El infiltrado. Marta Querol
de estirarla hasta cubrirle las piernas. Recolocó la blusa lo justo para que mantuviera un mínimo decoro y respirara sin dificultad. Se secó el rostro congestionado. El color había vuelto a la desmayada y respiraba con fuerza. Tirpen sopló sobre las mejillas y le dio unas palmaditas.
—Cinthya. —Intensificó las palmadas—. ¡Cinthya, despertad!
La joven se removió y, de forma instintiva, agarró el cuello del caballero y buscó sus labios. Él la rechazó con delicadeza. Poco a poco, con la dificultad de quien regresa de un sueño profundo, abrió los ojos y parpadeó varias veces ante la cercanía del rostro de su salvador. Miró a su alrededor, como desorientada. Cuando recuperó por completo el conocimiento, yacía en su regazo y rodeaba con sus brazos el cuello de Tirpen. Lo soltó de golpe con ojos asustados, se enderezó y sonrió, todavía débil; fue una sonrisa avergonzada y complacida. Un agradable hormigueo recorría su cuerpo, el calor inflamaba sus mejillas y el corazón latía más rápido que de costumbre. Solo veía el hermoso rostro de su salvador muy cerca del suyo, solícito y protector. Su cuerpo relajado en manos Tirpen no mostraba ningún deseo de separarse de él.
Capítulo 6
—¿Mejor? —Frederick la ayudó a incorporarse y comprobó que mantenía el equilibrio—. Os he curado la rodilla, ya no sangra. Pero menudo susto me habéis dado.
La joven echó una mirada fugaz a su magulladura y se estiró la falda, azorada. Su respiración continuaba alborotada y una incómoda sensación de humedad entre las piernas la mantenía en una postura poco natural.
—¿Qué me ha pasado? —Miró alrededor y se secó la frente con la mano. Jadeaba con una agradable sensación de bienestar, pero un rumor sordo, como el del agua que discurría tranquila tras ellos, la prevenía frente a algo desconocido, como si intuyera un peligro, aunque nada extraño justificaba esa sensación.
—Os desmayasteis. Habrá sido por el calor o por efecto de la caída. Pero no os preocupéis, os sujeté a tiempo. Han sido apenas unos minutos, el tiempo justo de limpiaros esa herida y —imprimió un tono desenfadado a sus últimas palabras— de hacerme enfermar por vuestra belleza.
Cinthya iba a contestar algo, pero al mirarlo a los ojos sonrió más tranquila y aceptó el cumplido:
—Sois un zalamero, ¿nunca os lo han dicho? —Complacida, se arregló el pelo y jugó con el cordel que ataba su camisa—. Yo no he hecho nada, estaba inconsciente.
—Y hermosa. —Con delicadeza le tomó una mano y la besó con reverencia—. Me habéis puesto muy difícil contenerme. ¿Recordáis nuestra conversación de hace unos momentos? ¿O el desvanecimiento os ha malogrado la memoria? La pasión es algo maravilloso, un regalo, mas cuando no puede disfrutarse es un castigo y ahora mismo yo estoy sufriéndolo. Si no fuera un caballero —le guiñó un ojo—, habría aceptado ese beso que habéis estado a punto de darme. Y no, no me lo neguéis, que vuestro impulso ha sido muy claro. Quiero pensar que el destinatario era yo y no estabais soñando con ningún muchacho que os pretenda, pero prefiero esperar a que ese beso impetuoso me lo ofrezcáis con plena conciencia. No soy un sátiro, a pesar de que nuestra conversación pueda haberos dado una impresión errónea.
La aldeana bajó la vista y el color de su cara subió varios tonos. Si en algún momento se había convencido de que el amago de besar a Tirpen lo había imaginado, tuvo que desterrarlo y asumir su comprometido comportamiento. Tartamudeó algo y se concentró en adecentar su aspecto antes de proseguir el camino junto a Tirpen.
—¿Podemos parar un momento? Tengo la boca seca, me siento algo aturdida.
Tirpen le ofreció agua de su cuero y prosiguieron el camino. Como la joven había enmudecido, él retomó la conversación:
—Imagino que ha sido el calor y el esfuerzo. En este tramo no corre el aire. Yo también he sentido calor, mucho. —La miró con ternura—. Me habéis dado un buen susto y sigo preocupado. Se os nota fatigada. Si queréis, podemos caminar más despacio para que recuperéis el aliento. O descansar un rato hasta que os sintáis mejor. —Ella asintió y se hizo un poco de aire con el guardapolvo—. Es un trabajo duro el de lavandera —prosiguió él, cambiando de tema—. Os pareceré un tonto, pero nunca había visto lavar la ropa, el esfuerzo es grande. —Cinthya rio más relajada—. Sobre todo, para una mujer tan delicada como vos.
