El infiltrado. Marta Querol

El infiltrado - Marta Querol


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entró presurosa en la sala y se frenó de golpe ante la presencia del extraño.

      —Saluda, mujer, tranquila. Lo envía el herrero porque busca una habitación. No viene a cruzar el bosque —enarcó las cejas en un gesto de aviso—; dice que se quedará varios días. —Vio que su mujer asentía, y prosiguió—. Saluda a nuestro invitado, Frederick…

      —… von Tirpen.

      —Eso. Os presento a mi mujer, Gabriela. Es un ángel.

      Capítulo 2

      La joven devolvió el saludo, se acercó e hizo una pequeña genuflexión en señal de respeto. Al alzar la vista, sus ojos azules se cruzaron con los del extraño. Por unos segundos quedó clavada en ellos, incapaz de apartar la mirada mientras un temblor sacudía su cuerpo.

      —Gabriela —le espetó Narden, contrariado—, di algo, mujer, que te has quedado como una estatua.

      La joven parpadeó como si despertara de un sueño y balbuceó:

      —Estamos… honrados con vuestra presencia. Bienvenido a nuestra casa. Enseguida estará la cena.

      —Gracias, señora Narden.

      Tirpen sonrió sin desviar la vista del foco de su atención. La joven era buena y fiel a su marido, eso decían sus ojos: hablaban de gratitud, de cariño y del amor que se tiene a un buen padre, eso había percibido en los escasos segundos que había cruzado la mirada con la de Gabriela. Justo lo que esperaba encontrar en ella después de verla, aunque hubiese preferido retener sus ojos por más tiempo y averiguar algo más. No era mucho, pero ya sabía por dónde empezar.

      —Tenéis una casa muy confortable, señor Narden —comentó, retomando la conversación.

      Gabriela había salido de la estancia para llamar a los críos que todavía jugaban fuera. Una extraña sensación de opresión le había golpeado el pecho al mirar a los ojos a su invitado. El aire fresco la ayudó a recuperarse.

      —¡Os estáis empapando! —les gritó con voz cantarina—. ¡Venga, adentro! ¡No me hagáis salir a buscaros!

      Un par de niños atravesaron la estancia a la carrera y se sentaron a la mesa entre gritos y risas.

      —¡De eso nada! Ahora os traigo ropa seca y os cambio.

      De un baúl junto a la pared sacó un par de camisolas pardas y un paño grande.

      —Disculpadme, enseguida me ocupo de la cena.

      —Nada que disculpar, no quiero interferir en vuestras obligaciones —la tranquilizó el caballero, pendiente de cada detalle—. No os preocupéis por mí.

      Gabriela desapareció con los niños tras una alacena que dividía la amplia estancia en dos salas. Las risas y bromas llegaban hasta los dos hombres.

      —Estos críos… —refunfuñó el hombre con una sonrisa paternal. Su cara curtida y el pelo cano le daban un aire de anciano que su cuerpo musculoso y la agilidad de movimientos contradecían.

      Los niños no tardaron en salir y empezar a correr de nuevo. Gabriela se secó el sudor con el delantal y se acercó al hogar, donde colgaba un perol del que emanaba un intenso aroma a carne.

      Tirpen siguió sus movimientos con un gesto de admiración.

      —Es muy hermosa, ¿verdad? —murmuró Albert Narden al ver el interés de su invitado.

      —Disculpad, no pretendía…

      —Tranquilo, no pasa nada. Es normal quedarse prendado de ella. La belleza siempre hechiza y no es malo contemplarla.

      Gabriela sirvió a los niños un plato de estofado y una hogaza de pan duro. De vez en cuando echaba una mirada fugaz en dirección a los dos hombres y continuaba atendiendo a los niños. Se sentó con los pequeños y, antes de que empezaran a comer, todos susurraron algo con las manos juntas.

      La conversación continuaba junto a la chimenea:

      —Es cierto, es muy joven y hermosa, si me aceptáis el cumplido.

