comenzó a estudiar Medicina en Granada, que algún día debía abandonar su existencia terrenal y expirar como todos aquellos cadáveres que contempló atónito en la sala de disección del profesor Espín, la felicidad y la paz en que vivía rodeado de su mujer y de sus hijos y de la investigación y la práctica médica le habían hecho olvidar esa certeza por completo. Pero ahora ya estaba preparado, iba a irse de este mundo con muchas cosas pendientes, pero en paz consigo mismo, y sabedor de que sus dos hijos mayores, y en especial Roberto, valorarían todo aquello que había sido su vida. Una vida dedicada a los demás, a la medicina, a la ciencia y a formar la estupenda familia que había dejado atrás hacía ya casi cuatro días. No era creyente, pues creía incompatible su vida de científico con la religión, pero se durmió rezando un Padre Nuestro y un Ave María.
La noche se cerró por completo y había parado de llover.
Antonio Barranco llevaba dos días en su casa, muy cerca de la playa del Salón y detrás de la plaza de la Marina. La calle Chaparil comenzaba a tener algo más de vida tras haber caído la provincia hacía pocos días en manos de los alzados. Nerja ya era nacional y, aunque aterrorizada, la población comenzaba a realizar las labores rutinarias del día a día. Ese lunes, aunque con un intenso frío, lucía un sol espléndido de febrero, y Antonio y su mujer aprovecharon para instalarse de nuevo en la casa, a donde sólo habían subido de vez en cuando desde el túnel en aquellos meses. Se había hecho eterno todo ese tiempo, pero la felicidad de la familia era tal que parecían haberlo olvidado. El guardia civil ordenaba los libros que se había llevado al refugio en la modesta biblioteca de roble que tenía en el salón: Cervantes, Voltaire, Quevedo, Lope de Vega, Ortega y Gasset entre otros. Le apasionaba la literatura, y ya le habían llamado la atención en el cuartel por descuidar sus labores por culpa de las mariconadas de mujeres como la lectura y la poesía. Si estaba de buen humor, recitaba poemas y sonetos a sus compañeros en los descansos del trabajo, lo mismo que hacía con las amigas de su esposa los domingos en que iban a su casa a merendar. No había podido estudiar, igual que su padre, pero éste, peón caminero analfabeto, se emocionaba cuando el patrón, en los descansos de las obras, les leía en voz alta novelas rusas y poesía del Siglo de Oro. Hizo cuanto pudo para que su hijo tuviese el bachillerato elemental, lo que le valió para leerle a su padre hasta el final de sus días. Su vasta cultura le mantenía ajeno a aquella España gris, y sus libros eran el tesoro más preciado.
Estaba limpiando el cristal de una fotografía suya con dieciocho años y recién licenciado como carabinero, ataviado con el sombrero ros, mirándola con nostalgia antes de ir al cuartel, cuando sonó el timbre de la puerta.
—Buenos días, don Antonio —dijo el joven, tras contemplar la cara de sorpresa del guardia civil al verlo allí—. Creo que tenemos que hablar de algo, si no es mal momento.
Roberto había ido en bicicleta hasta la casa del sargento, pues creía recordar el sitio en el que aquella mañana fueron a parar allí protegidos por ese buen hombre que los sorprendió en mitad del tiroteo. Había preguntado a la gente y dio al fin con el lugar. Barranco salió del portal y metió al joven en el coche, que estaba aparcado en la puerta.
—Robertito, es una locura lo que quiere hacer. Lo de su padre ha sido una tragedia que no he sabido ni decir a mi mujer, y por supuesto que entiendo lo que debe estar pasando ahora su familia, pero ir al frente… es un suicidio. Además no tiene los dieciocho años reglamentarios. Le quedan siete meses.
Roberto, ligeramente excitado, esbozó un mohín de disgusto.
—Ya lo sé, pero usted dijo que me ayudaría, que cambiaría la edad de mi padrón, que siempre son bien recibidos voluntarios que luchen por España —dijo el muchacho, malhumorado.
—Sé que se lo dije, pero comprenda que estaba en una situación límite. Oiga, yo adoro a su padre, salvó a mi hijo pequeño, pero ¿qué va a hacer en el frente? Su padre irá por Almería ya, si no lo…
—Dígalo claro, don Antonio, ¿si no lo han matado? ¿Cree que está muerto, verdad? Por eso dice que es absurdo, ¿no es así? —preguntó Roberto, al que de nuevo se le saltaban las lágrimas y daba golpes de rabia sobre el coche.
—No sé si está muerto, pero es muy probable, y lo único que va a hacer con sus ganas de ir al frente es que lo maten a usted también. La guerra es imprevisible. Nadie está a salvo, hijo.
—Pues que me