El trapero del tiempo. Rafael Gª Maldonado

El trapero del tiempo - Rafael Gª Maldonado


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licenciado en Oceanografía y puede disponer de un guía que le resolverá algunas dudas de lo que veamos. Si le parece, comenzaremos llegando hacia esa roca —dijo señalando hacia el este, donde había un pedrusco con dos gaviotas encima— y luego sorprenderemos a los ingleses del yacimiento apareciendo por allí. Nos haremos los suecos y que nos expliquen qué es lo que están buscando y la naturaleza de la investigación, pero insisto en que eso debe de ser polyplacophora —decía mientras se anudaba la boya de corcho de señalización a la cintura y limpiaba el cristal de las gafas con una especie de bayeta roja.

      Antoine se puso las gafas y se ajustó el tubo, torpemente se puso al fin las aletas, y al comenzar a introducirse en el agua se cayó al suelo en la orilla. El profesor se reía a carcajadas mientras Antoine no lograba ponerse en pie de nuevo. Acudió a ayudarlo y, sosteniéndolo por la cintura, le enseñó cómo debía mover las aletas y los brazos para avanzar con normalidad. Antoine sabía nadar, pero aquello era completamente nuevo para él. Adames le insistía en que irían a un ritmo lento y que pararían cuanto necesitara. Eso le tranquilizó, y, decididos, comenzaron la marcha hacia el pequeño peñón, que no distaría ni media milla. Por el camino vieron todo tipo de peces: lisas, sargos, peces luna, brótolas y algún rodaballo. El fondo marino tenía abundante vegetación y era muy rocoso, lo que hacía la playa poco apta para el baño pero magnífica para el buceo. Había poca afición en Martigues y aquel lugar, salvo en el mes de agosto, se iba quedando desierto año tras año por la dificultad del baño. Además, Antoine Dupont comprobó que era cierto que estaba llena de erizos. El profesor le señalaba durante el camino a los lados, donde se amontonaban grupos de cientos de estos equinodermos violáceos, burdeos y negros.

      A los cinco minutos el profesor le hizo un alto y bajó los dos metros que ya había de profundidad, agarrando con la mano una especie de oruga gigante que había entre dos plantas parecidas a los helechos, mostrándosela después a Antoine en un gesto jocoso, haciendo un ademán de tirársela. Era de color blanco en la base y naranja y rojo en la superficie. Dupont recordó de inmediato el segundo curso de Zoología y lo identificó claramente como un pepino de mar, del que no recordó su nombre científico.

      El profesor avanzaba deprisa y se deslizaba por el mar como una especie de Neptuno; en un movimiento circular de las piernas que apenas batía las aletas avanzaba varios metros, luego volvía hacia donde estaba el muchacho y lo esperaba, le daba la vuelta, lo adelantaba, bajaba y subía del fondo a la superficie, vaciando el tubo con facilidad. Antoine pensó que tenía razón aquel hombre que le resultaba tan singular y misterioso. El profesor parecía uno más de los seres que poblaban el mar Mediterráneo. Seguía en la marcha, deteniéndose a cada pez, a cada planta y a cada concha que veía; le daba el alto, le mostraba la pieza cogida y volvía a repetir el gesto circular del dedo índice, indicándole que después le contaría la historia o el dato correspondiente. Antoine estaba cansado a la media hora del recorrido, pero acto seguido vio a lo lejos la roca y no creyó necesario interrumpir la marcha. Fue entonces cuando el profesor le hizo parar para darle a conocer a uno de los reyes de ese mar del que parecía haber salido. La profundidad era ya de más de cinco metros, pero el majestuoso día le permitía ver el fondo todavía. Adames, desde la superficie, señaló al fondo en dirección a dos rocas porosas amarillentas, pero Antoine no veía nada. El profesor se había quitado el tubo y había sacado la cabeza a la superficie para tomar aire, cubriéndole el rostro la tupida cabellera ondulada que aún tenía. Bajó a toda prisa hacia la roca agujereada y, con el arpón diminuto que tenía atado a la cintura, presionó lo que Antoine creía una piedra sucia. Aquella porción de mar se tornó negro en sólo unos segundos, el muchacho se puso nervioso y sacó la cabeza a la superficie, tragando sin querer el agua del tubo, y tosió a la vez que se le enrojecía el rostro. Una vez que volvió en sí se puso de nuevo el tubo, y cuando abrió los ojos en el mar contempló un maravilloso espectáculo: ver al profesor Adames nadando junto a un inmenso pulpo de más de un metro de largo y al menos veinte kilos. El agua volvía a estar transparente, y le permitió observar aquello con la claridad que merecía. El octopus no se asustaba del profesor, incluso le dejaba tocarlo. Poderosos tentáculos se le enrollaban en el brazo y el profesor lo giraba para que Antoine lo viese. A los pocos minutos, aquel gigante se perdió entre la abundante vegetación marina.

