El infiltrado. Marta Querol

El infiltrado - Marta Querol


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alcanzado la felicidad plena, es un gran consuelo. Y algún día volveremos a reunirnos con ellos. La muerte solo es una circunstancia pasajera, un viaje que nos separa por un tiempo para acabar juntos de nuevo.

      —¿Tenéis la certeza de que eso es así? ¿Acaso alguien ha venido a contároslo? —La joven desvió la mirada sin contestar—. Yo no lo creo. Y, aunque llevarais razón, eso no me acompaña en las noches de frío. Me he sentido muy solo estos últimos años. En realidad, hasta mi llegada a Arlodia. Aquí me han acogido como a uno más, me siento bien. La vida en el pueblo parece fácil. Fácil no, perdonad, quería decir sencilla, tranquila, dulce, porque he visto que todos trabajan mucho. Nunca me había planteado establecerme fuera de mis dominios, pero aquí estoy recuperando la paz que se llevó mi Annette. Podría vivir a caballo entre mis tierras y Arlodia.

      —Me alegra saber que os sentís acogido. Debéis de echar mucho de menos a vuestra esposa. —La joven esquivó una piedra del camino—. Siempre tratamos así a los viajeros, es lo normal para nosotros después de tantos siglos. —Mordisqueó una nueva uña antes de aclarar—: Viajeros de los otros, se entiende. Como vos pocos llegan. De hecho, vos sois el primero que conozco, pero para nosotros ha sido lo mismo que con uno de ellos. Nuestro deber es ofrecer bondad y cariño a quien nos visite.

      —¿Viajeros de los otros? ¡Ay, esos otros! Siempre tengo la impresión de que en este tranquilo lugar pasa algo que todos compartís y escapa a mi razón. ¿Me equivoco?

      —¡Qué va a pasar! —El tono del rostro de Cinthya subía y bajaba a cada giro en la conversación y un fino velo de sudor brillaba en su frente—. Me refiero a que no llegan viajeros como vos. Caballeros de postín no se dejan ver por aquí, este pueblo no tiene nada que ofrecerles. A eso me refería, sí.

      —¿Os encontráis bien? Os veo mala cara.

      Habían llegado a la zona más fresca, donde los árboles formaban una acogedora bóveda sobre el camino paralelo al río.

      —Sí, estoy bien, es solo el cansancio. El río está lejos y la ropa da mucha faena. Además, tanta conversación me marea. Ya no sé lo que digo. —Un ruido llamó su atención—. ¡Mirad! —exclamó, señalando unos riscos cercanos—. Por allí vuelve a brincar Jonas. Seguro que Sebastian lo está buscando. Este chiquillo va a acabar con su paciencia, a este paso no se irá nunca.

      —Jonas… es un viajero de esos ¿verdad?

      La muchacha dio un traspié y cayó al suelo.

      —¡Cinthya! —Frederick soltó la artesa y se agachó para atenderla—. ¿Os habéis hecho daño? Voy a recoger un poco de agua. No os mováis.

      —No, no os preocupéis, solo ha sido un tropezón y el cansancio. Yo… no he dormido bien, eso es.

      Tirpen se acercó al margen del río, rellenó el cuero que llevaba al cinto y regresó solícito junto a la joven. La falda de Cinthya se arremolinaba alrededor de la cadera dejando a la vista unas calzas de hilo de algodón atadas a la cintura. Por la abertura central sus blancas rodillas asomaban indefensas; la izquierda mostraba un rasguño considerable, aunque superficial, que la joven limpiaba con sus propias sayas. Las manos de Tirpen acariciaron esa mínima parte de piel desprotegida y se aproximó tanto al rostro de la joven que ambos podían escuchar sus respiraciones. Cinthya se estremeció.

      El caballero miró alrededor. No había ni rastro del muchacho que había provocado el incidente. Izó con fuerza a la aldeana y la sostuvo abrazada, el cuerpo pegado al suyo. Los ojos de Frederick volvieron a clavarse en ella, el corazón de la joven palpitaba con tal fuerza que lo sentía en su propio pecho. A Cinthya le faltaba el aire, las fuerzas huían de su cuerpo a la vez que un sudor frío empapaba su espalda y, durante unos segundos, el mundo giró a su alrededor hasta desvanecerse.

      Capítulo 5

      Tirpen la sujetó para evitar que cayera y consiguió sentarse sobre una roca con la joven sobre su regazo. Estaba inconsciente, a su merced, y así permanecería un buen rato.

      Con el brazo libre le retiró el pañuelo que le sujetaba el pelo y se lo guardó. Quería verla salvaje, fresca, abandonada. Admiró los rasgos puros y lozanos de la inocencia, la tez de amapola y nácar.

