El infiltrado. Marta Querol

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      EL INFILTRADO

      MARTA QUEROL

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      El infiltrado

      © Del texto: Marta Querol

      © De esta edición: Editorial Sargantana, 2021

      Email: [email protected]

      www.editorialsargantana.com

      Primera edición: Enero, 2021

      Impreso en España

      Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente.

      ISBN: 978-84-18552-17-5

      Depósito legal: V-203-2021

      Siempre a vosotros,

      que hace demasiado que

       cruzasteis la puerta del cielo.

      Frederick von Tirpen

      «Llegó aquel mal querer,

      que males busca con su sabiduría,

      y humo y viento movió

      con el poder de que es dotado».

      Dante Alighieri

      La Divina Comedia

      Capítulo 1

      Hay días que marcan el inicio del fin; días en que una alteración en la rutina puede desencadenar la destrucción del mundo tal y como se conoce, igual que una mínima dosis de un elemento extraño corrompe una fórmula magistral y, esa tarde, en Arlodia, un pequeño pueblo que no aparecía en los mapas, algo iba a pasar que cambiaría el tranquilo —y extraño— discurrir de sus habitantes.

      El golpear de unos cascos sobre la tierra pedregosa anunció la llegada de un forastero. Un manto de plomo envolvía el paisaje que rodeaba a la pequeña aldea de Arlodia cuando el jinete sobrepasó las primeras casas del pueblo. Sin prisa, con las riendas de su montura controladas, avanzaba seguro a pesar de llevar la oscuridad por escolta; tan solo los latigazos incandescentes que sacudían la tierra de tarde en tarde iluminaban sus rasgos. Nadie se asomó; el viento forzaba a mantener las ventanas cerradas aunque el cielo aguantaba la lluvia, que parecía querer derramarse.

      La llegada de extraños era algo consustancial a la vida de Arlodia; forasteros de las procedencias más diversas se desplazaban hasta allí, todos con el mismo destino: descansar una última noche antes de cruzar la línea del bosque o pasar un tiempo de purificación en la aldea hasta ganarse ese derecho. Todos arribaban sin equipaje —ya no lo necesitaban—, y siempre a pie. Cuando alcanzas el final de la vida no hay pertenencia que llevarse ni animal que te acompañe.

      Los habitantes de Arlodia los acogían de forma natural en ese tránsito. Nadie hacía preguntas, se asumía como una parte de sus vidas en la que preferían no pensar; la muerte siempre impone, incluso aquí donde es tan cotidiana, y eran conscientes de que, para llevar a cabo su misión, lo mejor era no cuestionarse nada.

      La estancia de las almas que venían a penar sus faltas tenía una duración impredecible. Los ancianos los diferenciaban de los viajeros de una sola noche nada más verlos: si al blanco mortal de los rostros, afirmaban convencidos, asomaban pequeños matices de color, el más mínimo rubor, el forastero seguía anclado a su pasado, a las pasiones oscuras de una vida terrenal y, como quien lleva una bola de plomo anillada al tobillo, así quedaba anclado a este mundo a pesar de su fallecimiento. Y, como cualquiera en Arlodia sabía, nadie que mantenga ese vínculo, aunque sea del grosor de la seda más fina, puede cruzar la Puerta. Mientras quedara un hálito de vida en el cuerpo que la cobijaba, el finado permanecería entre ellos y a veces la estancia podía prolongarse mucho. Alguno de estos había pasado el tiempo suficiente en la aldea como para ser aceptado como uno más, hasta casi olvidar su condición y objetivo al llegar allí.

      Pero lo más habitual era recibir viajeros de una lividez marmórea, limpios de bajas pasiones, emociones o vestigios de cualquier tipo, y prestos a partir al alumbrar las primeras luces del siguiente día hacia la Puerta del Cielo. Eran los Viajeros de la Luz, como se les conocía para evitar llamarlos «muertos de paso»; almas errantes en tránsito a su última estación que, tal y como estaba escrito desde el inicio de los tiempos, encontrarían al cruzar la Puerta Final. En realidad, no había una puerta, sino dos, pero en Arlodia, para satisfacción y tranquilidad de sus habitantes, la del Averno se había bloqueado después de siglos de permanecer cerrada. Nadie recordaba la última vez que recibieron a un Viajero condenado y, estaba escrito, tras cien años de inactividad la Puerta del Averno quedaba bloqueada y su poder neutralizado. Porque las puertas no solo daban paso a los nuevos inquilinos del Más Allá, sino que también permitían la entrada, según se abriera una u otra, al amor o al odio, la calma o la rabia, al llanto o la risa, al afecto o la maledicencia, para esparcirse por los campos y pueblos como polen que lleva el viento. Como se extiende una plaga.

      Aquí, desde más tiempo del que los vivos podían recordar, la única puerta activa era la del Cielo, y a ella se dirigían los Viajeros para reunirse con sus antepasados y aquellos seres de luz que habitaban esa otra dimensión, tan cercana y tan lejana a la vez.

      Así se habían acostumbrado a convivir en armonía, en este diminuto lugar, vivos, muertos y mediomuertos —o mediovivos, no tenían claro cómo definirlos—, asimilados estos últimos como miembros de la comunidad, cual pariente lejano de visita inesperada y partida incierta. En parte, ese era el cometido de la vida sencilla de estas buenas gentes: integrar a los errantes en la pacífica existencia de Arlodia e imbuirlos de los valores de aquel lugar hasta que olvidaran los excesos o faltas que los habían anclado a tan peculiar purgatorio.

      Sin embargo, no estaban habituados a la visita de caballeros como el recién llegado, sobre montura, pertrechado de espada y con alforjas rebosantes. Como rezaba una elegía muy popular en Arlodia, cuyo origen ignoraban, allí llegaban por igual príncipes y plebeyos, todos con el mismo bagaje, el de sus actos y experiencias, bajo el peso de sus remordimientos o la ligereza de una vida plena, pero a manos vacías.

      No cabía la menor duda: el recién llegado no era uno de los Viajeros de la Luz.

      El eco de las herraduras se mezcló con los golpes metálicos provenientes de algún lugar cercano. La noche había caído inusualmente temprano en Arlodia y algunos no habían terminado su jornada. Para Sebastian Kormick, el herrero, el martilleo no cesaba hasta que la cena caliente o las inclemencias del tiempo lo obligaban a entrar en casa.

      Sebastian barrió con la mirada los alrededores de la forja.

      —¡Jonas! —retumbó la voz—. Dónde se meterá ese endemoniado chiquillo…

      El recién llegado se detuvo ante la valla de la herrería; desmontó y esperó a que el herrero dejara de aporrear la pieza que sostenía con una inmensa pinza.

      —Buenas tardes, buen hombre —saludó, cortés, al cesar los golpes—. Necesito cambiar las herraduras a mi caballo y encontrar la posada. ¿Seríais tan amable de indicarme el camino?

      El herrero alzó la cabeza, dejó las pinzas y el martillo sobre un tronco cercano y se limpió las manos en el mandilón. Observó perplejo al jinete: un hombre apuesto, de complexión fuerte, más alto que él, de una edad indefinible y maneras elegantes, que le tendía las bridas de su caballo.

      —¿La posada? —Escupió al suelo algo que mascaba, repasó de nuevo la imponente anatomía de su interlocutor y prosiguió—. En esta aldea no tenemos posada, caballero. Es mejor que sigáis camino. ¿Hacia dónde os dirigís?

      —No


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