      En sólo unos instantes llegaron a la roca de las gaviotas que habían divisado desde la arena de la orilla. El profesor la alcanzó primero, y se agarró a un saliente para esperar al muchacho, que se había retrasado por la falta de costumbre del ejercicio de la natación y la dificultad de respirar por el tubo. El profesor lo cogió del brazo y lo ayudó a subir a la roca, que tenía un montículo en el que podrían descansar antes de dirigirse hacia el yacimiento. Antoine volvió a tragar agua al quitarse las gafas, y Gregorio Adames le dio varios golpes en la espalda al tiempo que le animaba y le decía que lo había sorprendido.

      —No está mal para la segunda vez que se calza una aletas, Dupont… Reconozco que la emoción y las ganas me han hecho ir demasiado deprisa. Tendrá que disculparme.

      Antoine se serenaba y tomaba aire, mientras una sensación parecida a un examen final aprobado le recorría el gélido cuerpo. «Lo he logrado», se decía mientras la respiración se le normalizaba. Miró a la derecha y vio al profesor de pie mirando hacia el yacimiento, en el que en sólo media hora más tarde parecía haber más personal trabajando. Antoine permanecía allí, sentado en la roca y con el agua que le cubría hasta el pecho, contemplando la bonita estampa de las montañas de Sainte-Croix y los blanquísimos chalets y casitas bajas de la playa de Martigues. Algunos pescadores empezaban a meterse a faenar en pequeñas barcas llenas de redes, y vio también a una pareja de jóvenes que daba un paseo por la orilla con un perro pastor alemán. No sentía ahora frío ninguno, ni siquiera en sus hipersensibles manos.

      —Espero que reconozca que tenía razón, Antoine, que era absurdo perder un día de su vida sin poder contemplar el mar desde dentro —dijo Adames, mientras se sentaba a su lado en la roca—. Cuando era más joven solía meterme hasta en los meses más duros del invierno, cuando el viento y las olas me lo permitían, ya sabe, por la visibilidad, no por el frío. A diferencia de usted, nunca sentí el frío demasiado.

      —Le doy la razón, profesor, se la doy. Estoy realmente sorprendido, ¿cómo sabía que entre esas piedras había un pulpo?

      —Soy perro viejo en esto, Dupont. Han sido muchos días y muchas horas por aquí abajo, aunque menos de las que me hubiese gustado. Antes estaban los asuntos serios, el trabajo... —contestó Adames, lamentándose con una media sonrisa y con la mirada pérdida entre las piedras del pequeño peñón. Mientras conversaban, iba guardando piedrecitas de colores diversos que halló en aquel peñasco e iba introduciéndolas en la bolsita que, junto al diminuto arpón, el machete y la cuerda de la boya de señalización, tenía atada en el cinturón. El pelo se le iba secando y se había vuelto más rizado y más abundante si cabía, y la barba de un par de días junto con el bigotillo sobre el labio le daban ahora un aspecto más duro y más joven. Además, como Antoine había comprobado mientras se ponía el traje en la orilla, el profesor tenía un torso inusualmente musculado y recio para su edad.

      —¿Por qué no huyó el pulpo, profesor? —volvió a preguntar Antoine, todavía extrañado, mientras empezaba a notar cómo bajaba la temperatura.

      —No sabría decirle. Son animales más listos de lo que piensa la gente. Imagino que supo que no queríamos hacerle daño —dijo Adames, sonriendo—. Su profesor Fournier es un experto en los octopus, y los cree con un cerebro muy desarrollado.

      —O a lo mejor ya lo conocía a usted de otras veces, profesor Adames —exclamó Antoine, queriendo hacer una gracieta, ya que iba perdiendo poco a poco su patológica timidez, y comenzaba a advertir en el profesor algo más que a un docente apasionado de su profesión. «¿Se estaba convirtiendo Gregorio Adames en un amigo? ¿Por qué no recordaba momentos de placer semejantes junto a compañeros de clase, conocidos y correligionarios de la formación política a la que pertenecía?». Antoine tenía cierta dificultad en profundizar y formalizar las pocas relaciones personales a las que accedía en su reducido espacio vital. No salía mucho de casa, salvo para las reuniones semanales del PCF, y allí únicamente mantenía contacto con Marta y Pierre, que habían cursado con él el bachillerato en uno de


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