El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado
de vigilancia rural de la Benemérita se detuvo en el número ocho de la calle Chaparil. Llovía ligeramente desde hacía una hora, y en el pueblo no se escuchaba un alma ni se apreciaba movimiento alguno. Antonio Barranco apoyó su cabeza contra el volante y le dio tres golpecitos con la frente con algo de rabia y tristeza. Encendió un cigarrillo mientras intentaba meditar; era el último Bisonte sin filtro que quedaba en la cajetilla. Al oír un difuminado sonido miró al cielo, sacando la cabeza por la ventanilla, y pudo divisar, a muchísima altura, a varios de los hidroaviones zapatones que el ejército de Franco —su ejército— mandaba desde Cádiz hacia objetivos del este, en dirección a Almuñécar, por donde huía gran parte de la población civil republicana de Málaga. La altura de los aviones y la abundante niebla no le impidió ver con claridad el escudo de la legión Cóndor, y supo de inmediato cuál era el destino de aquellos cuatro pilotos alemanes: entorpecer esa marcha y aniquilar a la mayor parte de esa población civil hambrienta y aterrada que se moría por sí sola de frío y desesperación en busca del puerto de Almería.
—Pobre gente —pensó, mientras intentaba calmar el frío y la ansiedad dando largas chupadas al cigarrillo. No se atrevía a bajar del coche y darle la noticia a su mujer. No sabía cómo decirle que aquel gran hombre que había hecho tanto por su hijo era muy probable que estuviese muerto. Le aturdía aún más la incertidumbre de no saber qué estarían haciendo con él aquellos hombres llenos de ira y de odio. La última calada la dio profunda y casi le quemó los dedos. Estaba muy cansado y las piernas le pesaban. Creyó no tener fuerzas para agacharse otra vez y atravesar el túnel de acceso a la guarida que había improvisado hacía meses. Allí su familia esperaba impaciente sus noticias desde hacía horas.
Antonio Barranco tenía especial pánico a los rifeños y a los bereberes, a los moros que el general Franco había reclutado en las zonas más depauperadas del norte de Marruecos aprovechándose de la miseria en la que habitaban y de su particular odio a los franceses, y creía que, en medio de la contienda fratricida, esos desgraciados no discernirían entre las muchachas y las mujeres de los rojos de las niñas y esposas de aquellos que les pagaban las doscientas pesetas al mes, les daban pan diario y les suministraban una botella de aceite cada dos semanas. Había escuchado las más aterradoras historias de los africanos, de las violaciones feroces y salvajes, de la rapiña en los domicilios, del cuchillo con el que segaban las gargantas enemigas por orden del general Queipo de Llano, que intentaba destruir la moral republicana con sus arengas diarias desde la radio en Sevilla, tanto, que él mismo también se había acobardado. Pensó que aquellos moros no tenían nada que perder tras las hambrunas del Rif marroquí; meditó y leyó cuanto pudo sobre la cultura tribal y guerrera de aquellos lares, y cuando miraba a su mujer y a sus hijas pequeñas el corazón le latía a toda prisa y le costaba respirar. Aquel mes en que tomó la decisión de esconder a los suyos un día al volver del trabajo, no cesó de cavar el túnel de forma discreta. Dos meses día y noche, sin ayuda de nadie, pudo conectar el sótano con una cuadra abandonada de la calle Cervantes, ayudándose de cemento, maderas y ladrillos de casas derruidas que iba encontrando por los caminos que transitaba.
Los moros, los nacionales y los italianos ya habían dejado atrás Nerja. La división Corpo Truppe Volontarie, junto con unos quinientos marroquíes y dos centenares de militares rebeldes y algún viriato se dirigían por la costa hacia Almería, persiguiendo sin cuartel a los que huían de las bombas y del hambre. Las tropas golpistas se encontraron con otro batallón en Torre del Mar, provenientes de Vélez-Málaga y de Alhama.
Barranco intentó poner la radio antes de bajar del automóvil, y se congratuló de que ahora sí funcionase y se escuchase tan nítidamente. Ahí estaba de nuevo la inconfundible voz firme y aflautada del general Queipo de Llano, radiando desde Sevilla para todo el sur de España. El noticiero de las cinco de la tarde traía buenas noticias para el guardia civil de caminos y medio rural. El coronel Villalba había huido de Málaga, temeroso de su inminente ejecución y tormento, y había dejado la ciudad en un caos absoluto. Maricón, bolchevique y cornudo fueron las palabras más amables que el general sevillano le dedicó al último guardia de la República en la ciudad de Málaga. Las bajas de los civiles que huían aumentaban por momentos, y el hambre y el frío mataban casi igual que las bombas y los cañones de Franco. Escasísimas columnas de milicianos los escoltaban y se insistía en que ningún rojo podría hacer frente a tan aguerrido ejército. El general siguió, durante casi una hora, ensañándose contra la República y los vencidos, y la última de las arengas le estremeció a Barranco el cuerpo una vez más:
Legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes qué significa ser hombre de verdad. Y a la vez a sus mujeres. Ahora lo sabrán los milicianos maricones. Guardad bien a vuestras esposas porque mis moros no tienen saciedad y llevan varios meses sin ver a las suyas.