      —Es mi segunda esposa —aclaró Albert, sus ojos escondidos tras un velo de añoranza—; la primera murió en el parto de nuestro último hijo, hace cinco años. —Su mirada se perdió en las llamas del hogar—. Yo necesitaba una mujer, alguien que cuidara de la casa y los niños, y Gabriela era su hermana pequeña. Clarisa, antes de partir, le pidió que cuidara de nosotros y le aseguró que sería una buena esposa.

      —Queréis decir… en su lecho de muerte.

      —No os entiendo.

      —Decís que vuestra difunta esposa le pidió a Gabriela, antes de partir, que os desposara. ¿A dónde iba? ¿O es una forma de hablar?

      Albert se removió en la silla, se sirvió un poco de agua, aclaró la garganta y continuó.

      —¿He dicho eso? Sí, me refiero a su lecho de muerte. El parto se complicó, Clarisa intuyó que el tiempo se le acababa y quería lo mejor para todos. —El granjero levantó la vista para mirar hacia ella con dulzura—. Nos conocíamos de muchos años, aquí en Arlodia todos nos conocemos, y bueno, ya sentíamos entonces un gran afecto. —La mirada de Tirpen iba de su interlocutor a su joven esposa—. La bendición de Clarisa nos unió de una forma muy especial. Sé lo que estáis pensando. —Se pasó una mano por sus cabellos, completamente blancos aunque todavía abundantes—. La he cuidado bien —afirmó el granjero en tono de disculpa—, soy un buen esposo. Pero no sé por qué os estoy contando esto.

      —Me pasa con frecuencia. Soy un hombre solitario que sabe escuchar. Yo también quedé viudo hace años y desde entonces mi vida no ha sido la misma. —Albert lo miró con afecto—. Ya veis si puedo entenderos. No necesito explicaciones —Tirpen le palmeó la espalda—, aunque podéis hablar conmigo con total confianza. A veces, no sabemos por qué, ante un extraño nos atrevemos a hablar de aquello que con amigos nos resultaría incómodo. Siento mucho vuestra pérdida. —Le dio un sentido apretón en el antebrazo.

      —Tenéis razón, caballero. Sois un hombre sabio. Yo también os acompaño en el sentimiento. ¿Hace mucho de vuestra pérdida?

      Tirpen dudó unos segundos.

      —Seis años… Y aquí sigo, solo. Os envidio. Yo no tuve hijos ni una cuñada joven y hermosa que quisiera aliviar mi dolor. —La voz de Tirpen era profunda y cálida—. Por lo que veo, la solución ha sido perfecta, tenéis una hermosa familia. Los niños parecen adorarla.

      —Sí, para ellos es su madre. Gabriela es muy buena, de veras que soy muy afortunado. Pero todos lo somos de alguna manera. Solo hay que saber valorar lo que se tiene. También vos parecéis un hombre afortunado.

      —Las apariencias engañan. —La joven se había levantado para ayudar al más pequeño y Tirpen no disimuló un gesto de admiración—. Disculpad mi atrevimiento, señor Narden, pero debe de ser difícil vivir con una mujer tan hermosa. No permitiréis que salga apenas de casa.

      —¿Difícil? ¡Si ya os digo que es un ángel! No os comprendo.

      —Me refiero a otro tipo de dificultades. —Y le hizo un gesto cómplice.

      —Sigo sin entender, disculpad mi torpeza.

      —Bueno, no quería ser tan explícito. No sería extraño que otros hombres la cortejaran, dada su hermosura. ¿Os sorprendéis? El matrimonio no es freno para según qué personas. Yo, desde luego, no la dejaría sola más de lo imprescindible.

      Narden rio con ganas.

      —Está claro que no sabéis dónde habéis llegado. Ni se me había pasado por la cabeza. En este pueblo la gente no tiene malicia. Y Gabriela… —La miró con un amor profundo—. No sé qué pasará en otros lugares, pero aquí —alzó las palmas de las manos— la vida es tan sencilla como lo somos nosotros.

      —Eso había oído, que la bondad de los lugareños borra el mal de los que llegan con


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