El infiltrado. Marta Querol

El infiltrado - Marta Querol


Скачать книгу

      —Me lo encontré en el camino, padre. No me sentía bien y quiso acompañarme. Me pareció descortés desairarlo. También me habéis enseñado a no ofender a los demás y es un hombre tan educado y correcto. Solo ha sido un trozo del camino. —Tan pronto terminó la frase se sintió mal. Nunca mentía a sus padres, al menos desde muy niña, y acababa de hacerlo—. Pero no se repetirá, padre, se lo prometo.

      —Es muy inapropiado, Cinthya. Y más ahora que, como seguro que lo imaginas, ha venido Bergen a solicitar mi aprobación para cortejarte.

      —Así es, padre, y de eso quiero hablarle. —La cara de la joven se había contraído en una mueca de disgusto.

      —Cuéntame, hija. Te veo muy nerviosa y vas a acabar contagiándome.

      Joachim era un hombre simple, de reacciones rápidas y directas, pero la actitud de su hija lo tenía desconcertado.

      Cinthya nunca había ocultado nada a sus padres. No había tenido motivos. Pero esta vez era diferente. La muchacha se apresuró a relatar lo que Von Tirpen había averiguado sobre la fortuna de su pretendiente. Evitó confesar que su informador se había pasado prácticamente toda la mañana con ella; tal cual lo había explicado Frederick unos minutos antes, parecía que se habían encontrado a la vuelta. Había sido muy considerado por parte del caballero proteger de esa forma tan generosa y galante su reputación y evitarle un disgusto, y ella prefería dejarlo así aunque supusiera, por primera vez, engañar a su padre. Tampoco mencionó los cumplidos que su acompañante le había dedicado durante todo el recorrido ni cómo le había tocado la rodilla al caerse o el fuerte deseo que sintió al despertar en sus brazos. ¡En sus brazos! ¿Cómo había ocurrido? Se mordió una uña, pensativa. Deseaba compartir con su padre las insinuaciones vertidas sobre Gabriela; su visión, siempre sensata, la ayudaba a comprender, pero algo así solo podía haber surgido en una conversación prolongada e íntima que no cuadraba con ese breve encuentro con un completo desconocido ni era apropiada para una jovencita. Calló. Y, muy a su pesar, la recapitulación mental de los sucesos de la mañana reprodujo en su cuerpo las sensaciones de momentos antes.

      —Hija, sigues acalorada, me preocupas. Bebe un poco de agua, anda. —Le tocó la frente con la mano—. Es verdad que parece que no estés bien. Igual tienes fiebre. Voy a llamar a tu madre.

      —No hace falta, padre, de verdad. Estoy bien.

      La joven suspiró y bebió un poco, pero aquello no alivió la intensa atracción ni el calor provocado por el recuerdo de su acompañante, ni el deseo de que volviera a por ella. No era lo único que bullía en su interior: la llama tenue de la rabia hacia su amiga Gabriela se sumaba a su desazón. ¿Por qué había despreciado así a las jóvenes del pueblo? ¿Quién se había creído que era? Y para acabar de descomponerla, el descubrimiento del engaño de Bergen no hacía más que alimentar esa comezón. Aunque, ¿alguna vez le había atraído de verdad el pequeño de los Kormick? ¿Qué tenía de bueno aquel joven simple, tosco y poco espabilado? Sus propios pensamientos la escandalizaron. Meneó la cabeza, se restregó la cara, resopló con fuerza y se obligó a sonreír.

      —No es nada, padre, ya se lo he dicho. Debe de ser por el calor y por el disgusto que me he llevado al saber cómo nos ha engañado Bergen. ¿Se imagina cómo me he quedado al descubrir lo que nos ha ocultado?

      —¿Y dices que Bergen Kormick tiene una fortuna en su casa? Eso no es posible, debe de ser un error. ¿Quién se lo ha dicho a Von Tirpen? ¿Cómo lo ha sabido?

      —No lo sé, padre, pero, como sabe, ha estado estos días hablando con muchos vecinos. Con usted también. —Quedaron unos minutos en silencio; el ambiente en la habitación cada vez más denso—. No sé qué decirle… Me dio muchos detalles, estaba muy seguro. Además ¿para qué querría un caballero como él inventarse algo semejante?