Apagó la radio, salió del coche y se puso el grueso abrigo verde y el tricornio, miró a los lados y atravesó la puerta del sótano donde, tras recorrer veinte metros de rodillas, lo esperarían su mujer y sus hijos, y donde podría decirles que volvían a casa, que el peligro parecía haber pasado.
El cuarto proyectil del más rezagado de los zapatones de la legión Cóndor destrozó al menos tres casas humildes que se situaban al borde casi de la misma orilla, en plena playa de La Herradura. Por el caminito viejo que bordeaba el mar, miles de personas intentaban evitar las bombas de los aviones, y el pánico se apoderaba de ellos conforme veían más cerca los barcos del ejército rebelde. El impacto en la casa de pescadores fue tan fuerte que cinco ancianos que descansaban dormitando en la puerta de una de ellas perecieron en el acto, y el coche del doctor Quiles, que conducía el capitán Martínez y donde aguardaban más refuerzos en la rudimentaria carretera que discurría junto al mar, sufrió una brutal sacudida, poniéndolo casi del revés, hiriendo además de al capitán a su lugarteniente, el pelirrojo Daniel Moreno. En el asiento trasero estaban el moribundo sargento Calle, que deliraba y sudaba litros de un sudor hediondo, y el propio doctor Quiles, que le tenía sujeta la pierna con una venda. José tenía un aspecto lamentable, la barba de dos días y el cuerpo dolorido. Por el color y el olor de su orina intuyó que su azúcar estaba por las nubes, y la confusión mental le hacía no saber siquiera cuánto tiempo llevaba fuera de su casa sin inyectarse insulina. El obús explotó y lo sacó del estado pseudocomatoso en el que empezaba a encontrarse. Sobresaltado, el pelirrojo salió como pudo del coche en dirección a la playa, seguido del brigada jefe y del doctor Quiles que, renqueando y con el vómito casi en la boca, pudo pisar la arena. Una arcada le sobrevino de nuevo cuando comprobó que aquel bombazo que lo había dejado sordo había descuartizado y hecho trizas los viejos y famélicos cuerpos de aquellos ancianos y de aquella mujer, que sólo intentaban calentarse, y que, aporreando esas y otras puertas, sólo pretendían obtener algo de comida para dejar de comer cañas de azúcar, peces podridos y raíces de amargos arbustos. Se habían sentado en ese portal fruto de la desesperación y el agotamiento más absoluto, a esperar esos refuerzos que no llegaban nunca y a los grupos rezagados entre los que tenían familiares. Encontrarían allí, sin embargo, la más terrible de las muertes. El proyectil había producido un hueco en la arena del que salía humo y en el que se produjo un incendio, de inmediato avivado por las maderas de la casa. José tragó la bilis repugnante que tenía en la garganta y se dirigió a toda prisa, cojeando, hacia la orilla, donde dos muchachas gritaban pidiendo desesperadas la ayuda de alguien, con otra cría de pocos años que parecía inconsciente entre los brazos. José se abrió paso entre el humo y la gente, que huía lejos de la playa, algunos con heridas que sangraban y con el rostro oscurecido por la explosión y el polvo. Detrás de él le seguía el pelirrojo, que tras guiar dando terribles gritos a la población despavorida hacia el primitivo paseo marítimo, se había percatado de que una de las dos mujeres que se desgañitaban pidiendo auxilio era su esposa, Manuela.
—¡Teresa! ¡Teresa! —gritaba el miliciano zarandeando a la criatura, que no tendría más de tres años, intentando que recobrara el conocimiento—. ¡Teresa! —insistía entre sollozos y llantos, al ver que no se inmutaba la que parecía ser su hija. Las dos mujeres se habían caído de rodillas a la arena, y la madre pareció entrar en shock cuando intuyó que su hijita era ya un cadáver. José le quitó la niña de los brazos al miliciano y la levantó, poniendo el pechito de la cría en su oído derecho. Al comprobar que el latido no existía la tumbó en el suelo y le masajeó