El infiltrado. Marta Querol
portando con gracia un barreño sobre la cabeza. La mañana, todavía fría y brumosa, invitaba a acelerar el paso, pero la joven avanzaba con cuidado de no desequilibrar su carga.
—¡Buenos días! —saludó Tirpen, jovial, al alcanzarla—. ¿Puedo ayudaros? —La joven dio un respingo al sentir su presencia y el barreño peligró—. Lo siento, no pretendía asustaros.
—Pues lo habéis hecho, caballero —contestó, azorada—. No os oí llegar.
—Repito mi ofrecimiento, ese barreño debe de ser muy pesado y a punto ha estado de caer a tierra.
—No, gracias, no os preocupéis —afirmó ruborizada, reanudando el paso—. Puedo con ello, estoy acostumbrada.
—Disculpad mi grosería. —La interceptó con un saludo protocolario—. No me he presentado. Soy Frederick von Tirpen, llevo unos días alojado con los Narden. —Y, tras dedicarle una amplia sonrisa, prosiguió—: No puedo consentir que una joven tan bonita cargue con semejante peso. No podría seguir presumiendo de ser un caballero.
La muchacha enrojeció un poco más, pero aminoró la marcha hasta detenerse.
—Todos sabemos quién sois, señor —afirmó cediéndole con cuidado el barreño—. No llegan muchos forasteros como usted a este pueblo y las novedades vuelan. —Por fin esbozó una sonrisa tímida—. Soy la hija de Joachim Verhoven, creo que habéis hablado con mi padre en estos días.
—Sí, así es. —Tomó la artesa con la ropa, se la acomodó, y reanudó la marcha—. Un auténtico artista, vuestro padre. Nunca vi filigranas como las que es capaz de arrancarle a cualquier tronco del bosque. Y un hombre encantador. La verdad es que este es un lugar muy acogedor, me siento como si siempre hubiera vivido aquí y no llevo más que unos días. En cuanto a mí, me halagáis —afirmó con un guiño—, no imaginaba que fuera tan conocido y, puesto que sabéis mi nombre completo, estoy en desventaja, pues yo solo sé que sois la mujer más hermosa de Arlodia y —comentó Tirpen con suavidad—, ahora que me lo habéis dicho, también sé que sois la hija del carpintero. Pero ¿cuál es vuestro nombre?
El rubor de las mejillas de su bella acompañante subió un tono. Lo miraba sin querer, con tímidos giros de cabeza abortados nada más iniciarlos.
—Es cierto, no os lo he dicho —balbuceó—. Qué tonta estoy. Mi nombre es Cinthya.
—Un placer, bella Cinthya. ¿Os he dicho que sois la mujer más hermosa que he visto jamás? Por una mujer como vos valdría la pena quedarse para siempre en este lugar.
La joven rio nerviosa.
—Bueno, hace un rato solo era la mujer más bella de Arlodia. —Aunque la mañana seguía fresca, se abanicó con el guardapolvo que protegía su falda—. He aquilatado méritos en muy poco rato.
El caballero soltó una carcajada.
—Además de hermosa, ingeniosa. Me encantáis. Solo ha sido por prudencia, no quería abrumaros. —Los ojos oscuros de Tirpen la recorrieron con calma sin perder el paso y Cinthya bajó la cabeza, incómoda—. Pero os aseguro que vuestra belleza puede rivalizar con la de cualquier dama de la corte. Lo digo muy en serio.
Continuaron caminando en un silencio cada vez más pesado.
Al desasosiego producido sobre la entereza de Cinthya por las palabras y miradas del caballero se unía lo poco apropiado de la situación. No debería haber permitido que la acompañara, era inapropiado para las costumbres del pueblo. Pero ahora ya era tarde para rechazar su ayuda sin caer en la grosería. Buscó algún tema del que hablar para acallar su nerviosismo.
—Mi padre es muy buen carpintero, tiene fama en la comarca. A veces le encargan muebles desde otros pueblos. Me alegra mucho que sepáis apreciar su trabajo. Si necesitáis cualquier cosa, no tenéis más que pedírmelo. —Enrojeció de golpe—. Bueno, perdón, no me malinterpretéis, quiero decir… yo… bueno, que mi padre os ayudará si necesitáis cualquier trabajo en madera. Aunque —concluyó por lo bajo— no va a hacerle gracia saber que me habéis acompañado al río.