      Se despojó de la capa y apoyó a la joven algo mejor sobre su pecho para liberar los brazos. Un poco de agua de su cuero, un pañuelo de hilo fino con sus iniciales y algo de habilidad para hacer un tosco vendaje que protegiera la magulladura sería suficiente: solo era una abrasión superficial. En cuanto estuvo listo, volvió a reclinar a la joven sobre su brazo izquierdo. Frederick le desató la blusa y aflojó el cordaje del corpiño. Los senos se ofrecieron libres a sus ojos torvos. Se imaginó asiendo los pechos blancos, cántaros mórbidos ajenos a su desnudez, donde dibujar caricias hasta hacerla gemir. De nuevo el dilema que le apasionaba: cumplir o sucumbir. Caer en la tentación, esa era su naturaleza; en realidad creaba las tentaciones a las que deseaba rendirse. Constituía un arte para el que estaba dotado, su razón de ser. Para Tirpen la preparación de escenarios donde envolver a sus presas formaba parte del placer, la antesala del premio merecido, el aderezo especiado que hacía más sabroso el plato principal. Cinthya estaba en el centro de la fuente. Dudó unos segundos, sus apetitos le habían provocado algún problema en el pasado.

      Calculó el margen que tenía hasta que Cinthya recuperara el conocimiento; era suficiente. La había sometido a mucha presión, una de sus armas preferidas, y no se recuperaría en un rato. Se encogió de hombros y suspiró; no iba a desperdiciar esa oportunidad.

      Estaban solos, mecidos por la música de la corriente que fluía tras ellos y la compañía de algún pequeño animal. Suspiró complacido y, con delicadeza, masajeó la carne expuesta, indefensa. Acarició las sombras sonrosadas de sus pechos hasta transformarlas en dos bodoques rugosos y firmes. La respiración de ella se hizo más ronca. Rio por lo bajo, le encantaba provocar esa reacción que tan bien conocía. Cuando la joven recuperara el conocimiento, aquellas sensaciones estarían impresas en su ser y querría más. Tras un rato de disfrutar del tacto suave de la piel de Cinthya y de arrancarle varios gemidos, abandonó los pechos y descendió hacia la falda alborotada. Entre las enaguas, el rasguño de la rodilla brillaba con gotas carmesí.

      La mano alcanzó la abertura central de las calzas. Sus dedos finos reptaron hasta alcanzar el suave y rizado vello de la joven. Oculto a su vista, lo imaginó tan rojo y brillante como una tina al sol. Arrullado por el rumor del agua, deslizó los dedos sobre la masa aterciopelada, la acarició con una parsimonia desesperante incluso para su temple, acostumbrado a tales juegos. Sus instintos estaban alerta, tensos, y su mano se cerró con fuerza entre las piernas de la joven. Escapó un suspiro de la boca de su presa y Tirpen se detuvo. Nada había cambiado: los ojos seguían cerrados y el cuerpo inerte. Pero el tiempo se acababa. Los dedos anular y corazón se deslizaron hasta abrirla sin resistencia. Tirpen avanzaba con estudiada lentitud, contenida su fuerza, aplacado el deseo por el riesgo de despertarla. Cinthya jadeaba con fuerza, todavía sin recobrar la plena consciencia, sumida en un estado de placentero letargo. Sudorosa, su vientre oscilaba rítmico, arriba y abajo. Los ojos de Frederick brillaban. Apretó los dientes.

      No podía seguir más allá, todavía no, o se descubriría; la joven era virgen y así debía seguir, pero apuraría hasta el último segundo. Los jadeos se intensificaron y sus dedos hábiles notaron la humedad. La respiración de la joven era cada vez más fuerte y sus caderas se movían siguiendo su cadencia. También él tenía la respiración agitada y la necesidad animal de satisfacerse. No era la primera vez que empezaba jugando y terminaba sufriendo las consecuencias de su poca voluntad y disciplina. Chasqueó la lengua con disgusto. Era un fastidio interrumpir la escena y no hacerla culminar, pero ella no podía despertar y descubrirlo profanándola de aquella manera o aliviando su deseo.

      En esos pensamientos estaba, todavía con la mano palpando los muslos abiertos de Cinthya, cuando le pareció escuchar una exclamación ahogada. No muy lejos vio unas ramas moverse y alguien salió corriendo.

      Jonas, no podía ser otro. El muchacho era un contratiempo; no podía permitir que contara lo que había visto, pero tampoco podría matarlo. Ya estaba muerto, o casi, porque le había quedado claro que el muchacho


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