      —Tienes razón, hija. Von Tirpen es un caballero, se le ve. Y las pequeñas miserias de este pueblo no le aportan nada. Nunca me habría imaginado algo así de Bergen. En Arlodia no pasan estas cosas —lo afirmó despacio, como asimilando, al fin, la información—. Vaya, vaya… Qué triste… —El rostro bonachón de Joachim exhibía una expresión severa. Se mantuvo unos segundos ensimismado, digiriendo la dosis de humillación que acababa de revelarle su hija, antes de estallar—. Pero ¿qué se ha creído este desgraciado? —La indignación de su padre apareció de sopetón concentrada en un golpe que estampó contra la mesa—. ¿Piensa que somos tontos? —Se levantó y comenzó a caminar por la estancia con grandes zancadas—. Quería casarse al llegar el verano. El muy miserable… Que no tenía nada que ofrecer, me dijo. Que no podría mantenerte como te mereces, aunque él cuidaría de ti y te haría feliz. Tampoco en Arlodia necesitamos gran cosa para vivir, decía. ¡Y yo le creí! Dupliqué tu dote para haceros más fácil el inicio de vuestra nueva vida a costa de nuestro trabajo. —Durante unos segundos quedó en silencio, aunque su semblante hablaba por él, hasta que estalló—: ¡Es un sinvergüenza! ¡Y un embustero!

      —¡Padre!

      —¡Calla! De mí no se burla nadie. Somos gente pacífica, pero esto no se había visto nunca en Arlodia. Mentirme de esa manera… ¡Se acabó! —Su cara enrojecida mostraba determinación—. No me importa lo que tenga o no tenga, ¡pero no consiento que me engañen ni que menosprecien a mi familia! Y esto lo va a saber todo el pueblo. ¡Alguien así no puede vivir aquí!

      Cinthya retrocedió asustada. Nunca había visto a su padre perder el control. En realidad, nunca había visto a nadie en ese estado. Los gritos alertaron al resto de la familia.

      —¿Qué pasa, padre? —preguntó el mayor de los hermanos, alarmado— ¿Está enfermo?

      —¡Ni enfermo ni idiota!

      —Pero ¿qué le pasa?

      —Que tu hermana ya no se casa con Bergen —sentenció—. Esta tarde hablaré con el párroco y luego iré a buscar a ese malnacido para decirle cuatro cosas. ¡Y que no se le ocurra volver a aparecer por aquí!

      Cinthya ahogó una exclamación de estupor ante la frase de su padre. Por primera vez se escuchó algo semejante en ese pequeño paraíso.

      Los Kormick

      «El fraude, que cualquier conciencia muerde,

      se puede hacer a quien de uno se fía,

      o a aquel que la confianza

      no ha mostrado».

      Dante Alighieri

      La Divina Comedia

      Capítulo 8

      Mientras en casa de los Verhoven la ira del patriarca manchaba cada rincón, Tirpen llegaba a la herrería en busca de Jonas. Como siempre, el herrero rompía el silencio a fuerza de golpes y Frederick se acercó con la excusa de recoger unos aperos que Narden había dejado para arreglar.

      —Me alegra veros, Von Tirpen. No están todavía. —Se secó el sudor de la cara ennegrecida y escupió la ramita que mascaba—. Ya le dije que tardaría un par de días. ¿Tanta prisa hay?

      —No, tranquilo, señor Kormick. Me venía de camino y pensé en preguntar por si podía llevárselos y evitarle cargar con ellos.

      —Necesitaréis el carro. Son grandes y pesados. Mañana al final del día estará todo. Traedlo y entre los dos nos apañamos.

      —Perfecto, gracias. —Tirpen no se movió; miró alrededor y no vio a nadie—. Un trabajo duro el suyo. No le vendría mal un poco de ayuda.

      Sebastian refunfuñó por lo bajo.

      —Se supone que la tengo —renegó—. Ese muchacho nunca está cuando se le necesita.

      —¿Se refiere a Jonas? Pensé que estaría aquí.

      —¡Yo también! Lo mandé a por leña nada más levantarse y todavía no ha vuelto. Siempre hace igual. ¿Acaso lo buscabais? ¿Qué ha hecho ahora? No sé qué podéis querer de ese holgazán.

      —Nada, simplemente pensaba que estaba bajo


Скачать книгу