—Cuando digo que sois encantadores… —Tirpen estaba cada vez más divertido—. No os azoréis, joven Cinthya, os entendí. —Hizo una pausa y aminoró el paso para evitar que su acompañante se rezagara—. Y, en cuanto a vuestro padre, tranquila, esto queda entre nosotros. Soy un caballero.
—No os equivoquéis, nunca oculto nada a mi padre, pero disgustarlo por esto… A veces es demasiado protector. Y esto es un pueblo pequeño y algo anticuado. Supongo. No conozco otro lugar. No hay motivo para incomodarlo ¿verdad? —preguntó, preocupada.
—¡Claro que no! —Ante su sonrisa franca la joven bajó la vista—. Ya os lo he dicho, no os preocupéis. Me encanta cuando fruncís esa nariz pecosa. No entiendo por qué Gabriela me dijo… —La frase quedó en suspenso.
—¿Gabriela? —Cinthya arrugó aún más la nariz—. ¿Qué es lo que os ha dicho?
—Tal vez no debiera comentarlo —respondió, indeciso—. Me sorprendió aquella afirmación. Es una mujer muy hermosa y sensata, pero… —Pareció pensativo unos segundos y añadió con dulzura—: No sé de qué hablábamos… Sí, ya recuerdo, de cuántas jóvenes bonitas y casaderas hay en el pueblo. Su marido, el señor Narden, se disgustó al saber que yo era soltero. Viudo, en realidad, como él. Comentó que un hombre no debe vivir sin una buena mujer al lado, y la verdad es que no le falta razón, pero no es nada fácil encontrar la esposa adecuada. Me contó cómo llegó a casarse con Gabriela, una triste historia. Pero os estoy aburriendo, disculpadme.
—No, no, por Dios, continúe. —Cinthya se veía forzada a correr a ratos para seguir el ritmo marcial de su acompañante, que llevaba la artesa como si fuera un almohadón de plumas.
—Pues, como os decía, el señor Narden me insistió en que debía buscarme una esposa joven y bonita. A él le había devuelto la felicidad tras su triste pérdida y yo debería hacer lo mismo. Hablamos de lo difícil que era, en el mundo del que vengo, encontrar una mujer generosa, que no se deje llevar por la holgazanería, el despilfarro, la vanidad o los chismes. En un momento en que se ausentó, fue Gabriela quien me dio a entender que no me hiciera ilusiones en este pueblo, que no encontraría ninguna por desposar. Es una mujer bellísima la señora Narden, pero vos sois especial. Perdonaréis mi indiscreción ¿verdad? Yo no revelaré a vuestro padre que os he acompañado y vos no comentaréis con Gabriela que he compartido con vos aquella conversación. —Calló durante un tiempo, dejando que su acompañante asimilara las palabras antes de continuar—: La culpable de mi poca prudencia sois vos —se volvió para mirar a Cinthya a los ojos como hiciera con Gabriela, hasta percibir un ligero temblor—, vuestra belleza no me permite pensar con claridad. Me recordáis tanto a mi difunta esposa… Perdonad…
Prosiguieron en silencio, arropados por el rumor del agua que fluía paralela al camino. A lo lejos, la figura saltarina de Jonas se recortó sobre el horizonte.
—Menos mal que sé que no puede matarse —comentó la joven entre dientes, siguiendo con la vista las evoluciones del muchacho—, porque si no, cualquier día este chico nos daría un susto.
—¿No puede matarse? —se interesó el caballero—. ¿Jonas? Y eso ¿cómo es posible?
—Jonas es que es… es… —Cinthya se mordió una uña con avidez—, como una bala de paja, donde cae, rebota —explicó a trompicones—. Pero seguid, por favor, me habéis dejado intrigada. No sé por qué Gabriela os ha dicho eso. Lo cierto es que en el pueblo lo habitual es casarse con gente de aquí. Otra cosa es imposible, claro, puesto que nunca viene nadie. Nadie como nosotros, como vos, quiero decir.
—¿Nadie como yo? ¿A qué os referís?
—Ya os he comentado que no recibimos forasteros. Tal vez Gabi se refería a eso, a que lo normal es casarse con los chicos de Arlodia. Es la costumbre, siempre se ha hecho así. Porque jóvenes bonitas y casaderas desde luego hay varias.
—Tal vez fuera por eso… Aunque