—¡Qué va! Lo hago todas las semanas, no es para tanto. —Se mordisqueó una uña—. Y nunca me había pasado algo así. —La respiración seguía alterada y la obligaba a suspirar con fuerza—. Ha sido todo muy extraño. Pero no os preocupéis, no creo que vuelva a suceder.
—Eso espero yo también, aunque por egoísmo no me importaría volver a veros como hace unos momentos. Sois una criatura celestial. No imagináis lo hermosa que estabais desmayada en mis brazos. Vuestro rostro era la imagen de la mismísima Santa María. Parecíais una Madonna.
—Callad, por favor. —Se removió inquieta. A Tirpen no le pasó desapercibido el ligero brillo sobre el labio superior ni el arrebol permanente de sus mejillas inmunes a la sombra de los árboles que refrescaba el ambiente. Como un animal en época de apareamiento, podía oler su deseo. Ella agachó la cabeza como si intuyera sus pensamientos—. No debéis hablarme así, por favor, os lo ruego.
—Pues habladme vos. O mejor: habladme de vos, por favor. No estaréis comprometida, ¿verdad? —La obsequió con un mohín de súplica y ella suspiró agradecida ante la nueva conversación—. Decidme que no. No, seguro que no, o estaría haciendo un ridículo insoportable. Confesad, ¿os ronda algún joven? Ay, cómo no os van a pretender, no puede ser de otra forma. Una joven tan bonita debe de tener una corte de admiradores y seguro que ya estáis pensando en casaros.
—Qué cosas decís… —Se había ruborizado de nuevo—. Lo cierto es que sí, hay un joven que me pretende. —Lo miró un segundo y volvió a fijar la vista en el camino—. Creo que pronto se hará público. Sé que Bergen, el hermano del herrero, vino hace unos días a hablar con mi padre. Siempre ha mostrado mucho interés por mí. Es muy amable y trabajador, como Sebastian. Los Kormick son una familia muy buena y nos conocemos desde niños.
—Oh, entiendo. —Tirpen no disimuló un gesto de disgusto; permaneció unos segundos callado, como asimilando la noticia y, al fin, añadió—: Amable, trabajador… Aquí parece que todos los hombres son muy buenos, muy amables, muy trabajadores, pero nadie habla de amor, de pasión… —resumió con fastidio—. Y, si me permitís la indiscreción, no os veo muy contenta. No parece que sea decisión vuestra.
—Sí lo estoy —afirmó con la cabeza baja y un gesto de incomodidad, mordiéndose la única uña que le quedaba entera—. Bergen es un buen chico. Humilde pero bueno. Seremos felices. Como dice siempre mi madre, la felicidad no te la dan o te la quitan los demás, tenemos que encontrarla dentro de nosotros mismos y el secreto está en disfrutar de lo que se tiene y no aspirar a más —concluyó, lacónica.
Lo cierto es que, hasta ese día, su posible compromiso con Bergen lo había dado por hecho como algo indiscutible, ya escrito en la línea de su vida y aceptado con alegría, pero esa mañana todo era diferente: sus sensaciones, sus anhelos, su percepción de las cosas. Su voz débil y su forma de plantear el futuro hablaban de dudas, de falta de convicción. Apretó el paso, como si intentara imprimir firmeza a lo dicho momentos antes con tan poca seguridad.
—Ya estamos otra vez —suspiró el caballero, exasperado—. Y dale con los hombres buenos. Se supone que aquí todos lo son, ya lo sé. Una filosofía de vida muy poco ambiciosa, si me lo permitís. Conformarse no es ser feliz. Mucho menos lo es resignarse. Si todos fuéramos así, el mundo no avanzaría. —Tirpen alzó la vista y observó con disgusto cómo el muchacho del herrero seguía sus pasos, saltando de piedra en piedra, a unos cuantos metros por delante de ellos—. Al menos no estáis comprometida con ese descerebrado de Jonas. Ese muchacho se va a abrir la cabeza un día. Mirad, sigue brincando por aquellas peñas. Aunque, según me decíais, no puede matarse. Ya me lo explicaréis mejor. No sé de dónde sale el condenado ni como tiene tanta energía con lo enclenque que está. En cuanto lleguemos voy a hablar con él. No está